54

El resplandor vaporoso de una hoguera clareaba el humo que se elevaba hasta el cielo por encima del recinto cuadrado del Trinity College.

—Ahí… —señaló Efraím, agazapado tras una esquina oscura que ni siquiera el brillo de la luna alcanzaba a iluminar. Adam, a su lado, se asomó para mirar. Calle abajo se veía el amplio perfil de la universidad. Un fulgor rojizo recortaba la línea superior de su silueta para destacarla en la noche; alguien habría encendido un fuego en el patio interior. El edificio victoriano tenía agujeros en los muros, así como desprendimientos en los techos, y a pesar de poseer más de cuatro siglos de antigüedad, se erguía con orgullo entre el caos arquitectónico.

Les había llevado un tiempo encontrar la morada de aquella gente, tuvieron que cruzar media ciudad para ello, aunque menos del que imaginaron al abandonar el refugio.

—Si se dejan ver así, no debe de ser fácil acceder al lugar —dedujo el muchacho.

—Tiene buenos muros, sí —reconoció Efraím—, pero sus techos no son muy altos. Creo que podría escalar por el lado de la capilla y abrirte desde dentro.

—Se olerán que andamos cerca. Estarán vigilando.

—Bueno, una cosa es segura… —El albino no dejó de estudiar el recinto—. Esta noche son cuatro menos… —Le dio un toque en el hombro—. Movámonos despacio.

Empezaron a avanzar pegados a las paredes de los edificios, pero se detuvieron de nuevo tras una esquina cuando la cercanía les permitió distinguir a un hombre sentado en el tejado de pizarra de la universidad. No los había visto.

Armado con un rifle, vigilaba los alrededores y la entrada principal. Efraím estudió el cielo. La noche era prácticamente cerrada, se puso la capucha y dijo:

—Espera aquí.

Roland, sentado en el tejado inclinado del Trinity College, contemplaba la quietud de la calle, malhumorado. Aquella noche era distinta a las otras. Todos estaban nerviosos. A los inicios de la tarde alguien había asesinado a su líder, Trevor, junto a tres más del grupo, y entre otras tantas cosas que habían cambiado de forma drástica aquel día, a él le tocaba ahora hacer la guardia. Tras encontrar sus cuerpos en el bosque muerto, trataron de buscar a los responsables, pero sólo encontraron el rastro de un animal delgado y moribundo al norte de la ciudad. Trevor no le caía bien, incluso pensó que se lo tenía bien merecido; era un puñetero sádico que disfrutaba cometiendo los actos más aberrantes que cupiera imaginar con los viajeros que se perdían por la región, y había logrado que los demás, incluso él mismo, llegaran a tomárselo como una diversión y no como una necesidad; los había convertido en monstruos… Pero ahora Trevor ya no estaba, el grupo se había reducido a menos de la mitad y, en fin… aquella noche era distinta a las otras.

Tal vez fuera por la tensión del día, pero era la tercera vez en lo que llevaba de guardia que sintió ganas de orinar. Dejó su rifle a un lado, se levantó y fue hasta una de las esquinas del tejado, donde miró abajo y se desabrochó el pantalón. Desvió un instante la mirada a la gran puerta de entrada, en el torreón principal. Sobre ella, la estatua del fundador de la universidad, Enrique VIII, sostenía en la mano el hueso del fémur de un viajero que le habían colocado ellos hacía tiempo a modo de mofa tras sustituir la espada original. Roland empezó a orinar sobre la calle. Desde su posición era imposible que llegase a alcanzar la estatua, aunque lo intentó, y el simple hecho de imaginarse cómo la empapaba le hizo soltar una carcajada.

La risa se le cortó de golpe cuando un objeto puntiagudo le presionó la nuca. No fue lo único que se le cortó. Se quedó inmóvil, con los pantalones a medio subir.

—Grita una sola vez y mi disparo te arrojará al vacío —sonó la voz fría de Efraím a su espalda.

—¿Qué quieres? —Tragó saliva.

—Respuestas. Si haces exactamente lo que te pido no te mataré. Asiente si tienes intención de ponérmelo fácil.

El hombre lo hizo, nervioso.

