—Detente un momento —le pidió Adam.
Ya casi era de día. La temperatura, sin embargo, iba en descenso a medida que se acercaban a la interminable masa de bloques de hielo, altos como edificios, que se extendía por todo el norte como una colosal frontera. Uno de los aspectos que hacía tan temible aquel glaciar, de apariencia puntiaguda y escabrosa, era la gran cantidad de uranio que guardaba en su interior.
Efraím frenó y el vehículo medio derrapó sobre una fina capa de arena. Desde hacía rato, las dunas habituales a trescientos kilómetros a la redonda del gran cráter se estaban viendo sustituidas poco a poco por un terreno más duro y rocoso.
Adam se bajó del vehículo y se encaró hacia el sur. Efraím hizo lo mismo; llevaban horas conduciendo y ésa era la primera vez que se detenían. Como si fueran esfinges vigilando el horizonte, no se movieron, tan sólo aguardaron, serios, expectantes, hasta que el alba dio paso a la poderosa salida del sol. La gran esfera del astro rey se elevó trémula sobre los cielos. Pero en el sur no hubo destellos cegadores, ni hongos atómicos, ni posteriores ondas expansivas. Nada. Señal de que el hangar finalmente terminó cerrándose. Adam se quitó un momento la máscara aislante y miró a su compañero. Ambos sonrieron y, sin que hiciera falta decir nada, volvieron al interior del vehículo y prosiguieron hacia el norte.
Excepto en ese fugaz momento de complicidad, el muchacho hacía rato que veía algo extraño en Efraím; estaba más serio que de costumbre. Siguió fijándose mientras avanzaban veloces con el todoterreno. La mirada del albino denotaba preocupación, aunque éste no se pronunció al respecto.
—¿Te ocurre algo? —terminó preguntándole.
Efraím siguió con la vista fija hacia adelante.
—Nada —contestó—. Es sólo un mal presentimiento.
Adam se lo quedó mirando, confuso. Aquello había sonado demasiado agorero.
—Efraím, a estas alturas ya no existe ningún mal presentimiento que deba preocuparnos.
—Yo no he dicho que me preocupe —repuso—. Sólo que está ahí; una mancha turbia en mi percepción del porvenir.
—¿Acaso también puedes ver el futuro o algo así?
—¿Tengo pinta de poder hacer eso? —Lo fulminó con una breve mirada.
Adam se colocó bien sobre su asiento.
—Todo irá bien, ya lo verás —dijo. Apoyó la cabeza en la ventanilla lateral y se quedó un rato observando por el retrovisor. La nube de polvo que generaba el vehículo a su paso no permitía ver gran cosa. De pronto, al desviar la vista al frente, reconoció algo. Se incorporó despacio y añadió—: ¿Ves esa zona en el hielo que tiene forma de mano gigante? —Señaló un área que, a pesar de su tamaño, resultaba discreta entre tanta inmensidad; desde la base del largo muro azul y blanco se elevaban hasta separarse cinco puntas retorcidas de, por lo menos, cuarenta metros de altura cada una. Mirándolas desde lejos, parecían los dedos engarfiados de un dios del hielo—. Ahí es adonde debemos dirigirnos. Existe un paso estrecho por el que se puede atravesar el glaciar.
—La veo. —Efraím viró un poco el volante para dirigirse en línea recta hacia ese punto.
Acortaron las distancias y se detuvieron a cien metros del paraje más extraño e increíble con el que se habían topado jamás. En aquel punto, la tierra del suelo empezaba a fundirse con el hielo hasta llegar a la base del propio desierto helado. Desde el interior del vehículo dedicaron unos instantes a mirar con ojos de asombro. Aquel lugar rompía con todo lo visto con anterioridad, como si hubieran cruzado una puerta dimensional hacia otro planeta. Recogieron las cosas y salieron al exterior. Una temperatura extremamente baja los golpeó; la acompañaba el silbido de la brisa fría que soplaba entre las múltiples grietas y agujeros de la imponente pared de hielo. Adam llevaba puesta la máscara, pero Efraím empezó a sacar un vaho blanquecino por la boca en cada exhalación. Al acercarse y mirar arriba contemplaron, sobrecogidos, la altura del muro. Adam entendió por qué se lo denominaba desierto helado. Bajo un cielo de nubes, mirara donde mirase, tan sólo se veían cantidades ingentes de hielo con el brillo amarillento del uranio atrapado en su interior.
