El humo apenas les permitía respirar.
Efraím y Adam llegaron al alba y caminaron entre la zona industrial quemada como fantasmas sin rumbo. Aún había fuegos menores repartidos aquí y allá, tantos como cuerpos calcinados y retorcidos, tumbados de cualquier forma, entre las ruinas de las fábricas. El muchacho tosía, con los ojos vidriosos, mientras se tapaba con el cubrebocas.
—¡Caleb! —gritó el nombre de su hermano repetidas veces, desquiciado, pero sólo le contestó el crepitar de los cimientos de algunas construcciones que iban derrumbándose poco a poco. En esos momentos el fuego se había extendido hasta la desértica ciudad, al oeste de sus factorías, y el aire acarreaba el calor de los nuevos incendios. Desde allí, lo único visible era el incompleto castillo de Nottingham, levantado sobre un promontorio. El humo, presente en todas partes, volvía trémulos sus muros.
Por increíble que pudiera parecer, no quedaba ni un alma allí. Era como si una brutal catástrofe natural hubiese aniquilado a toda la gente de la noche a la mañana, con una rapidez fulminante.
Adam anduvo, sin poder dejar de toser, hasta detenerse frente a una gran fábrica abrasada. Seguramente se tratara del núcleo del asentamiento. La parte superior de la chimenea había caído haciéndose añicos sobre la calle. Por lo menos se veían tres decenas de cadáveres a su alrededor o atrapados entre los cascotes. Se desesperó al comprobar que también había cuerpos quemados e irreconocibles de tamaño menor al de un adulto. Algunos todavía ardían.
El muchacho no aguantó más; clavó una rodilla y una mano en el suelo y se sentó, casi cayéndose de lado.
—Pero ¿qué ha pasado aquí…? —No lo entendía. La piel de la cara hacía rato que se le había llenado de hollín y de ceniza—. ¿Quién… quién ha hecho esto?
Efraím también miraba alrededor, atónito. Las estructuras calcinadas de las naves y las fábricas estaban cediendo. Los hechos eran tan recientes que la mayoría de las construcciones aún no habían terminado de derrumbarse.
Aunque pronto lo harían…
—Adam, tenemos que salir de aquí. —Fue a cogerlo del brazo, pero éste se zafó.
—¡No me toques! —chilló, sin apartar la vista de los cuerpos. En aquel momento, se llevó las manos a la cara y al pelo—. No me toques, joder… —balbuceó, roto. Se balanceaba levemente debido al shock.
Efraím se agachó a su lado y no dudó en abrazarlo.
—Vete… —masculló el muchacho, sin fuerzas—. Márchate de aquí y déjame.
—No, no puedo hacer eso —repuso el albino, paciente.
—¿Por qué no, eh? —profirió Adam entre sollozos—. Quiero morir de una vez. ¿Por qué no me dejas morir? Maldito seas.
Efraím lo abrazó con más fuerza.
—Porque eres mi amigo —contestó—. Y si te quedas aquí, yo me quedaré para morir a tu lado.
Adam se rindió; presionó la cabeza contra el pecho del albino y lo agarró con fuerza de la túnica. Cobijado entre sus brazos rompió a llorar de nuevo. Gritó por la impotencia, por el cansancio, por el dolor de la pérdida y por la dureza de un viaje que desde hacía ya mucho tiempo había puesto al límite sus capacidades y su cordura… Efraím aguardó mientras los cimientos de las fábricas a su alrededor se iban derruyendo con estruendo. Cada impacto hacía vibrar con violencia el suelo.
—Mi hermano ha muerto, Efraím… —dijo Adam lleno de angustia, masticando el horror de sus propias palabras—. Mi hermano ha muerto.
—Entonces haz que no haya sido en vano —contestó tras unos segundos con voz calmada.
La situación empezaba a volverse crítica. Las vigas de la fábrica de enfrente se quejaban y amenazaban con romperse y caer sobre ellos como una apabullante ola de metal. Efraím probó a tirar de él una vez más, y, en esta ocasión, Adam se levantó y se dejó llevar, sin ánimo, sin ninguna expresión en el rostro, con la voluntad muerta.
El albino lo condujo en silencio entre las ruinas del polígono industrial hasta las afueras de la ciudad. El camino no resultó más esperanzador; por todas partes había escombros, cuerpos carbonizados y nubes químicas que transportaban un intenso hedor a azufre y a fuego. Adam miraba a un lado y a otro, desconsolado. Habría sido inútil dedicarse a buscar por la zona; allí ya no quedaba nada. Era difícil imaginar que alguien hubiese podido sobrevivir a aquel desastre. Una vez abandonaron aquel lugar, Efraím dejó que se sentara en los descampados del norte, donde el aire era más respirable. El muchacho contempló con ojos enrojecidos cómo Nottingham terminaba de hacerse añicos, y, sin que su mente fuera capaz de hacer otra cosa, no apartó la vista durante horas, hasta que ahí delante sólo quedaron cenizas negras.
Efraím, sentado a su lado, no le dijo nada en todo el tiempo. Fue él quien habló cuando la tarde acababa de empezar:
—Las razones por las que he luchado, por las que he sufrido tanto en este viaje, se han desvanecido como el humo de esos fuegos —pronunció sin emoción alguna en el rostro.
—No todas… —repuso el albino.
—Seguiremos adelante —continuó diciendo Adam con voz fría—. A partir de ahora, la búsqueda de mi hermano ha terminado para mí. No me importa hasta dónde llegue, no me importa qué podamos encontrar más adelante, ni siquiera me importa por qué han ocurrido estos incendios. Sólo sé que no volveré a verlo. Si vas a seguirme, debes saber que ya no hay nada que me mueva excepto la indiferencia de morir aquí, dentro de cien pasos o de cien kilómetros. Ya no soy nadie… Estoy vacío. Y, en cierto modo, viajarás solo.
Efraím esperó unos instantes, se levantó y observó la vastedad de las tierras que se extendían hacia el norte. Luego le ofreció la mano.
—Aun así, te seguiré —afirmó—. Compartiremos el mismo destino. Así es como debe ser.
Adam apartó por primera vez la vista de Nottingham para mirarlo. Sus ojos estaban terriblemente irritados por las lágrimas y el humo. Aceptó su ayuda para ponerse en pie. Notó debilidad en las piernas. Juntos echaron a andar y fueron alejándose en silencio. El muchacho miró atrás algunas veces, en cierto modo para despedirse; y es que una parte vital de su ser se quedó en aquella ciudad, enterrada bajo sus ruinas abrasadas, y ya jamás regresaría.