—¿Cuántos sois ahí dentro? —le preguntó en voz baja.

—Hay uno más. —Por puro instinto miró hacia abajo. La simple caída de quince metros lo mataría; como mínimo le rompería las piernas.

—¿Sólo uno más? Esta tarde parecíais ser al menos tres.

—El tercero se ha ido. No volverá hasta mañana.

—¿Adónde fue?

—Al norte, a buscaros.

—El que queda, ¿dónde está?

—En la biblioteca, dormimos allí por la humedad. ¿Sois los que habéis matado a Trevor y a los otros, verdad? Quiero que sepas que…

—Cállate —lo interrumpió el albino—. Bajarás conmigo a la calle y nos abrirás la puerta. ¿Has entendido?

—No tengo la llave. Pyros la tiene, él me abre desde dentro cuando acaba mi turno.

Efraím lo agarró de los pelos, le dio la vuelta y le apuntó con la ballesta bajo el mentón. Sus caras quedaron a pocos centímetros la una de la otra. Roland era fornido, de aspecto fuerte, pero el rostro felino del albino le provocó un miedo primitivo.

—Entonces el momento de tu relevo ha llegado —le dijo.

Detrás de la capilla se oyeron unos ruidos seguidos de un impacto. Adam se acercó cuando vio aparecer desde la oscuridad a Efraím, que encañonaba por la espalda al saqueador del tejado. El tipo tenía cara de espanto. Intercambió una mirada tensa con él, aunque no llegaron a decirse nada. Entre los dos lo obligaron a caminar hasta el gran portón de la entrada de la universidad. Efraím, que lo agarraba por la solapa del abrigo, lo puso a la izquierda de la doble puerta arqueada. Adam pegó la espalda en el lado derecho, con la pistola a punto.

—Llámalo —le ordenó el albino, que le presionó la flecha de la ballesta en la zona lumbar.

El hombre gesticuló de dolor. Sudando gruesos goterones, obedeció y golpeó la puerta tres veces con el puño.

—¡Pyros! —gritó—. ¡Déjame entrar!

Pasados unos segundos nada ocurrió.

—¡Insiste! —Lo sacudió levemente.

—¡Pyros! ¡Abre, joder! —volvió a llamar.

Una voz aguda no tardó en dejarse oír al otro lado.

—¿Qué coño quieres, Roland? ¡Aún no es de día!

Efraím le susurró al oído:

—Has visto el brillo de dos linternas al este. ¡Díselo! —Le presionó de tal forma la punta de la flecha en la espalda que al saqueador se le cortó la respiración momentáneamente.

—¡Los he visto! —masculló—. He visto a los que se han cargado a Trevor y a los otros.

—¿Que los has visto? —se extrañó—. ¿Dónde?

—¡Al este, maldita sea! Iban con linternas. ¡Abre de una puta vez!

Adam se preparó cuando oyó el ruido de la cerradura. Nada más empezar a moverse la puerta, el muchacho terminó de abrirla de un empujón y golpeó con la culata de su pistola la cara del tipo con greñas que había al otro lado. Éste se tambaleó hacia atrás con un quejido lastimoso y se llevó las manos al rostro. La sangre le brotó al instante de la nariz rota. Sin darle tiempo a reaccionar, Adam lo agarró desde la espalda y le puso la pistola en la sien. Efraím también irrumpió en el interior, con Roland a su merced.

—¡Puto traidor de mierda! —El otro hombre se retorció entre los brazos del muchacho, pero era un tipo tan desagradable como menudo y enclenque, y el golpe que acababa de sufrir no le permitía forcejear demasiado—. ¡Sabía que no podía fiarme de ti!

—¡Que te jodan, Pyros! —chilló Roland, tan sometido como él.

Efraím volvió a cerrar la pesada puerta empujándola con el pie. El vestíbulo de la universidad era un espacio cuadrado sin nada destacable excepto una antorcha encendida incrustada en la pared. En el lado opuesto a la entrada había una abertura que dejaba ver parte de un inmenso patio interior, tan descuidado que más bien parecía un vertedero de heces y carroña. Más o menos en el centro se alzaba una especie de altar con una hoguera a medio consumir. Había multitud de huesos a su alrededor.