—Es impresionante —exclamó, empequeñecido como una hormiga frente a un enorme escalón. También se veían detalles de la antigua civilización crionizados entre aquella gélida prisión; restos de casas, cúpulas de edificios, vallas, farolas doblegadas… como únicos y malparados testigos de lo que una vez fue la región de Dumfries y Galloway. Adam se adelantó, caminó unos metros a la izquierda y se detuvo frente a una impactante fisura en el hielo—. Creo que es esta grieta de aquí —gritó. De hecho, era la única que se veía algo ancha, al menos como para que cupiera un cuerpo humano. Se alzaba hasta arriba, como un finísimo paso que separara dos mares sólidos.
Efraím también se acercó hasta ella y la estudió de arriba abajo.
—Adam, los niveles de radiación aquí son muy elevados, incluso para mí —le advirtió—. Si no fuera por el traje que llevas enfermarías en pocas horas y morirías en dos días. Ni se te ocurra quitarte la máscara.
El muchacho, que también observaba el paso con respeto, se volvió hacia él.
—No lo haré. ¿Tú estarás bien? —preguntó.
—Sí. Esto no me matará, pero me debilitará. Es algo más de lo que puedo tolerar.
—Hay una cueva un poco más adelante —explicó Adam—. Atraviesa por debajo la mitad norte del desierto helado y conduce directamente hacia la costa. En las profundidades estaremos protegidos de la radiación. Pero cruzar esta senda hasta la entrada de la gruta nos llevará medio día.
El albino asintió con gesto turbio.
—Comencemos cuanto antes. —En su voz se intuyó una repentina prisa que no hizo más que incrementar la preocupación del muchacho.
—De acuerdo —dijo éste al fin, dio un paso al frente y encabezó la marcha. Ambos tuvieron que ponerse de lado para colarse por la delgada brecha. Unos metros más allá pudieron caminar de frente por la única senda visible, en dirección a las profundas entrañas del lugar.
A medida que avanzaron en línea recta, giraron por bruscos ángulos y superaron pendientes que subían y bajaban, las paredes de hielo se volvieron más y más oscuras en torno a ellos, como si ni siquiera la luz del día quisiera acompañarlos. Por delante soplaba un viento gélido que hacía chirriar las placas heladas. Parecía como si éstas, molestas por su presencia, les gritaran, furiosas, para que dieran media vuelta y se alejaran de allí de inmediato. Pero en sus pensamientos no tenía cabida esa idea. Tan sólo avanzar, hasta triunfar o perecer. Hacía tiempo que aquél se había convertido en un viaje sólo de ida, y sabían que no existía nada más cierto que eso.
La temperatura también fue en descenso. Tras aproximadamente una hora de camino escarpado, hacía tanto frío que la escarcha se empezó a formar alrededor de sus cuerpos. La brisa del principio dio paso a una molesta ventisca que soplaba en contra. Su fuerza les entorpecía el campo de visión y hacía que sus ropas repiquetearan con brusquedad contra sus cuerpos. En un momento dado, Adam se volvió y observó el rostro pálido de Efraím. Tenía hielo sobre la capucha, las cejas y las pestañas. A cada paso se veía obligado a apoyar las manos en las paredes y respiraba profundamente. Las piernas le flaquearon un instante, pero en seguida se recuperó.
Adam tuvo la intención de detenerse.
—No —masculló el albino—. Sigue. —Esta palabra sonó casi como una orden.
El muchacho hizo un gesto de aceptación. La verdad es que él también estaba agotado. A pesar del traje aislante, sentía el frío exterior entumecer sus huesos, pero lo peor era el propio agotamiento del viaje. Jamás hubiese imaginado que llegaría a forzar su cuerpo hasta tales límites. Tuvo que obligarse a evitar con la mente el dolor persistente de los tirones y las roturas musculares que había ido padeciendo durante todo ese tiempo. Y en aquel lugar, todas esas lesiones parecían intensificarse para hostigarlo con más dureza.
«¡Sigue adelante!». Se chillaba a sí mismo cada vez que se topaban con un pequeño montículo helado por el que debieran trepar, o cuando resbalaba en el camino y Efraím lo ayudaba a levantarse de nuevo. De haber hablado durante el trayecto, ambos hubiesen reconocido que aquélla estaba siendo la prueba más dura a la que se habían enfrentado hasta la fecha.
