56

Al igual que tú, yo también me quedé huérfano —empezó explicando Efraím—. Me crié junto a mi hermano mayor, Eric, en un orfanato de la isla de Jersey, entre Inglaterra y Francia. Podría decir que no fue una infancia fácil, aunque… —miró un breve instante los restos del autobús— es evidente que todo es relativo. El calor de una familia, el afecto de unos padres… Eso es algo que yo jamás experimenté. Pero lo tenía a él, a mi hermano. Me protegió de la crueldad de los chicos más mayores. Incluso le rompió la nariz a un celador cuando se dispuso a pegarme con su cinturón. De no ser por él, aquel lugar hubiese sido un infierno peor de lo que fue.

»Pasamos años entre aquellos muros fríos. A todas horas se oían gritos y lloros en la oscuridad de los pasillos, por las habitaciones, en las aulas vacías… Francamente, hay partes de mi infancia que no recuerdo. Dicen que es a causa de los sucesos traumáticos; la mente tiende a borrarlos. En cambio sí recuerdo cuando cerraron el orfanato después de que la policía hallara los restos de cinco niños sepultados bajo las baldosas de la lavandería. No miento si digo que fue algo que agradecí —manifestó con firmeza—. Después de aquello, vivimos un tiempo con una familia que nos acogió, buenas personas, hasta que Eric se hizo mayor de edad y pudo trabajar. Convenció a las autoridades del condado para que lo dejaran hacerse cargo de mí. Fue mi ángel. Igual que tú para Caleb. De algún modo me recuerdas a él. Te cuento esto porque quiero que sepas hasta qué punto te entiendo.

Adam no dijo nada. Lo miraba tumbado entre los dos asientos que formaban su jergón con un destello de empatía en los ojos.

—Eric y yo tomamos un ferry hacia el norte de Inglaterra y nos instalamos en un piso tan pequeño como este autobús. Allí empezamos de cero. Intenté ganarme la vida en varios trabajos con sueldos mínimos y horarios inacabables. Pero mi carácter siempre ha sido complicado y… bueno, digamos que no acabé muy bien en ninguno de ellos. —Cogió una pequeña piedra que había en el suelo, junto a él, y jugó con ella entre los dedos—. Debía de ser más joven que tú cuando al fin decidí alistarme en el ejército, cinco meses antes de que estallara la Guerra.

—¿Fuiste militar? —se asombró el muchacho.

—Al menos durante un tiempo, sí. Mi hermano intentó por todos los medios convencerme de que no lo hiciera. «Hay otros caminos», me dijo. Lo veías en las noticias, en los periódicos, en los cazas que sobrevolaban los cielos y en los rostros de la gente que te cruzabas por la calle. Las tensiones globales crecían y el mundo se preparaba para entrar en el mayor conflicto bélico de la historia, aunque no todos creyeron que llegara a darse el caso. ¿Por qué yo sí lo creí y decidí marcharme? —Respiró hondo y siguió hablando—. Era joven, temeroso, y deseaba encontrar un sentido a mi vida. Así que una madrugada de julio del 2013, una de las más calurosas que recuerdo, partí para alistarme. Ésa fue la última vez que vi a Eric.

Efraím permaneció un rato pensativo, como abstraído, con la vista perdida en algún punto del chasis del autobús, imaginando, como tantas otras veces, qué habría pasado si no se hubiera ido.

—¿Qué hizo él? —preguntó Adam, al ver que tardaba en proseguir.

—Perdona… —se disculpó, saliendo de su ensimismamiento—. Mi hermano se quedó en York, observando con lágrimas en los ojos cómo me iba. Me dijo que me habría seguido hasta el fin del mundo si fuera necesario, pero que en esa ocasión no lo era. «No tienes por qué ir», fueron sus últimas palabras. No le hice caso, incluso diría que fui algo brusco con él, y con sólo una pequeña mochila en la espalda me dirigí hacia Londres… Es increíble lo poco que se tardaba entonces —sonrió—. Cuando me uní al ejército territorial, las marcas en mis pruebas, los resultados de mis análisis, llegaron hasta alguien de arriba y en seguida me ofrecieron la posibilidad de formar parte de una nueva unidad de élite llamada Skippers, creada no para luchar en operaciones ofensivas, sino para defender a las personas y garantizar su supervivencia en un entorno hostil como el que se avecinaba.