—La biblioteca, llévanos allí. —Efraím obligó a Roland a andar. Adam hizo lo mismo con Pyros, que no dejaba de maldecir, con la cara y la ropa teñidas de rojo.

—¡No sabéis con quién os estáis metiendo, cabrones de mierda! ¡Estáis muertos! ¿Me oís? ¡Muertos!

Roland parecía más dispuesto a cooperar. Los condujo a través de un largo pasillo con todas las ventanas reventadas cuyos huecos daban al patio. La pared contraria había sido revestida de retratos con los nombres de los alumnos más destacados que tuvo la universidad en la Época Antigua: sir Francis Bacon, Isaac Newton, James Clerk Maxwell, entre otros… que bajo la ausencia de luz en el corredor parecían fantasmas observando desde sus eternos rincones. El edificio entero permanecía en silencio, los cruces con los demás pasadizos, los huecos de las escalinatas que ascendían a otros pisos…, todo tan muerto como las personas que una vez habitaron entre sus muros. Adam dudó cuando se colocaron frente a una puerta doble de considerable tamaño, al final del corredor. Era realmente fácil que les hubieran tendido una emboscada…, pero ya no había vuelta atrás, se dijo.

—Es aquí… —señaló Roland.

—Ábrela —le ordenó el albino, sin soltarlo.

Tras empujarlas, las puertas se abrieron en abanico y la exuberante biblioteca se descubrió ante sus ojos. Dieron unos pasos cautelosos al frente, entre ligeros forcejeos. A derecha, a izquierda, por todas partes… un vacío abrumador los envolvió. Las paredes estaban forradas de estanterías polvorientas tan altas como un edificio, aunque despojadas de la mayoría de sus libros. Cada cierto número de metros, también se alzaban armarios de menor altura. No había nadie más ahí dentro. Adam pudo apreciar entonces la verdadera magnitud del lugar. El final era casi inalcanzable a la vista; dos hileras de largas mesas de roble ancladas al suelo se perdían en la oscuridad del fondo. Sintió una extraña angustia que no habría sabido explicar. Tal vez fuera por el olor rancio que impregnaba toda la estancia. Podía verse una puerta cerrada en la mitad de la sala. Próximo a ella, en un espacio formado entre dos estanterías paralelas, había una especie de campamento con varios sacos de dormir muy sucios y multitud de herramientas punzantes y de cuerdas ensangrentadas colocadas sobre los anaqueles.

Efraím empujó a Roland hacia una mesa cercana, sacó los grilletes y lo esposó a una de sus robustas patas, con los brazos por detrás. El tipo no opuso resistencia, más bien al contrario, pareció sentir alivio al poder sentarse en el suelo y desprenderse de la punta de la flecha en su espalda. Pero cuando Pyros vio que el albino se acercaba a paso rápido hasta el campamento y cogía una de las cuerdas de las estanterías, intentó zafarse con un movimiento ágil y salió corriendo en dirección al pasillo. Adam se abalanzó de nuevo sobre él y lo arrojó al suelo.

—¡Suéltame, cabrón! —El saqueador forcejeó con él y no dejó de insultarlo hasta que Efraím llegó de una carrera y entre ambos consiguieron arrastrarlo y atarlo a otra de las patas de la mesa.

Pyros le escupió en la cara a Efraím una suerte de saliva teñida de rojo. Éste se limpió, paciente, con la manga de su túnica.

—¿Vais a matarnos? —preguntó Roland cuando los humos se calmaron.

—Ésa no es nuestra intención. —Adam aún trataba de recobrar la respiración tras la reciente refriega. Seguía sintiéndose débil y hambriento, aunque aquel sitio le quitaba el apetito. Observó con más atención la espaciosa cámara. Una pequeña lámpara de gas encendida reposaba en una de las mesas alejadas, rodeada de lo que parecía ser abundante comida.

—Entonces ¿qué queréis?

El muchacho, sin responderle, se acercó a la mesa. Sobre ella había una considerable cantidad de latas herméticas, tarros de miel, sacos de azúcar, especias y legumbres secas. Colocó la mochila vacía encima y empezó a llenarla con prisa. No pretendía quedarse en aquel lugar más de lo necesario.