En todo momento, la sensación de soledad que se cernió sobre ellos fue abrumadora. Y la furia de una naturaleza corrupta no era buena compañía. El entorno se sumía en un triste tono gris que encogía el corazón. En ocasiones, cuando el viento blanco se calmaba unos segundos y les permitía ver con claridad, atrapados entre el hielo y el uranio distinguían espantosos cadáveres de personas congeladas, que previamente habían sido abrasadas por el cataclismo, años atrás. Aún conservaban el rictus del horror en sus rostros. Cada vez que veían uno, una intensa desazón recorría sus cuerpos. Ansiaban que llegara el momento de poder dejar atrás aquel paraje fantasmagórico y alejado de toda vida.
Al mediodía, el sol se alzó en la cúspide del cielo y pudieron vislumbrarlo de nuevo sobre la franja del fino acantilado, entre tímidos claros de nubes. A Adam le pareció que llevaban una eternidad caminando. Fue poco después cuando aparecieron súbitamente ante una pequeña explanada circular en la que la senda se hacía más ancha y las paredes menos altas. Aquel espacio veía su fin en la punta opuesta, donde un camino igual de estrecho que el anterior continuaba hacia adelante como si una línea imaginaria lo cruzara. Efraím se detuvo en silencio en el centro del llano, se dio la vuelta y observó con ceñuda concentración el paso que acababan de dejar atrás. Adam no se dio cuenta hasta que ya casi había alcanzado el siguiente tramo. Una bruma nívea llegaba danzando desde el norte, atravesaba la explanada y volvía a colarse por la grieta en dirección sur. Siguiéndola con la vista fue cuando Adam vio a su compañero. Debido a la leve cojera tardó varios segundos en volver a su lado.
—Debimos haber destruido el otro vehículo —mencionó el albino de golpe, tan estático como los muros que lo rodeaban.
—¿Qué quieres decir? ¿A qué viene eso ahora? —Adam siguió su mirada. No parecía suceder nada extraño en el camino que los acababa de conducir hasta allí.
—Digo que tendríamos que haber inutilizado el segundo todoterreno. Fue un error no hacerlo.
—¿Por qué? ¿Con qué fin? —quiso saber el muchacho, que respiraba jadeante bajo la máscara.
—Ahora ya no importa —concluyó—. Perdona… —Lo miró—. No deberíamos estar perdiendo el tiempo. ¿Se encuentra muy lejos esa cueva?
—No puede estarlo. Daremos con ella de un momento a otro.
—Bien… —Efraím se dio la vuelta y ambos continuaron adelante juntos, sacando fuerzas de flaqueza.
Al inicio de la tarde aún seguían andando. Pasaron bajo un arco de hielo que unía las dos paredes, señal de que el camino estaba cambiando. Ahí, Adam hizo sonar su cantimplora. Apenas le quedaba agua para un sorbo. Deseó intensamente encontrar esa gruta de una condenada vez para quitarse el traje y la máscara y, entre otras cosas, poder beber. No tardaron mucho más en verla: a trescientos metros de allí se encontraron con que el sendero moría bruscamente ante la pared de un acantilado. El hielo daba lugar a un frío suelo de piedra. Una brecha negra y estrecha, de algo más del grueso de una persona, se alzaba hasta los tres metros de altura. No hubo dudas al respecto: era la entrada de la gruta.
Los dos se acercaron y se pararon delante. Adam encendió su linterna y alumbró una serie de irregularidades y escalones naturales que descendían hasta las profundidades más oscuras. Miles de micropartículas bailaron al ser alcanzadas por el halo de luz. El techo en pendiente estaba lleno de puntiagudas estalactitas. Allí, el viento cavernario silbaba, pero no soplaba con demasiada fuerza.
Adam puso cara de alivio tras la máscara.
—Lo conseguimos… —suspiró, y se apoyó un instante en la pared de roca—. La salida de esta gruta lleva a la costa. Si nada ha cambiado, en la orilla encontraremos un viejo bote con el que podremos atravesar remando el estrecho que nos separa de Escocia. Albión se encuentra en algún punto al otro lado.
—Dicho así, parece fácil —apuntó Efraím, que puso un pie en el agujero para tantear el suelo—. Este lugar está muy oscuro, pero mis ojos se adaptarán a la ausencia de luz. Procura no alumbrarme de frente. —Sin mediar palabra, se coló en el interior y empezó a descender hacia las lúgubres tinieblas. Adam lo siguió con decisión, linterna en mano.
A algunos kilómetros al sur de allí, muy cerca de donde habían dejado el todoterreno al empezar la mañana, su vehículo gemelo, con la puerta del conductor abierta, también había sido abandonado hacía pocas horas. El ocupante que lo trajo ni siquiera se había molestado en apagarlo, algo que terminó ocurriendo en aquel momento, cuando el motor, falto de gasolina, emitió un rugido agónico y se silenció de golpe.