»Cuando la Guerra del Olvido finalmente estalló, apenas llevaba cuatro meses de entrenamiento. Dudo que por aquel entonces estuviera preparado. Pero eso no importaba. Necesitaban soldados, guardianes… y eso fue lo que obtuvieron. Montaron pelotones de veinte hombres que repartieron por todo Londres y el sur de Inglaterra. Mientras el grueso del ejército se encontraba combatiendo, repartido por todo el territorio internacional, los Skippers fuimos los encargados de salvaguardar el orden y de conducir a los civiles hasta los refugios bajo tierra; a las cuevas más profundas y a los túneles de metro de las principales ciudades. Allí nos guareceríamos de la Guerra y aseguraríamos la supervivencia humana. Como es evidente, mi primer destino fue el último: la costa de Bristol. Podría haberme tocado cualquier otro, pero el azar quiso que fuera ése, en concreto, entre tantos que hubo… Las cavernas de Cheddar Gorge se encontraban muy cerca, eran de las más profundas del país, así que las abastecimos y nos encaminamos hacia allí cuando los cielos empezaron a volverse rojos. Bajo tierra oímos las bombas caer y cómo el mundo se quemaba. A las pocas semanas, unos cuantos salimos con trajes aislantes a la superficie. No quedaba ni un alma, ni humana ni de la propia naturaleza. El planeta entero era un manto estéril de ceniza, calor y polvo de roca en suspensión.

»Nuestras últimas órdenes fueron que debíamos esperar un año encerrados en la oscuridad… Se dice como si fuera poco tiempo, pero sabes tan bien como yo que no lo es. —Adam hizo un gesto de asentimiento—. Cada día que pasé en aquella cueva pensé en mi hermano, me hice las mismas preguntas una y otra vez: ¿Seguirá vivo? ¿Las bombas habrán arrasado también el norte del país? —Lanzó por el hueco de una ventana la piedrecita que sostenía entre las manos—. ¿Cómo saberlo…? No nos llegaban noticias del exterior. La gente no sólo empezó a perder la noción del tiempo, en muchos casos también el juicio. Llegó un momento en que ya no hacíamos distinciones entre los militares y los civiles, porque todos ansiábamos lo mismo, teníamos un deseo en común: volver a la superficie… Pero eso estaba lejos de ocurrir —dijo con pesadumbre—. Un buen día alguien abrió la entrada de la cueva desde fuera. Creímos que la cuarentena habría terminado, pero no fue el propio gobierno quien apareció ante nuestros ojos para determinar que ya podíamos salir, sino unos hombres vestidos con trajes NBQ que llevaban toda clase de equipo médico y biogenético. Dijeron que eran de la Iniciativa Aurora, perteneciente también al ejército, un concepto que hacía meses que creíamos muerto. Según ellos, nuestro refugio, junto con una estación subterránea de Londres y la cárcel de máxima seguridad de Woodhill, era uno de los puntos escogidos para dar inicio al proyecto.

—Entonces, ¿era cierto? ¿Los militares encontraron una solución a la radiación? —Adam se medio incorporó sobre su lecho improvisado.

—Técnicamente sí —respondió el albino—. Nos utilizaron y nos dejamos utilizar… Probaron con nosotros un suero experimental que tenía la facultad de modificar el ADN humano a nivel molecular para adaptarlo a las variantes del entorno. En este caso, a la radiación del exterior. En teoría, una vez inoculado el suero Aurora, la gente podría volver a la superficie con un ochenta y tres por ciento de posibilidades de tolerar con éxito las peculiaridades de la nueva atmósfera, la lluvia y los vientos radiactivos… Podrían salir al exterior y respirar profundamente sin el temor de morir de cáncer o de anemia a las pocas semanas. En definitiva, el siguiente paso evolutivo del ser humano, sólo que no natural.

—Pero mucha gente sobrevivimos pasado el año de cuarentena —alegó Adam—, y no nos dieron ningún suero.

—Sí, pero ¿a qué precio? ¿Cuántas personas conoces que no hayan muerto asesinadas o por la radiación pasado un tiempo?

—Dios mío… —Adam pareció caer en la cuenta de algo—. Entonces, los Nocturnos…

Efraím no contestó todavía a su pregunta.

—Mira esto. —Sacó de un bolsillo interior de su túnica una especie de inhalador pequeño de color negro. Se lo mostró de lejos. El muchacho ya se lo había visto en alguna otra ocasión.

—¿Eso es… el suero Aurora? —Lo miró intrigado.