—¿Así que es eso? ¿Vais a robarnos? —gruñó.

—Sé de dónde la sacasteis. —Se detuvo un breve instante para mostrar con la mano extendida una lata metálica del mismo tamaño y forma que las que había en el refugio, aunque sin golpes, bien conservada—. Yo no diría que os estoy robando. —Su voz retumbó en la biblioteca con un eco apagado.

Roland no se lo rebatió. En su rostro se reflejó la sospecha: los dos intrusos conocían el escondrijo de la farmacia. Trevor lo descubrió un día por casualidad. Puede que fueran ellos los que colocaron una vez toda esa comida allí…

Efraím observaba la escena expectante, sin perderlos de vista, y de vez en cuando también echaba una ojeada a la puerta de la entrada y a la que estaba situada en medio de la sala.

—Aquí aún tenéis comida. ¿Por qué os coméis a la gente? —preguntó Adam mientras terminaba de llenar la mochila. Hubiese podido llenar tres bolsas más.

—Porque sabe condenadamente mejor —contestó Pyros con rabia.

—¡Cállate, gilipollas! —lo increpó Roland—. No sé de qué me hablas. Nosotros no nos comemos a nadie, lo juro —mintió intentando compensar el desafortunado comentario de su compinche.

—Seguro que no… —replicó con sarcasmo el muchacho, cerró la mochila y volvió junto a ellos—. Estoy buscando a un chico de unos doce años, así de alto, lo raptaron al sur de Londres hará algo menos de un ciclo lunar. Sus captores tuvieron que pasar por aquí de camino al norte. Si tenéis cualquier información decídmela y os prometo que no os pasará nada.

Roland y Pyros intercambiaron una mirada nerviosa, como si supieran de lo que les estaba hablando.

Adam se puso tenso.

—¿Qué sabéis…? —Cambió el peso de pierna—. ¡¿Qué sabéis?! —gritó enfurecido.

En aquel momento la puerta de en medio de la sala se abrió de golpe. Un hombre gordo, desnudo de cintura para arriba y con sangre ajena en el pecho, irrumpió en la estancia a gritos. Llevaba una escopeta en las manos con la que apuntó, sin vacilar, a la espalda del muchacho.

Efraím reaccionó lanzándose contra Adam para derribarlo. El disparo atravesó de forma ensordecedora el espacio que ocupaban una milésima de segundo antes y abrió un boquete en la pared opuesta.

—¡Qué coño ocurre aquí! —gritó el hombre, sudoroso y eufórico como una bestia.

—¡Nos tienen prisioneros! —le advirtió Roland.

—¡Mata a estos hijos de puta! —añadió Pyros, desquiciado, sin dejar de agitarse entre las cuerdas.

Efraím y Adam se deslizaron rápido por debajo de una mesa para buscar protección detrás de una estantería. El hombre volvió a disparar al verlos pasar fugazmente entre hueco y hueco. Disparó una tercera vez y reventó un trozo del armario tras el que se ocultaron; el boquete quedó a pocos centímetros por encima de sus cabezas.

—¡Os destrozaré, hijos de perra! ¡Os encantará cuando os despelleje como animales y os corte en pedazos!

Adam tuvo la intención de asomarse para tratar de apuntarlo con la pistola, pero Efraím lo agarró por el pecho.

—¡Te volará la cabeza! —masculló.

—¿Y qué pretendes hacer?

—¡Salid de ahí, putas ratas! ¡No sois más que carne! ¿Me oís? —Volvió a disparar. La bala hizo un agujero en el suelo, muy cerca de la pierna izquierda del muchacho, que dio un respingo y se apretó contra la pared todo lo que pudo para quedar fuera del alcance del fuego del saqueador. Oyeron cómo se acercaba por el pasillo entre las mesas gritando a pleno pulmón—: ¡Carne! ¡Carne!

—Cierra los ojos —le pidió Efraím.

—¿Qué? —Adam no estaba seguro de haberlo oído bien.

—Confía en mí. Cierra los ojos, esto te va a doler. —Su rostro se volvió rígido como una piedra.

