Abandonaron Cambridge y se detuvieron entre la maleza de los extrarradios para alimentarse. Todavía quedaban unas horas para el alba. En los más de ciento cincuenta kilómetros que aún los separaban de Nottingham, el día y la noche se convertirían en factores determinantes. Adam lo sabía, y desde un principio propuso seguir avanzando cuando las estrellas reinaran en lo alto.
—Mi padre no solía viajar por la ruta de Lincolnshire, que es la que deberemos tomar —informó el muchacho—. Pero dejó grabados una serie de dibujos estelares con los que poder orientarse de noche. También existen algunas cuevas y refugios que marcó. Aunque desconozco en qué estado se encontrarán ahora.
—¿Cuánto tiempo nos llevará llegar a Nottingham? —preguntó el albino, justo antes de dar un sorbo a su cantimplora.
—Seis días… Puede que menos si no hay contratiempos —respondió Adam, serio, con el rostro desdibujado en la negrura del entorno. No podía apartar de su mente los horrores que había presenciado en Cambridge, y seguramente así sería durante algún tiempo, aunque prefería no hablar de ello—. Si viajamos mientras esté oscuro pasaremos más desapercibidos. Descansaremos cuando amanezca. —Apuró la lata de fruta en almíbar que tenía entre las manos, luego la lanzó hacia alguna parte. Se levantó, recogió sus cosas y encabezó la marcha de nuevo—. Estoy cansado, Efraím —dijo—. Sólo deseo que este viaje termine de una vez.
Durante las dos noches siguientes recorrieron el terreno escarpado de una meseta caliza que se extendía hacia los páramos del norte, cuyo final nunca alcanzaba a verse. La tierra, bajo el resplandor de la luna, tenía la textura de un mar plata de aguas mansas. No fueron días malos, en absoluto, incluso Adam hubiese asegurado que fueron de los momentos más tranquilos que habían vivido desde que el viaje empezó. El silencio y la paz reinaban en aquella parte del Yermo. Adam se acordó en más de una ocasión de lo que le dijo Hannah acerca de escuchar los sonidos del mundo. Tenía razón. Si se concentraba lo suficiente casi podía sentir que entraba en conexión con la árida naturaleza; llegaba incluso a intuir ciertos sonidos un instante antes de que tuvieran lugar: una súbita ráfaga de viento, el chasquido de algunas ramas muertas en zonas antaño boscosas, o el canto de algún insecto lejano.
Gracias a las memorias de su padre sabían dónde buscar y dónde detenerse. Encontraron nidos de escarabajos y cigarras mientras atravesaban algunos arroyos o bosques consumidos, así que pudieron alimentarse no sólo de las reservas de azúcares y carbohidratos que llevaban encima. No fue lo único interesante que les deparaba el camino. Al amanecer del tercer día hallaron la entrada de una cueva señalada en el diario. Era casi imposible encontrarla si no se sabía su ubicación exacta. Se colaron en el interior y la inspeccionaron con sus linternas. Después de descender por una senda de túneles profundos y pasos tan estrechos como el propio cuerpo humano, dieron con algo que les pareció mágico: una estancia con un pequeño lago en el centro y brillantes estalactitas que colgaban del techo. El agua caía, pura, desde algún punto a varios metros de altura. Daba la impresión de ser prehistórico. Al paso de las linternas descubrieron inscripciones borrosas y dibujos con formas de animales y de personas que los cazaban. Fue un momento increíble; se miraron y sonrieron por el hallazgo. En seguida, Adam se quitó la ropa y corrió a zambullirse. Efraím también se sumergió, y estuvo más tiempo bajo el agua del que ningún hombre corriente hubiese podido aguantar.
—Efraím… —lo llamó Adam, pasado un rato, desde el centro del lago, al ver que no volvía. Su voz rebotó en las paredes rocosas de la caverna—. ¡Efraím!
El albino apareció de golpe en el extremo opuesto y saltó fuera del agua como si hubiese tomado un gran impulso antes de emerger.
—Te sorprendería lo profundo que es esto —mencionó, despreocupado, mientras volvía a vestirse.
Aprovecharon para beber y llenar las cantimploras. Luego descansaron hasta el anochecer. Al muchacho le hubiese encantado quedarse más tiempo allí, un paraíso aislado del mundo, pero aquella cueva era una burbuja de oscuridad absoluta, sin estrellas ni luna, y al menos él necesitaba la luz de las linternas para ver. No podían permitirse el lujo de quedarse sin baterías, así que, después de un último baño, recogieron las cosas y deshicieron el camino hasta la superficie.