—La mitad —respondió Efraím—. Dijeron que una sola dosis nos salvaría la vida en el caso de exponernos a niveles elevados de radioisótopos. Dos nos adaptarían por completo al medio hostil. Uno a uno fueron administrándonos la dosis inicial. —Quitó el tapón inferior del inhalador para descubrir una fina aguja—. Se administra por dos vías; la primera: el suero, intravenosa. Después, en menos de un minuto, se tiene que inhalar aquí. —Tocó la boquilla que había en el extremo opuesto—. Es un estabilizador de biomoléculas como los holoproteidos y la hemoglobina. —Volvió a tapar la aguja—. Si se deja pasar más tiempo, la reacción es imprevisible.

»Nos lo administraron correctamente, aunque todos caímos enfermos. Padecimos fiebres, vómitos…, incluso unos pocos no lo soportaron y murieron a los dos días. Pero pasado un tiempo, los que sobrevivimos, la mayoría, nos alzamos con una fortaleza y una energía que no habíamos experimentado en la vida. Estábamos cambiando, nuestro cuerpo se hacía más fuerte, más resistente, y nuestra regeneración celular más rápida. Curó las enfermedades de algunas personas y hasta empezamos a ver mejor en la oscuridad. Este suero… —dijo mientras lo guardaba de nuevo en su túnica— era el milagro que esperábamos.

—¿Cómo es que aún tienes uno en tu poder? —Adam estaba asombrado—. ¿Todavía contiene algo?

—Así es… —admitió—. Todos esperaban con afán la última parte del tratamiento. Creyeron que aún los haría sentir mejor, que, tal como nos prometieron, podrían salir a la superficie sin miedo, inmunes. Nos repartieron la segunda dosis al cabo de un mes de la primera. Era exactamente la misma. Recuerdo los rostros de la gente; fue la última vez que los vi sonreír. No esperaron para inyectársela ellos mismos. Yo, sin embargo, la guardé. Introduje agua en uno de los recipientes vacíos de la vez anterior e hice ver que me la tomaba, pero no fue así.

—¿Por qué?

—Porque quise conservarla para mi hermano. Tal vez fuéramos los únicos, junto con los otros dos refugios, a los que se les otorgaría ese privilegio. Me juré que iría en su búsqueda y se la daría. Sólo la mitad del tratamiento ya había salvado vidas. Tal vez no llegásemos a alcanzar un nivel óptimo de inmunidad sin las dos dosis, pero me conformaba con eso si él podía sobrevivir a mi lado.

—¿Y cuánto tiempo pasó hasta que pudisteis volver a la superficie?

El tono de Efraím se volvió más serio.

—No volvimos —contestó—. El suero funcionaba como un virus, necesitaba un período de incubación. Dijeron que esperáramos un mes más antes de salir, así que se marcharon con sus trajes y sus equipos médicos. Y, sin que nadie sospechara nada, una vez fuera sellaron la entrada de la cueva.

—¿Os encerraron dentro? —Adam puso cara de incredulidad. En su rostro no se movía ni un músculo.

—Por supuesto. Al fin y al cabo, la Iniciativa Aurora no dejaba de ser un experimento. Y como todo experimento, tenía sus riesgos. Debes entender que la Guerra no sólo fue nuclear; hubo muchos intereses en que fuera también biológica, sólo que la humanidad no duró tanto para verlo.

»A las personas de los otros refugios elegidos les hicieron lo mismo; las encerraron, las estudiaron, y más tarde contemplaron, llevándose las manos a la cabeza, el horror que habían creado. Tuvieron la sangre fría de sellar todos los accesos, desentenderse del asunto y creer que jamás saldría a la luz lo ocurrido. Se equivocaron, Adam. Una sola dosis era más que suficiente. Dos resultó ser demasiado, y las consecuencias para el cuerpo humano fueron desastrosas. Tal cantidad de suero no sólo modificó el ADN de las personas para adaptarlo a la radiación residual, también lo adaptó a la oscuridad, al hambre, al aislamiento… La gente empezó a cambiar. Yo sólo perdí la melanina de la piel, pero a mi alrededor empecé a ver cosas: los rostros de las personas cada vez parecían menos humanos. Andaban a gatas, incluso trepaban por las paredes. Hubo canibalismo por los rincones más recónditos de la caverna. Y pronto perdieron incluso la capacidad de hablar, de razonar. Imagínate el miedo y el desconcierto al ver cómo la gente en torno a mí iba enloqueciendo poco a poco, degenerando hasta únicamente conservar los instintos más primarios. Yo tenía su misma sangre, pero no era igual que ellos, y no lo soportaban… Necesitaba escapar de allí. Sabía que había un paso inundado en una zona profunda de la cueva. Jamás me hubiese atrevido a cruzarlo en mi condición humana. Pero ya no era del todo humano. El momento de desesperación simplemente llegó. Fueron a por mí, así que corrí hasta el paso, me sumergí y empecé a bucear. No sé cuánto tiempo estuve bajo el agua, pero podía distinguir formas en la oscuridad y logré llegar hasta el mar antes de ahogarme.