Adam no llegó a hacer lo que le decía; un intenso dolor que ya había experimentado otra vez con antelación se clavó en su mente como mil agujas. Fue una especie de pitido agudo que resonó por media estancia y lo hizo acurrucarse sobre el suelo, con las manos presionándose los oídos. A lo lejos pudo reconocer también los gritos de dolor de Roland y Pyros.

Efraím se levantó y salió con total impunidad desde detrás de la estantería. Tenía la piel marcada por las venas y los ojos rojos como los de un demonio. Al tipo de la escopeta se le había caído el arma al suelo y, de rodillas, temblaba con la boca desencajada y los ojos en blanco. Con las manos se apretó la cabeza como si le fuera a estallar. Efraím alzó su ballesta de mano sin miramientos, le disparó en la frente y lo mató en el acto.

Adam y los otros dos aún gritaban de dolor cuando aquel extraño ultrasonido cesó. Efraím volvió junto al muchacho y lo ayudó a levantarse; le sangraba la nariz. Observó sus pupilas y le tocó el pecho para percibir brevemente sus latidos.

—No corres peligro. Respira… —Lo dejó reposando sobre la mesa unos segundos para que se recuperara. Luego se acercó hasta Roland—. ¿Alguna sorpresa más que debamos esperar?

El saqueador se había vomitado encima.

—No… —respondió débilmente, con ojos extraviados.

—Si vuelves a mentirme…

—Lo juro… —Negó con la cabeza—. Ya no más… ya no más…

Pyros parecía haberse quedado sin fuerzas tras aquello. Lo miraba, exhausto, con la cabeza apoyada en la pata de madera.

Adam tuvo que ayudarse con el tablero de la mesa para acercarse.

—¿Dónde está mi hermano? —preguntó. Su rostro reflejaba miedo.

—Pero ¿quién coño sois? —mencionó Roland, todavía aturdido, incrédulo.

—¿Qué hay tras esa puerta? —El muchacho señaló la de el medio de la sala.

—Nada…

—¡¿Qué hay?! —exigió saber con un grito.

—Es sólo un sótano, ¡no hay nada!

Adam empezó a respirar con fuerza, angustiado.

—Vigílalos… —le pidió a Efraím.

—Debería ir yo.

—No —rehusó.

Empezó a andar, tambaleante, hacia la puerta abierta. Al llegar bajo el umbral, se vio golpeado por un fétido olor a descomposición. Se subió el tapabocas. Una escalera oscura descendía hasta un corto pasillo que terminaba girando a la izquierda; se adivinaba una luz temblorosa proveniente de alguna parte. Con el corazón en un puño fue bajando los peldaños. Tuvo que detenerse un instante a medio recorrido debido a una súbita arcada. Prosiguió despacio. Al llegar abajo dobló la esquina y tosió con fuerza; aún le dolía la cabeza y el hedor era cada vez más insoportable. Enfocó sus ojos vidriosos al fondo y vio una puerta entreabierta. Tras ella se divisaba parte de una habitación con una bombilla cálida y parpadeante colgando del techo; se balanceaba ligeramente y su halo pintaba el suelo con un leve vaivén descubriendo un rastro de sangre. Tosió de nuevo y se aproximó con una mano apoyada en la pared. Al abrir la puerta se detuvo en seco. El aire putrefacto se alimentaba del terrible silencio que reinaba en aquel lugar sin ventilación. Lo que vio fue tan horrible, inhumano, que por un momento su cuerpo se paralizó, como si su cerebro registrara cada uno de los detalles para condenarlo a recordar la escena durante el resto de su vida. Adam dio un paso adelante y se acercó, estremecido, a la mujer atada a la mesa. Tenía el pelo quemado; le habían amputado las dos piernas y un brazo a la altura del codo. Los muñones, supurantes e infectados, habían sido cosidos con brutalidad. Todavía se movía entre lamentos, como una muñeca rota a la que se le acaba la energía. Adam se detuvo a su lado. La mujer trató de volver la cabeza, pero tenía la cara tan hinchada por los golpes que no podía ni abrir los ojos. Sin reconocer a quién tenía delante, empezó a llorar.

