—¿Qué demonios es eso? —Efraím se sentía extrañamente débil, incluso le costaba respirar. Se detuvo y contempló, con una mano por delante, la extensa lluvia de fuego que caía varios kilómetros a lo lejos, como si fueran miles de pequeños meteoritos pulverizándose en el aire. Justo debajo, podía apreciarse un perfil tan colosal que su tamaño cubría el horizonte entero.
Habían pasado dos días más de viaje desde que se alejaron de la malhadada ciudad de Nottingham. El camino fue silencioso y triste, sobre todo triste. Adam apenas habló en ese intervalo de tiempo, ni siquiera comió, y se movía con apatía; cada paso que daba parecía que iba a ser el último. Algunas veces se detenía para mirar atrás, como si pudiera oír la voz de Caleb llamándolo en la distancia. Luego seguía adelante con la mirada perdida en recuerdos que le ensombrecían el rostro. En los momentos en que paraban a descansar, el muchacho no conseguía dormir, y si lo hacía se despertaba de repente en mitad de la noche, gritando entre delirios el nombre de su hermano, retorciéndose en el suelo, como si el mismo fuego que quemó la ciudad lo estuviera abrasando a él por dentro. Efraím observaba su dolor sin moverse de su lado. No podía hacer nada para que Caleb regresara de entre los muertos, pero al menos estaba allí, cuidando de él o, más bien, evitando que pasara aquel terrible tormento solo.
El calor había aumentado de forma considerable durante el último día, hasta el punto de que el aire dolía en los pulmones. También el paisaje había cambiado para convertirse en un desierto blanco, baldío, con grandes dunas de fina arena que cubrían hasta donde alcanzaba la vista. Desde hacía horas, Efraím no se quitaba la capucha e intentaba ir siempre con la cabeza gacha para protegerse de la inclemencia del sol. Adam se había quitado la ropa de cintura para arriba y la había guardado en la mochila, excepto la camiseta sucia y sudada, que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel.
—Es… —El muchacho hizo esfuerzos por tragar saliva, deshidratado. Era la primera vez que hablaba en dos días—. Es el gran cráter de Yorkshire… Allí estalló la bomba atómica que terminó de destruir Inglaterra. La Novih-Tsar… El mismísimo sol en la Tierra —citó recordando las palabras del señor Belicci—. Fíjate. —Cogió un puñado de arena con la mano y dejó que se escapara entre sus dedos—. Pulverizó toda la materia a su alrededor y abrasó la atmósfera, lo que formó un gran agujero en el cielo. —Devolvió la vista al frente—. Hay un búnker próximo al contorno del cráter, pero si nos acercamos a él de día moriremos quemados.
—¿Cuánto queda para el anochecer? —preguntó el albino. Cada vez respiraba con más dificultad, pero le gustó poder volver a mantener una conversación.
Adam dejó caer sus cosas sobre la arena y se sentó, exhausto.
—No lo sé, Efraím —dijo con los labios cuarteados. Apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre los brazos—. Tal vez dos horas… o tres. Pero si seguimos avanzando el calor irá en aumento.
—Entonces acamparemos. —Sin esperar respuesta, sacó la ropa y la manta de la mochila del muchacho y fabricó un pequeño toldo; clavó el rifle en la arena y sostuvo las otras puntas con pesos del equipaje. Se sentó junto a él, a la sombra—. Nos queda poca agua —avisó—, pero aprovecha el sudor de tu camiseta y póntela a modo de turbante, eso te refrescará la cabeza y evitará que sufras delirios.
—Estoy bien… —contestó Adam, indiferente.
—No, estás muy débil. Y en este lugar la radiación puede matarte. Debes hacerme caso. Tienes que comer e hidratarte.
—No tengo hambre.
—Come de todos modos.
—Te he dicho —su voz sonó tajante, severa— que no tengo hambre.