En las siguientes jornadas de trayecto vieron de cerca el perfil devastado de Peterborough, se adentraron en las abandonadas calles de Bourne y viraron al nordeste antes de alcanzar la casi desaparecida ciudad de Grantham. En todo ese tiempo no hubo contratiempos más allá de la preocupación de encontrar alguna presa que cazar. Se detenían para reposar al alba, momento en que Efraím se ausentaba durante un tiempo para buscar alimento, aunque sólo una vez consiguió volver con una alimaña pequeña que asaron en el fuego de una hoguera al aire libre. No sabían qué clase de animal era, pero no les importó.
—Prefiero morir de una indigestión que de hambre, te lo aseguro —dijo el muchacho mientras masticaba. La carne era dura, aunque no sabía del todo mal.
La relación entre ellos dos también fue mejorando. Pasaron de la camaradería de los primeros días al respeto y el aprecio mutuos. Durante sus largas caminatas nocturnas hablaban más a menudo de temas tales como la posibilidad de que hubiera vida más allá del planeta Tierra, de que una vez el hombre llegó a pisar la luna, o incluso de cómo conseguía Adam guiarse con las estrellas.
—Si partimos de la figura del carro de la Osa Mayor podemos identificar la estrella Polar —explicó el muchacho una noche mientras andaban—. Es la estrella del extremo del pequeño carro que también forma la Osa Menor y, además, la más brillante de ellas, aunque es una estrella discreta a simple vista. ¿La ves? Ahí —señaló.
Efraím trató de seguir con la vista la trayectoria de su brazo.
—Lo siento, pero yo no veo nada.
—Es cuestión de utilizar un poco la imaginación. Tomando como referencia las dos estrellas del extremo del cuadrado del carro y luego prolongando unas cuatro veces la línea imaginaria que las une llegamos a la estrella Polar, que en la actualidad, siempre señala al noroeste. Todas las demás estrellas las vemos girar a su alrededor; ella es la única estática en nuestro cielo.
—Lo que tú digas… —admitió el albino, con la vista perdida en el cosmos.
Adam buscó la luna con la vista.
—Fíjate, aún más fácil: la luna también puede ser un elemento de orientación. Cuando está creciente, como ahora, sus puntas señalan siempre al este, y cuando está menguante lo hacen hacia el oeste.
—Interesante… —dijo Efraím—. Eso sí lo entiendo.
Adam rió.
—De pequeño tuve un maestro, aunque nunca nos enseñó nada de esto —comentó el albino al cabo de un rato.
—¿Llegaste a ir a la escuela? —preguntó Adam con curiosidad.
—Algo así…
El muchacho puso cara de incredulidad.
—Pero ¿cuántos años crees que tengo? —Efraím lo miró.
—Bueno, sé que eres mayor que yo, pero… supongo que se me hace extraño imaginarte a ti en una escuela.
—También fui niño una vez, Adam.
—Sí… —Frunció el ceño—. Lo que pasa es que jamás se me había ocurrido pensar en ello.
A Efraím le hizo gracia el comentario. Adam se lo quedó mirando y dijo:
—¿Sabes?, me alegro de tenerte como compañero.
—Bueno… —enarcó las cejas— supongo que no te queda más remedio —bromeó—. No todo el mundo está tan loco como para seguirte por toda la Inglaterra postnuclear.
Adam soltó una carcajada y ambos terminaron riendo.
Aquella misma noche, cuando aún debía de quedar una hora para el amanecer, se cruzaron con alguna clase de animal de mayor envergadura que un ser humano. Se detuvieron y observaron pasar su extraña sombra, bamboleante, a unos metros por delante de ellos. Caminaba por lo menos sobre seis patas, con pisadas fuertes y lentas. Adam se descolgó el rifle de la espalda, aunque, por el momento, no fue a dispararle.
—Espera a ver qué hace —murmuró Efraím.
El animal emitía sonidos guturales, irreconocibles, aunque tampoco les prestó ni la más mínima atención. Adam y Efraím aguardaron, expectantes, hasta que lo vieron pasar de largo y perderse en la oscuridad. Qué sería aquella forma de vida, hacia dónde iría, o qué haría en una región tan desértica como aquélla fueron preguntas de las que nunca obtendrían respuesta. Ambos se miraron, igual de desconcertados, y continuaron adelante.
Cerca de allí encontraron un nuevo tramo de carretera que siguieron hasta el alba. Con los primeros rayos de luz pararon a la altura de Colsterworth. Inspeccionando el municipio, encontraron un autobús oxidado, sin cristales y al que le faltaban algunas partes del chasis. Se metieron en el interior. La parte superior de un edificio que sobresalía de la tierra, como si fuera la punta de un iceberg, le hacía sombra. A su alrededor había más edificios y casas que brotaban de las cicatrices del terreno, como si un espectacular terremoto hubiera engullido y sepultado parcialmente la zona.