Adam estaba en estado de shock. Se quedó inmóvil unos segundos, incapaz de creer lo que veía.

—Tranquila… —dijo con voz trémula.

—Por… por favor… —suplicó la mujer con un hilo de voz—. Mátame ya…

Adam apretó los puños. No podía dejarla así. Dos lágrimas cayeron de sus ojos. De nada hubiera servido explicarle que él no era quien le había hecho aquella aberración. Cogió la pistola y extendió el brazo, pero le costó encontrar el valor para apretar el gatillo.

—Hazlo… —suplicó ella, sufriendo sin medida.

El disparo resonó con fuerza entre las paredes de la habitación. El eco se desvaneció en seguida. Los oídos le pitaron, pero él se quedó mirando el cadáver con el rostro contraído. Se sintió rematadamente mal, como si estuviera atrapado en el interior de un cuadro creado por un pintor demente. Bajó el arma y, con lentitud, se dio la vuelta. Un nuevo horror lo esperaba. En una esquina oscura había dos ataúdes de madera vieja. Uno estaba abierto, vacío, con la parte interior de la cubierta marcada de arañazos. Se acercó hasta el otro, invadido por un miedo que lo hizo temblar. No podía saber qué iba a encontrar allí dentro. Se puso de rodillas y abrió la tapa.

—¡No! —Adam apartó la vista de golpe. Volvió a mirar con un rictus de terror en el rostro. Era el cuerpo menudo de un niño. No tendría más de diez años, y se habían ensañado tanto con él que había fallecido en el ataúd a causa de las severas heridas y mutilaciones. No era Caleb, sino el hermano de otra persona, el hijo de otra persona, tal vez el de la mujer a la que acababa de disparar. Sintió una presión tan intensa en el pecho que no pudo evitar doblarse hacia adelante. Aquello no estaba bien… Jamás habría imaginado que alguien pudiera quebrantar las leyes humanas y divinas de una forma tan despiadada. Volvió a mirar al cadáver del niño, horrorizado, y no pudo reaccionar hasta que Efraím irrumpió en la estancia.

—Dios santo… —exclamó el albino, sobrecogido, al mirar alrededor. Incluso a él, aquella espeluznante escena consiguió transformarle la expresión. Se acercó a Adam y le colocó una mano en el hombro—. Te sacaré de aquí, ¿de acuerdo?

Adam negó con la cabeza, como ido.

—Es… —balbuceó—. Es un niño…

—Vamos… —El albino se agachó para ayudarlo a levantarse y lo acompañó fuera de aquella habitación dantesca; no tenía fuerzas para hacerlo por sí mismo.

—Es sólo un niño… —murmuró Adam mientras recorrían el pasillo y subían por la escalera.

De nuevo en la biblioteca, pareció volver en sí, aunque había algo distinto en su mirada; una traumática visión grabada en su retina.

—Efraím, espérame fuera de la universidad —le pidió.

—¿Qué vas a hacer?

—Por favor, necesito hablar con esta gente… a solas. —Los señaló con un gesto de cabeza. Todavía intentaban inútilmente deshacerse de sus ataduras—. Vigila también que no haya nadie más por los alrededores.

El albino terminó asintiendo, sin discutírselo.

—Como quieras… —dijo. Se adelantó y pasó junto al cadáver del hombre gordo y por delante de los otros dos, que miraron, nerviosos, cómo cruzaba en silencio la puerta y desaparecía por el pasillo.

—¿Adónde vas? —le preguntó Roland, intranquilo.

Adam respiró hondo y se secó las lágrimas de los ojos. Necesitaba estar calmado para lo que iba a suceder a continuación. Se acercó hasta los dos saqueadores y, para sorpresa de ambos, se sentó frente a ellos. Hubo un cruce de miradas. Pyros mantuvo su actitud desafiante, pero Roland parecía preocupado.

—¿Te aprietan las esposas? —le preguntó Adam a este último.

—Un poco —respondió. Seguía sudando como si se encontrara bajo un sol de justicia.

—A mí las cuerdas me aprietan. ¡Desátame y verás lo que te hago con ellas! —gruñó Pyros. La sangre de alrededor de la nariz se le había secado y le confería un aspecto enfermizo.