»Desorientado, anduve por la costa, medio desnudo, con la segunda dosis del suero en mi mano. Durante un tiempo sufrí pérdidas de memoria. A veces no recordaba quién era, ni de dónde venía, ni para qué servía el inhalador que llevaba siempre conmigo, sólo que debía guardarlo. Robé, maté y me alimenté de algunos supervivientes que se cruzaron en mi camino, como si fuera un animal. Me resultó fácil hacerlo. Vagué entre la miseria humana, me arrastré por cloacas y playas de arenas negras, hasta que un día Frank me encontró. —Enmudeció un segundo—. Pude haberlo matado, pero no lo hice. Me convenció para que lo acompañara, y más adelante me ayudó a recobrar por completo la memoria. Cuando le conté lo ocurrido dijo que iba a ocuparse de mí, que me ayudaría a encontrar a mi hermano y que, a cambio, sólo me pedía lealtad. Una lealtad que duró años. La última vez que quise irme de su lado me aseguró que sabía dónde estaba Eric, que le habían llegado noticias de que se encontraba sano y salvo en Albión, y que pronto hallaría la forma de hacerme llegar hasta allí. Pero ahora sé que era mentira. Todo lo que salía de su boca era puro veneno. Si Frank hubiese sabido en realidad el paradero de mi hermano, jamás me lo habría contado.

—Sin embargo, sigues adelante. ¿Puedo saber por qué? —preguntó con cautela.

—Creo que no podría responderte a eso ahora. Tras ver cómo ha quedado el norte, he perdido las pocas esperanzas que tenía de que Eric siguiera vivo —dijo concluyente—. Pero sé que si al final de este viaje tú consigues reencontrarte con Caleb, todo habrá merecido la pena.

—Eres un buen hombre, Efraím —se sinceró el muchacho—. Pese a quién hayas servido durante todo este tiempo, lo eres. Y siento lo que te ocurrió.

—¿Por qué lo sientes? —Clavó sus ojos en él—. De no haberme ocurrido, seguramente yo ya no seguiría con vida… ni tú tampoco —dicho esto, se levantó y fue hasta el hueco de la puerta del autobús—. Si no te importa, quisiera estar solo un rato.

Adam asintió y observó en silencio cómo su silueta solitaria se alejaba y se camuflaba en la noche. Siguió dándole vueltas a su historia hasta que, poco a poco, los párpados fueron cerrándosele y se quedó dormido.

A la mañana siguiente, el muchacho todavía sentía la cabeza algo ingrávida, pero había reposado bien y ya se veía con fuerzas suficientes para seguir adelante. Hicieron cálculos y partieron sabiendo que tan sólo un día de camino los separaba de Nottingham. Esta vez viajaron de día, aunque, al dejar atrás Colsterworth, prefirieron tomar caminos alejados de la carretera. Las distancias con la ciudad de los negreros se acortaban y no querían que ningún vigía suyo pudiera descubrirlos. Durante la mayor parte del trayecto idearon estrategias para infiltrarse con éxito en el interior del complejo de fábricas. Sin embargo, no sabían a ciencia cierta a qué se enfrentaban, y sin tener delante unos planos o disponer de más información, la tarea se convertía en una hazaña casi imposible de planificar. Si se acercaban al asentamiento de día, tal como quería Adam, lo más seguro es que les disparasen desde lejos sin preguntar. Pero si lo hacían por la noche, como propuso Efraím, el más mínimo ruido que hicieran alertaría a los centinelas, y aunque el albino pudiera ver en la oscuridad, Adam no.

