En lo alto de los brazos mecánicos del hangar, numerosas luces amarillas giraron dibujando círculos móviles sobre las paredes. La plataforma empezó a elevarse con pesadez a través del túnel de ascenso, con ellos dos y los todoterrenos sobre ella. Una cantidad considerable de arena cayó cuando las gruesas compuertas de acero del alto techo rugieron y se abrieron poco a poco hacia fuera. A varios metros por encima de sus cabezas se fue descubriendo un cielo intensamente estrellado; una ventana del todo transparente hacia el cosmos más hermoso y repleto de detalles que habían contemplado jamás. Adam llevaba puesto el único traje antirradiación que encontraron allí abajo; estaba confeccionado en tela aislante reforzada con metal líquido y una máscara con filtro de aire. Era ligero, aunque se perdía cierta movilidad con él. Lo necesitaría para el lugar hacia donde se dirigían a continuación; el desierto helado, el entorno más peligroso de todo el viaje: el fin de trayecto.
Mientras subían, callados, con el ruido de la mecánica hidráulica de fondo, no pudo evitar formularse una pregunta: «¿Cuántas veces llevó puesto también mi padre este traje?». Luego, en su fuero interno, le pidió perdón por no haber sido capaz de rescatar y salvarle la vida a Caleb. «Lo he intentado… —dijo para sí—. Dios sabe cómo lo he intentado…». Aunque más bien se pidió perdón a sí mismo. Sabía que seguiría haciéndolo durante el resto de sus días. Que Caleb hubiese desaparecido aquel día en la Veguería también fue, en parte, culpa suya.
La plataforma terminó de ascender hasta la noche y se detuvo en mitad del desierto con una sacudida. Acto seguido, en uno de sus lados se desplegó una rampa para poder descender hasta tierra firme. Efraím escogió el vehículo de su izquierda, que era el que parecía conservarse en mejores condiciones, y se sentó en el asiento del piloto. Adam también entró y echó la vista atrás para contemplar su interior. En la parte trasera había seis asientos, tres a un lado y tres a otro, que se encaraban entre ellos. Las ventanillas eran pequeñas y tintadas, y una estructura de tubos y brazos metálicos reforzaba el chasis por dentro. En un rincón, sujetos con correas, vio dos bidones de plástico llenos de gasolina, a juzgar por las etiquetas que tenían pegadas. Volvió la vista al frente y observó, intrigado, cómo el albino deslizaba una mano por el volante, el cambio automático y el cuadro de mandos, para reconocer, después de tanto tiempo, cada uno de sus mecanismos. El todoterreno había sido manipulado para no necesitar de ninguna llave que lo pusiera en marcha, con cables colgando, extrañamente empalmados, por debajo del salpicadero. Efraím apretó el botón de encendido y unas instrucciones simples aparecieron en una polvorienta pantallita digital. Barrió con la mano su suciedad. Siguiendo las indicaciones, volvió a apretar el botón a la vez que el acelerador y, al instante, el poderoso motor del vehículo atronó con fuerza, lo que lo hizo vibrar y poner todos los sistemas en marcha.
Con cara de concentración, el albino encendió los potentes faros, puso el cambio de marchas en modo automático y pisó el pedal, aunque no midió bien la intensidad y el vehículo salió disparado a gran velocidad a través de la rampa hacia el montículo de arena que había enfrente. Tuvo que frenar de inmediato para no perder el control.
Adam casi se empotró contra el cristal del parabrisas. Volvió a sentarse en posición correcta y ambos se miraron.
—Créeme, es fácil… —le aseguró Efraím con cara seria.
—Te creo —aseguró el muchacho tras el visor de su máscara. Entonces se apresuró a colocarse el cinturón de seguridad.
Efraím agarró con firmeza el volante y volvió a pisar el pedal, en esta ocasión con más suavidad. Esta vez el vehículo empezó a surcar las dunas de forma estable. A los pocos segundos, Adam miró por el retrovisor. Ya no se veía la plataforma del hangar bajo la luz de las estrellas, y le pareció increíble lo rápido que podían moverse de ese modo. Siguieron avanzando con facilidad por todo el contorno del cráter hasta que alcanzaron el lado norte, una tarea que les llevó, por lo menos, tres horas. Una vez allí, viraron y se alejaron de la zona para perderse entre el polvo en suspensión. Aunque aún no pudieran verlo, a lo lejos, el inmenso y letal desierto helado los esperaba inconmovible.