—¡Cállate, jodido idiota! —lo increpó Roland. Volvió su atención al muchacho—. ¿Qué piensas hacer con nosotros? Dijiste que no nos matarías.

—Por el momento, hablar. Aunque no tardaré mucho en irme.

—Está bien, podemos charlar, una buena conversación siempre va bien, ¿verdad, Pyros?

Pyros rechistó entre dientes y apartó la mirada a un lado.

—¿Por qué te llaman Pyros? —le preguntó Adam.

—Porque me gusta ver arder las cosas —contestó, provocador.

—Quién no necesita una buena hoguera hoy en día, ¿eh? —Roland intentó encubrir sus modales.

—Entiendo… —murmuró el muchacho—. No sé qué opinarás tú, pero yo siempre he creído que las personas somos lo que nos han enseñado a ser. Mi padre me enseñó… valores, cosas por las que le estaré eternamente agradecido. Era un buen hombre…

—Yo no llegué a conocer a mi padre —probó a congraciarse Roland, esperanzado por el tono cordial en el que Adam les hablaba.

—¿Por qué?

—¡Porque al verle la cara cuando salió del coño de su madre se largó corriendo! —Pyros soltó una carcajada que cualquiera hubiese calificado de desagradable.

—¡Pyros, te juro que si no te callas de una vez te retorceré el pescuezo! —masculló Roland, temeroso de que su estúpido compañero lo echara todo a perder—. Murió antes de la Guerra —continuó explicándole a Adam—. Mi madre cuidó de mí. Fue muy buena conmigo. Religiosa y esas cosas… Nunca permitió que me faltara de nada. Hasta que llegó el puñetero Día del Juicio Final. Ya sabes lo que eso significó para todas las familias de la antigua Inglaterra.

—Y para las del mundo entero… —añadió el muchacho—. ¿No te parece increíble hasta qué punto ha llegado a cambiarnos? Parece que cuantos más años pasan, peores nos volvemos. Yo, por ejemplo, llevo un tiempo viajando por el Yermo, y ya no soy la misma persona que cuando partí. También he cambiado.

—Sí… —admitió—, el Yermo es un lugar horrible, hostil. Todos nos hemos visto obligados a cometer cosas feas para sobrevivir.

—Así es. He presenciado toda clase de crímenes, algunos tan salvajes que no me han permitido dormir por las noches. Aunque tengo que reconocer algo: lo que he encontrado hoy en ese sótano… —Negó de forma leve con la cabeza—. Creo que los supera a todos. Jamás podré olvidarlo.

Roland tragó saliva.

—¿Puedo preguntarte cómo te llamas? —dijo en tono respetuoso.

—Adam.

—Escúchame, Adam, lo que has visto allí abajo no es algo que hayamos hecho nosotros, te lo aseguro. Fue Trevor. Cada vez que torturaba a esa gente se me revolvía el estómago. Y a él. ¿Verdad, Pyros?

Éste asintió, cansado ya de pelearse con las cuerdas. Por alguna razón, había optado por tranquilizarse. Adam estudió sus rostros.

—Pero luego os alimentabais de ellos, ¿no es cierto? Me atrevería a decir que incluso participabais en las torturas, en las cacerías…

—No, eso nunca, lo juro.

Pyros también lo negó.

—Venga… —El muchacho se esforzó por sonreír—. No me mientas. Empezabas a caerme bien. Para seguir vivos hoy en día se necesitan tipos duros de verdad, personas capaces de cometer esta clase de actos sin pestañear. Los débiles son los que caen primero. ¿Acaso no es lógico? Y estoy seguro de que no estaríais aquí si fuerais gente débil. El albino que me acompaña, yo mismo, no somos gente débil. Aún seguimos vivos, ¿no?

Roland apretó los labios, cohibido. Luego no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—¿Lo ves? —le señaló Adam, aparentemente afable—. No puedes negarlo.

—Quizá… en un par de ocasiones —admitió con una mueca estúpida.

—¿Sólo un par? —exclamó, como si eso lo decepcionase.

Ambos saqueadores se miraron y rieron.

—Fueron bastantes… —dijo, convencido de que eso lo complacía.