Efraím soltó el aire de la boca y apartó la mirada de él para observar el desierto. Esperó unos segundos y dijo:
—Una vez vi a un joven que vino a la Guarida y que, sin importar los motivos, fue condenado a morir en la Jaula. —Adam lo miró de reojo—. El joven se parecía a un hombre importante que Frank había conocido en el pasado. Tan sólo se le parecía, ¿entiendes? Pero de la distancia desde la que Frank lo observaba, aquel pequeño detalle perfectamente se le podría haber pasado por alto. —El albino terminó por captar la atención del muchacho—. Frank nunca era testigo de las ejecuciones de Gedeón, tan sólo las disponía. Aquel día tenía cosas importantes que hacer, y desde luego no entraba en sus planes subirse a las alturas del patio interno para contemplar la matanza. Sin embargo, el viajero comerciante con el que debía reunirse al mediodía, y que nunca se retrasaba, no apareció hasta casi al anochecer porque se topó con una tormenta de arena volviendo del asentamiento de Brighton, algo del todo inusual en las rutas al sur de la Guarida… Al ver que no aparecía, Frank, molesto, dijo que le apetecía tomar el aire. Lo acompañé a las plataformas superiores. Tenía sed, así que me pidió que le trajese un poco de agua. Cuando volví con el vaso y se lo di, Gedeón estaba a punto de quitarte la vida, Adam. Pero en ese último momento, todos los acontecimientos que acabo de relatarte se unieron como un engranaje perfecto para que Frank, que no te había visto en la vida, te reconociera y detuviera tu ejecución. ¿Te imaginas hasta qué punto era ínfima esa posibilidad? Entonces me dije que algo así no podía pasar por casualidad. «Ese chico —pensé—, por algún motivo está destinado a vivir». —Dejó transcurrir unos segundos para que Adam reflexionara sobre ello—. Y aún lo sigo pensando… —afirmó—. Puede que tu hermano no fuera la única razón por la que debieras emprender este viaje. El destino ha querido que no mueras a pesar de todas las veces que la muerte te ha rozado de cerca. Cuando te conté mi historia en el interior de aquel autobús, me preguntaste por qué seguía adelante. Y es esa fe en ti lo que me mueve. —Le puso una mano en el hombro—. No te eches a perder ahora, amigo mío.
Adam tenía los ojos vidriosos; se los frotó con la mano y se quedó cabizbajo, pensativo. En silencio, se quitó la camiseta empapada y se la colocó a modo de turbante. Luego extrajo de la mochila una de las últimas latas de comida que les quedaban y la abrió con un chasquido. Poco a poco comió, a desgana, pero lo hizo.
—¿Cuántas veces más lo harás? —preguntó mientras masticaba, sin mirar al albino.
—¿Cuántas veces más haré el qué?
—Mantenerme con vida.
—Las que sean necesarias… —Efraím sonrió levemente.
El muchacho no dijo nada y siguió comiendo hasta terminar el contenido del envase.
Al atardecer, desmontaron el improvisado campamento y continuaron adelante. La temperatura descendió hasta convertirse en un frío tolerable. A medida que se acercaron, pudieron apreciar mejor la vasta inmensidad del cráter de Yorkshire. No se veían sus límites en ninguna de las direcciones donde se mirase; se perdían más allá de la curvatura de la Tierra. Observaron con asombro, cómo el polvo en suspensión se cernía sobre el imponente agujero negro; no había materia en su interior, tan sólo un vacío tan absoluto que parecía amenazar con engullir todo aquello que osase acercársele lo suficiente. Arriba, en la gigantesca porción de cielo que lo cubría, surcaban fugaces relámpagos azules. Parecía imposible, ya que apenas había nubes, pero era como si en aquel lugar la gravedad y las fuerzas medioambientales se hubieran vuelto inestables.
—¿Qué clase de arma fue capaz de provocar esto? —comentó Efraím, impresionado.
—¿Qué clase de personas pudieron ser capaces de crearla…? —Adam redirigió la pregunta.
Un hombre tal vez tardaría una semana en rodear a pie el perímetro entero del cráter. La tierra a su alrededor estaba chamuscada y el olor que desprendía, junto a la escasez de aire, resultaba asfixiante.
—Antes de que amanezca tendremos que haber cruzado al otro lado —advirtió Adam—. Durante el día, el viento solar penetra libre por la atmósfera y el aire entra en combustión. La zona entera se convierte en un horno.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó el albino, sin demasiada fe—. No podemos cruzar en línea recta y rodearlo a pie nos llevará demasiado tiempo…
—No iremos a pie —contestó sin más, dejando a Efraím con la palabra en la boca—. Busquemos ese búnker. —Y diciendo esto siguió andando.