Al anochecer llegaron a la base de una pequeña colina, a unos tres kilómetros al sur de Nottingham. Allí acamparon. Aún no habían tomado ninguna decisión. Tumbados sobre la arena, treparon hasta la cima y asomaron la cabeza lo justo como para poder otear la extensa área que rodeaba una ciudad lúgubre y tortuosa. Por fin, tras decenas de días de viaje a sus espaldas, habían llegado. Las siluetas de las fábricas se distinguían en el crepúsculo como sombras tras una tela oscura. Varias chimeneas altas dejaban escapar humo blanco por sus gruesos cuellos, que se alzaban hasta mezclarse con las nubes opacas del cielo. En la distancia brillaban los destellos mortecinos de las hogueras y las lámparas de gas. Desde ahí les llegaba el murmullo lejano del repicar de algunos martillos sobre los yunques de hierro, seguramente maniobrados por los prisioneros subyugados. La simple visión de Nottingham los puso en alerta; volvían a encontrarse en territorio hostil, en los límites de la solitaria paz del Yermo.

—Lo haremos al alba —dictaminó el muchacho tras pensarlo con detenimiento—. Me pondrás las esposas y me haré pasar por un esclavo. Quizá no traten de matarnos a la primera de cambio si ven que también comercias con personas. Creerán que eres como ellos. Negocia con esa gente, gánate su confianza, y una vez dentro yo intentaré averiguar dónde tienen a mi hermano.

De todo lo que hablaron aquel día, era el plan que más pareció convencer a Efraím, aunque había algo que no acababa de ver claro.

—Una vez intenté negociar con los comerciantes de una atalaya al sur de la Guarida que le debían mercancía a Frank. A ellos no les gustó cómo los miré y a mí no me gustó el tono en el que me hablaron. No terminó bien. —Miró al muchacho—. Yo no valgo para convencer a desconocidos con palabras. Tal vez eso se te dé mejor a ti. Si no te importa, preferiría hacer yo el papel de esclavo. Y no te preocupes —dijo—, una vez ahí dentro, sabré qué hacer.

Adam miró su pistola; no le quedaban balas, y en el rifle apenas un par de ellas.

—Bien… Está claro que no tenemos muchas más opciones —aceptó—. De acuerdo, lo intentaremos de ese modo. Mañana, con la primera luz, estudiaremos mejor esas fábricas de ahí enfrente y terminaremos de planificarlo. —Poco a poco fue reptando hacia atrás para volver abajo. Una vez en terreno llano, excavó un hoyo en la tierra, extrajo algunas cosas de su mochila y se echó bajo la fresca intemperie. Efraím volvió a su lado, se sentó y dijo:

—¿Ya has pensado qué harás si al final conseguimos rescatar a tu hermano?

—Sí… —respondió el muchacho. Había cerrado los ojos un instante, pero volvió a abrirlos—. Confiar en mi padre y seguir hacia el norte, hasta Albión. Ahora no tengo dudas; no volveré a la Veguería.

Efraím hizo un gesto de asentimiento.

—Me alegra oírlo —dijo—. Pareces tranquilo…

—Lo estoy —contestó—. Sea como sea, mi angustia terminará mañana. Llevo semanas atormentándome, pensando qué habrá sido de mi hermano, y eso es peor que los látigos y las cadenas. —Se cubrió con la manta—. Trataré de dormir un poco. Quizá sea la última vez que pueda hacerlo.

Curiosamente, bajo la vigilancia del albino, se quedó dormido en seguida, con pensamientos de esperanza rondando en su cabeza. Aquella noche no tuvo pesadillas. Su espíritu estaba en paz. Tenía la mente tranquila.

Aunque lo más probable es que pasaran horas, a él sólo le parecieron segundos cuando oyó a Efraím llamarlo varias veces. Había urgencia en su voz. Adam despertó y lo vio de pie, en la cima de la pequeña colina, estático, contemplando un cielo lleno de sombras rojas. Eso no era el amanecer, pensó de forma fugaz. Un fulgor extraño resonaba en la lejanía. Adam se levantó y fue a reunirse con su compañero.

—¿Qué sucede? —preguntó un segundo antes de llegar a la cima. Al mirar al frente, sus ojos reflejaron el rojo salvaje del fuego. Contrajo el rostro. Toda la ciudad ardía frente a ellos en múltiples incendios que desprendían el calor del mismísimo infierno. El viento arrastraba brasas y humo como si fueran estrellas moviéndose por el cielo nocturno.

—Nottingham está en llamas… —dijo el albino, estupefacto. En ese momento, una nueva explosión en algún punto de las fábricas creó una impresionante burbuja de fuego que se elevó por el aire.

Adam sintió que las fuerzas lo abandonaban y se desplomó de rodillas.

—Dios mío… —Echó el cuerpo hacia adelante—. No… —masculló—. ¡NO! —lanzó un grito de desesperación y, acto seguido, un llanto incontrolado, visceral, brotó desde lo más profundo de su alma.