—¡Vaya! —Asintió con la cabeza—. Impresionante… Por cierto, vi la fosa que tenéis un poco más al sur. Es vuestra, ¿no? Ahí es adonde lleváis los cadáveres que ya no os sirven.

El hombre no supo cómo tomarse aquello, pero asintió, inquieto.

—¿Por qué te avergüenzas? Como he dicho, todos somos supervivientes.

Se hizo un breve silencio. Roland lo rompió.

—Oye, Adam… Vas a soltarnos, ¿verdad?

—Aún no. Pero pronto.

—Está bien… —aceptó—. Pronto…

—El chico por el que os pregunté antes… es mi hermano pequeño. Lo raptaron los negreros de Nottingham. Voy en su búsqueda.

—Te aseguro que no tenemos nada que ver con esos salvajes. Ellos nos dejan en paz a nosotros y nosotros a ellos. Aun así, no creo que vosotros dos solos…

—Lo sé, lo sé… Todavía tenemos que idear un plan para adentrarnos en su territorio. Pero eso ya llegará… —Tras un segundo añadió—: ¿Así que no los habéis visto pasar, cierto?

—Lo juro por lo más sagrado. Los negreros viajan por otras rutas, sus rutas. Escucha, os acompañaremos y hablaremos con ellos —se ofreció—. Si les decimos quiénes somos tal vez nos hagan caso.

El muchacho tensó los labios.

—Me temo que no es tan fácil.

—¿Por qué?

—Verás, en otras circunstancias quizá podríamos haber cooperado. Pero tu gente y nosotros hemos intentado matarnos mutuamente, os hemos golpeado, atado a esta mesa y… —Dejó ir el aire despacio—. Bueno, luego he bajado a ese sótano… A decir verdad, esto me crea un serio dilema.

—Yo no veo el dilema por ninguna parte. Aún podemos ayudarnos, olvidarlo todo, quedarnos aquí y sobrevivir juntos o, si lo prefieres, ir con vosotros al norte. ¿Qué me dices?

Adam se quedó mirando el suelo, meditabundo.

—¿Te importa si vuelvo a nombrar a mi padre?

—No… —En aquel momento Roland tuvo la sensación de que la conversación no iba a terminar bien.

—Era un viajero que consiguió cosas extraordinarias, pero ignoro lo que se vio obligado a hacer a veces para sobrevivir, o de qué llegó a ser testigo en sus constantes viajes. E intento imaginar cómo reaccionaría él ante una situación así. No tengo ni idea, pero estoy seguro de algo: habría sabido resolver esto de un modo justo y civilizado, sin caer en el insulto ni en el dolor gratuito.

—Y esos valores se enseñan, tú lo has dicho. De padre a hijo.

—De padre a hijo… —reconoció—. Eso es. Y cada día que pasa intento parecerme más a él. El problema es que no soy como él…, al menos aún no. Y aunque jamás le he quitado la vida a nadie que no intentara matarme a mí o a mi hermano antes, en esta ocasión me volvería loco si no lo hiciera, si no pudiera calmar la indignación, la rabia… la tristeza que me ha provocado ver lo que he visto, ¿comprendes?

—¿A qué te refieres? —se exasperó. Trató de hacer fuerza con los grilletes para liberarse—. ¡Qué coño has querido decir con eso!

—Te lo mostraré. —Adam se puso en pie con la pistola en la mano.

—¡Suéltame, hijo de puta! —gritó Roland, mostrando su verdadero rostro—. ¡Ni te imaginas lo que les hicimos! ¡A cada zorra, a cada crío de mierda, antes de comérnoslos! —Escupió en el suelo—. ¡Que te jodan!

Efraím esperaba en la calle, apoyado en un muro, con los brazos cruzados, cuando el ruido de dos disparos solitarios estalló por los pasillos de la universidad y se escapó hacia la noche.

Esperó hasta ver aparecer a Adam, taciturno, por el doble portón de la entrada.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—No, no lo estoy —respondió sin mirarlo. Mientras pasaba de largo le devolvió las esposas. El resplandor de la luna alargó la sombra del muchacho varios metros—. Vayámonos de este maldito lugar, por favor.