Tras una hora avanzando en la dirección correcta, les fue fácil distinguir la entrada acorazada que se alzaba entre la nada, a cerca de setecientos metros del contorno del cráter. Había un manto de cadáveres calcinados a su alrededor; viajeros que, desesperados, debieron de intentar acceder en vano al interior momentos antes a la salida del sol. La mayoría no era más que fósiles con posturas antinaturales que se habían disecado bajo las altas temperaturas diurnas. Algunos huesos se pulverizaron cuando, sin querer, los pisaron con las botas.
A esas alturas, Adam ya no pensaba en que su padre pudiera ser uno de ellos. Sencillamente, no podría saberlo nunca.
Se detuvieron frente a la doble compuerta de la entrada. El material con el que había sido construida era ignífugo, una mezcla de acero y amianto, y había resistido bien el paso del tiempo. Su estructura no era horizontal ni vertical, sino inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto al suelo. La arena la cubría hasta la mitad, aunque era lo suficientemente grande como para seguir sobresaliendo por encima de la superficie. Adam barrió con la mano la arena de la tapa del panel de acceso, tiró con fuerza para abrirla y descubrió un lector magnético y un cuadro con el dibujo de nueve pequeñas esferas colocadas en tres columnas paralelas.
—Es un patrón de desbloqueo —anunció el muchacho. Se arrodilló y extrajo de su mochila una de las tarjetas magnéticas que había recogido tiempo atrás en su antiguo apartamento. La pasó por el lector e inmediatamente el dibujo de las nueve esferas empezó a parpadear en azul. Estudió en el diario, bajo la luz de la linterna, los esbozos con el recorrido por el que se debía deslizar el dedo: una especie de cruz que se empezaba presionando la esfera de arriba a la derecha y se terminaba con la de arriba a la izquierda, justo después, debía enlazarse con la figura de un rectángulo vertical en el hemisferio izquierdo del cuadro—. Probemos —murmuró—. Tras un intento fallido que culminó con una breve alarma roja pitando en el panel, volvió a pasar la tarjeta por la banda magnética y, concentrado, deslizó el dedo por el recorrido correcto. Las esferas cambiaron a verde y un milagroso crujido metálico resonó en el interior.
—¿Así de fácil? —se asombró el albino.
Adam cerró la tapa y se puso en pie junto a él.
—Para ellos no lo fue. —Señaló con la vista los restos humanos de alrededor.
Al cabo de un instante la doble compuerta empezó a abrirse hacia abajo. Una intensa luz se encendió de golpe desde algún punto de unas largas escaleras que descendían; su resplandor amarillo pasó a través de sus cuerpos y se prolongó hasta el firmamento como un grito cegador. Efraím tuvo que levantar una mano por delante y apartar la cara.
—Este búnker fue construido después de que estallara la Novih-Tsar, no sé con qué fin —explicó Adam—. En el diario hay alguna información sobre él. Aunque ignoro qué es exactamente lo que nos vamos a encontrar ahí abajo.
Echó un vistazo rápido a la escalera antes de que empezaran a bajar. Sus siluetas se movieron a contraluz a medida que se adentraron en las profundidades de aquel extraño lugar. No andaban muy lejos cuando, de pronto, las puertas se movieron solas para volver a sellarse, como si fueran las fauces de un gran monstruo subterráneo que acabara de engullirlos. Se volvieron como un resorte por lo inesperado de aquello. Desde abajo, les llegó el ruido mecánico de algunos motores poniéndose en marcha. Efraím volvió sobre sus pasos e inspeccionó el costado interno de la compuerta, pero no había ningún mecanismo alrededor que le permitiera volver a abrirla.
—Genial… Ahora estamos encerrados. —Palpó el acero—. ¿Qué clase de búnker no se puede abrir desde dentro? —gruñó.
—Todo aquí abajo funciona mediante estrictos sistemas de seguridad… —repuso Adam—. Hay otro modo de salir más adelante. Sigamos.