Aquel día, tras acampar, Adam empezó a sentirse mal entre los asientos del autobús. El cuerpo le dolía y tuvo que levantarse en un par de ocasiones para ir fuera a vomitar. No pudo pegar ojo en todo el tiempo. Cuando el cielo volvió a oscurecerse, se puso en pie y fue hasta la parte delantera del vehículo para observar el exterior. Cogido a una de la barras oxidadas, dijo:
—¿Te importa si esta noche nos quedamos aquí? No creo que pueda andar mucho.
El albino había estado pendiente de su aspecto durante toda la tarde.
—No tienes fiebre. Eso es una buena señal. Algo de lo que has comido últimamente te habrá sentado mal, sólo es eso.
—Sabía que no tenía que comerme la cosa esa con escamas que trajiste —le reprochó medio en broma.
En ese momento, Adam no pudo evitar volver a acordarse de Hannah, de cuando enfermó. Hacía un poco de frío. Volvió a su sitio y se tapó con la manta. Efraím se sentó en el suelo, frente a él, en el hueco que se formaba donde antes hubo varios asientos.
—¿Crees que Hannah seguirá viva? —le preguntó el muchacho.
El albino fue precavido con la respuesta.
—Hannah es una luchadora. Cuando partimos su estado era grave, pero sé que se aferrará a la vida hasta su último aliento… —Se quedó observando el rostro de Adam al pensar en ella—. ¿La echas de menos?
El muchacho asintió.
—Ella… —Le costó expresarse.
—… te cautivó —terminó Efraím por él.
—Creo que ésa es la palabra, sí.
—Siempre tuvo ese don. Conozco a hombres que han perdido la cabeza por una simple mirada suya. Frank, sin ir más lejos. La veía como una muñeca de porcelana. La adoraba tanto que jamás se atrevió ni siquiera a tocarla. Aunque en silencio siempre la quiso para él. Sólo hay una cosa que Frank deseara más que a Hannah.
—Albión… —intuyó Adam.
—Así es.
Un cuervo negro y con las plumas sucias llegó aleteando para posarse sobre uno de los huecos de las ventanas del autobús. Los miró efectuando pequeños movimientos con la cabeza.
—¿Te apetece carne de cuervo para cenar? —preguntó el albino, sin quitarle el ojo de encima.
—No, se alimentan de carroña. Y no puedo pensar en comida ahora mismo.
Esperaron a que el pájaro volviera a alzar el vuelo entre graznidos que se perdieron por las desérticas calles de alrededor.
—Efraím… —continuó diciendo—, cuando estábamos en la biblioteca de la universidad y aquel saqueador nos disparó, lo que hiciste… no es la primera vez que lo he visto. Ya experimenté esa clase de dolor en otra ocasión.
—¿Te refieres a cuando te enfrentaste por primera vez a los Nocturnos? —Inclinó la cabeza hacia atrás para apoyarla en la pared de metal.
Adam asintió.
—Supongo que eso te lleva a pensar que yo tengo algo que ver con esas criaturas, ¿no es cierto?
—Es una posibilidad que se me ha pasado por la cabeza, no lo negaré.
—¿Y si te dijera que no es sólo una posibilidad, ni una coincidencia? ¿Y si te dijera que, de algún modo, soy como ellos? ¿Dejarías aquí las cosas y saldrías corriendo?
—En mi estado, lo dudo mucho. —Dibujó media sonrisa.
—Te gustaría saber cuál es mi historia, pero sigues sin atreverte a preguntármelo abiertamente. A estas alturas ya deberías saber que no muerdo.
—¿Quién eres en realidad, Efraím? —le espetó el muchacho de golpe.
—Qué soy… —lo corrigió. Volvió a mirarlo de frente—. Por el momento sólo existen dos personas que conozcan la respuesta. Aunque yo sé de dónde vienes, e imagino que, llegados a este punto, tú tienes derecho a saber lo mismo de mí… Dime una cosa, ¿oíste hablar alguna vez de la Iniciativa Aurora?
—La Iniciativa Aurora… —Adam trató de hacer memoria—. Sí… —respondió con cara de asombro—. Lo recuerdo… Durante un tiempo sólo se hablaba de ello en los primeros refugios. Me suena que era un proyecto del ejército, o algo así, para erradicar la radiación de la atmósfera y poder volver a la superficie tras el año de cuarentena. Estuvo en boca de todos, pero luego no se supo nada más. Nunca se llevó a cabo.
—Bueno, eso es lo que os hicieron creer —aseguró—. Si estás dispuesto a escucharme, te hablaré de ello.
Adam carraspeó. No habría sabido explicar el motivo, pero se puso algo nervioso.
—Claro que lo estoy —afirmó con total convicción.