Efraím regresó, desconfiado, junto a él. Los pasos de ambos se volvieron precavidos. La escalera descendía en espiral, rodeando una pared de roca y cemento. Estaba dividida en segmentos, separados cada tantos metros por pesadas puertas de metal que se desbloqueaban girando unos mecanismos de relojería. Cada vez que se topaban con una, la abrían con sumo cuidado y observaban unos instantes antes de seguir bajando. Cuando llegaron al nivel del refugio, a setenta metros de profundidad, tras atravesar la última puerta, se toparon de frente con el cruce de un amplio pasillo de hierro y hormigón. Al poner un pie en él, los sensores saltaron y todas las luces de los muros y el techo se fueron encendiendo a lo largo de un recorrido que se combaba hacia adentro, como si el pasadizo terminara formando un círculo cerrado. La luz fue descubriendo unas paredes pulidas, esterilizadas, sin manchas ni suciedad. Justo después, en el techo también se encendieron varios aparatos purificadores de aire que emitieron un sonido industrial y ensordecedor. Efraím y Adam reaccionaban a cada ruido mirando en la dirección de donde provenía. Para ellos, todo aquello era como viajar mil años al futuro o, tal vez, un par de décadas al pasado.
—Inspeccionemos este sitio —sugirió el muchacho, inquieto—. Tú ve por la derecha, yo miraré por este lado.
—¿Qué buscamos? —preguntó el albino.
—No estoy seguro. Algún tipo de transporte… En cuanto lo veamos lo sabremos —contestó.
Se separaron. Adam no tardó en comprobar que el búnker no era muy grande. En efecto, estaba formado por un pasillo circular, con algunas puertas cerradas a cal y canto en la pared exterior, que rodeaba lo que, al parecer, era una gran sala central. A medio recorrido, encontró una gruesa cristalera empotrada en el hormigón que dejaba ver lo que había dentro. Apoyó la frente en el cristal. Asombrado, contempló un amplio dispositivo de paneles electrónicos que emitían multitud de luces, algunas parpadeantes, otras estáticas. Estaban colocados en torno a una cúpula aislante y transparente situada en el centro, de varios metros de altura. En el interior de ésta había una impresionante esfera púrpura del tamaño de una habitación pequeña que se mantenía ingrávida y se mecía de manera casi imperceptible en aquel espacio vacío. De vez en cuando emitía chispas moradas, silenciosas, que rozaban las paredes de la cúpula, como si fueran finísimas lenguas eléctricas.
Adam, perplejo, se quedó un buen rato observando, con las manos apoyadas en el cristal. Cerca de allí se encontraba una puerta blindada que comunicaba con una modesta dependencia de esterilización antes de acceder a la sala. Caminó hasta la puerta. Había una inscripción, junto al símbolo universal de peligro de radiación, que ponía lo siguiente:
ESPACIO NO APTO PARA ENTIDADES BIOLÓGICAS. NIVEL 7 DE SEGURIDAD NUCLEAR. 400MSV. QUEDA PROHIBIDA LA ENTRADA A TODO PERSONAL NO AUTORIZADO. QUEDA EXPRESAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA SIN EL USO DEL TRAJE DE NANOPOLÍMEROS.
Ni se le pasó por la cabeza intentar abrirla. Oyó a Efraím cerca de allí y esperó hasta que terminara de dar la vuelta al búnker y volviera junto a él.
—He encontrado habitaciones acondicionadas para el uso humano —informó el albino—. Parecen sacadas de las fotografías de los años setenta. Pero es muy raro, las camas están perfectamente hechas y no hay nada en las estanterías ni en los muebles. Nada se ha usado todavía. Incluso la despensa está vacía. —Inspeccionó con la vista el techo y las paredes—. Es como si nadie hubiese vivido nunca aquí abajo. También hay una puerta que da a un pasillo largo, pero no he comprobado hasta dónde conduce.
Adam seguía algo desconcertado y no prestó demasiada atención a sus palabras.
—Ven —le dijo entonces—. ¿Qué crees que es esto? —Le pidió con un gesto que mirara a través de la cristalera que comunicaba con la sala central.
Efraím dio unos pasos lentos para acercarse. Las chispas moradas y la luz de la propia esfera en suspensión se reflejaron sobre su piel blanca.
Al cabo de un rato, murmuró:
—Es lo que dijiste: el mismísimo sol en la Tierra. —Era difícil no sentirse atraído por el impactante brillo del artefacto—. Por eso aún hay electricidad en este sitio. Y la seguirá habiendo…
—¿Podría ser la Novih-Tsar? —preguntó el muchacho, con cierta preocupación—. ¿Como la que estalló aquí hace años?
—Es muy probable —contestó—. Parece que se encuentra estable, pero si se apagaran los generadores y esta cosa cayera y entrara en contacto con la materia, incluso con el aire… bueno, sería mejor encontrarse muy lejos de aquí.
Adam volvió de nuevo la vista a la esfera.
—¿Se puede hacer algo para desactivarla?
—En absoluto —respondió Efraím en el acto, sin apartar la mirada—. Esto no es un juguete con el que se pueda experimentar hasta encontrar el botón de apagado. La dejaremos tal como está, tal como la dejaron los antiguos que la instalaron aquí una vez… hasta que un buen día, con suerte dentro de veinte años, algo fallará en la autonomía de este lugar y los supervivientes que queden en el Yermo, por muy lejos que estén, verán un nuevo y potente destello luminoso en el horizonte, segundos antes de morir arrasados por una onda expansiva tan alta como el cielo.
Adam, impresionado a la par que angustiado, se sintió de repente tan incómodo, tan falto de aire y de luz exterior, que por un momento se le pasó por la mente la idea de volver de inmediato a la superficie.
—Si no se puede hacer nada, entonces no perdamos el tiempo —concluyó—. ¿Dices que has encontrado un pasadizo?
Efraím asintió sin moverse de su sitio.
—Llévame hasta él, por favor.
—Es perfecta, ¿no crees? —Le costaba separarse de aquella visión.
—Efraím —insistió—, llévame hasta ese pasillo.
—Claro… —Tuvo que parpadear para volver a la realidad—. Por aquí.
Más o menos en el lado opuesto de donde se encontraban, abrieron una de las puertas y un conducto oscuro y largo, con el suelo de rejilla y lucecillas rojas de emergencia en el techo, se abrió ante ellos. Cruzaron su recorrido de más de quinientos metros hasta llegar a un espacio cuadrado con un ascensor blindado en el centro y unas escaleras al fondo de doble dirección. Adam se detuvo un segundo para masajearse las piernas; los músculos le ardían. Comprobó el ascensor. Requería una llave que no tenían. Chasqueó la lengua contra el paladar. Luego miró por el hueco de la escalera hacia arriba; había un largo recorrido.
—Joder… —masculló con voz cansada. Se agarró a la barandilla y empezó a subir por los peldaños.
El muchacho sudaba cuando llegaron al final de la escalera, donde los esperaba una nueva estancia pequeña con una única puerta de estética similar a las anteriores. Al abrirla, la oscuridad más absoluta se materializó al otro lado. Adam fue a encender de nuevo su linterna, pero la batería empezó a fallar. Le dio varios toques con la mano, hasta que su luz parpadeó y se apagó definitivamente.
Mientras, Efraím, que pareció distinguir algo en el interior, se adelantó y se perdió tras el umbral.
—No me lo puedo creer… —se oyó su voz desde la oscuridad.
—¿Qué ves? —Adam, que no conseguía que la linterna funcionase, colocó su mochila en el suelo y buscó dentro la única batería de recambio que le quedaba.
Justo cuando terminó de colocarla y la linterna volvió a encenderse, las luces tras la puerta también lo hicieron.
Adam, pasmado, se puso en pie.
—Es un hangar —mencionó Efraím desde una de las esquinas, con la mano aún puesta sobre el interruptor eléctrico.
La cámara no era muy grande, la mitad de su extensión la ocupaba una plataforma elevadora que, desde cada una de sus cuatro esquinas, la alzaba hasta la superficie un grueso brazo de metal, a través de, por lo menos, veinte metros de pared de roca. Había arena por el suelo. A un lado, varios paneles con indicadores y aparatos de comunicación se mantenían apagados. El esqueleto momificado de una persona se sentaba frente a ellos, inmóvil. Cerca de allí, colgado en una vitrina sin cristal, reposaba un completo y polvoriento traje antirradiación. No fue todo aquello lo que los dejó impresionados. En el centro del hangar, dos bestias metálicas con una pesada antena en el techo y cuatro enormes ruedas cada una, aguardaban sobre la plataforma dispuestas en paralelo.
Efraím se acercó a uno de los vehículos y deslizó la mano por su chasis de color verde militar.
—¿Son coches? —preguntó Adam. Se asemejaban, aunque no había visto ninguno en buen estado desde que era pequeño, por lo que no se acordaba muy bien de cómo solían ser.
—Más que eso —repuso el albino, que entre los profundos muros de aquel búnker parecía haber descubierto todo un mundo—. Estas máquinas son RG31. —Abrió una de sus puertas y echó un vistazo rápido a su interior reforzado y al cuadro de mandos—, de la clase Nyala. —Volvió a cerrarla, maravillado—. Es un cuatro por cuatro de acero soldado. —Fue hasta la parte delantera del vehículo—. Fíjate en su monocasco en forma de V y en su alta suspensión —señaló—. Este vehículo fue diseñado para resistir impactos de minas y objetos explosivos improvisados. Puede circular por todo tipo de terreno: arena, roca, e incluso hielo.
—Entonces esto es lo que nos sacará de aquí —resumió el muchacho—. ¿Puedes manejarlo?
—Por supuesto. Tú también podrías —le aseguró el albino—. Conduje algunos cuando me alisté en el ejército; en realidad son más fáciles de maniobrar de lo que parece.
—Bien… —Adam fue hasta el puesto de control de la sala y, con el diario en mano, empezó a buscar entre el mar de botones e indicadores.
—¿Qué haces? —le preguntó Efraím yendo en su dirección.
—Tenemos que abrir este hangar —dijo, sin dejar de estudiar los paneles—. Mi padre definía esas cosas con el mismo nombre que tú, aunque no especificaba qué eran exactamente. Él los utilizó en alguna ocasión para cruzar hasta el desierto helado, al norte del país. En apenas unas horas podríamos estar en la frontera. —Lo miró, como si aquella simple idea le devolviera la voluntad y las fuerzas que había perdido durante los últimos días—. Escocia…
Por un momento, el albino no pareció muy convencido.
—Si ascendemos por la plataforma hasta la superficie, ¿quién la cerrará luego? El calor del día haría volar por los aires este lugar y todo lo que en él se encuentra —puso especial énfasis al decir esto último.
—No. —Adam negó con la cabeza—. El hangar dispone de un sistema de cierre automático. No puede abrirse cuando los sensores detectan más de diecisiete grados en el exterior, y vuelve a cerrarse él solo cuando el amanecer alcanza la misma temperatura. Aquí está. —Encontró lo que buscaba: los dos interruptores de encendido del panel. Eran sorprendentemente discretos. Chasqueó sus levas y todo el dispositivo electrónico cobró vida. La mayoría de los indicadores fueron encendiéndose de forma paulatina junto al marcador rojo de un reloj digital. Adam dio un instintivo paso atrás, sorprendido—. Necesito un rato, no mucho, para leer y averiguar cómo funciona todo esto. —Miró a Efraím. Sin querer, alzó la vista y se fijó por primera vez en el esqueleto de la silla. Conservaba todos los dedos de ambas manos. No era su padre, se dijo. En uno de sus últimos regresos a casa, éste volvió con el dedo meñique derecho amputado—. Todo saldrá bien —añadió—. Mi padre era ingeniero de estructuras subterráneas, conocía bien esta clase de lugares. Él estuvo aquí antes que nosotros. Dudo que se equivocara en esto.
—¿Y si por una vez fuera así? —objetó Efraím—. ¿Y si se hubiera equivocado?
—Entonces, minutos después del alba veríamos ese destello que comentabas despuntando en el horizonte —afirmó con seriedad—. Pero eso no va a ocurrir.
El albino contrajo el gesto.
—¿Acaso te has parado a pensar en las consecuencias devastadoras que podrían desencadenarse si esto falla? ¿Estarías dispuesto a cargar con esa inmensa responsabilidad?
Adam apretó la mandíbula y respiró hondo.
—Yo no coloqué esa bomba nuclear aquí. Yo no aniquilé a la humanidad ni tampoco descubrí el maldito átomo. Pero si logramos llegar hasta Albión, dedicaré mi vida a ayudar a las buenas personas que siguen ahí fuera; a cambiar el mundo. Es lo que hubiesen querido mi hermano y mi padre… y es lo único que me queda ahora. Pero eso requiere un acto de fe. Esta plataforma se cerrará con los primeros rayos de sol. Yo confío en este diario. —Lo sostuvo en alto—. ¿Confías tú en mí?
Ambos intercambiaron una mirada tensa que duró lo justo para que ninguno de los dos la apartara.
—No confiaría en nadie más… —dijo Efraím—. Está bien. —Asintió con un gesto de cabeza—. Hagámoslo.