En el pasado, la ciudad había sido famosa por sus grandes colegios, sus iglesias de estilo gótico y sus asombrosos parques verdes. Pero ya nada quedaba de su particular encanto. Aún podían verse los picos de las torres de algunas universidades sobresalir por detrás de los edificios más bajos. Las callejuelas se perdían en la oscuridad, estrechas, desiertas, y los cristales y ladrillos de las tiendas destruidas se amontonaban sobre las calzadas como si fueran olas de piedra. Caminaron entre la inmundicia y la bruma en dirección al centro del municipio, asegurando cada esquina antes de doblarla. Sin embargo, Adam no estaba muy seguro del recorrido a seguir. En un momento dado hubiera jurado incluso que llegaron a pasar dos veces por el mismo sitio, y le costó desprenderse de la inquietante sensación de haberse perdido.
Anduvieron por una calle larga cuyo final los condujo ante un impactante lodazal con diversos desniveles. Antaño debió de haber sido un extenso jardín dividido por el curso del río. Incluso aquel espacio abierto ofrecía una imagen opresiva y decadente, con el suelo removido, lleno de maleza y charcos de agua tan sucia que ni siquiera reflejaban el tono grisáceo del cielo.
—¿Qué es todo esto? ¿Un maldito páramo en mitad de la ciudad? —se extrañó Efraím.
—Es lo que queda de un antiguo campus universitario. Separa la ciudad en dos. Diría que el refugio se encuentra al otro lado —informó el muchacho—. Vamos.
De camino, Adam se fijó en los vestigios de una universidad cercana que se aposentaba sobre una elevación del terreno, al frente. La precedía un puente de piedra destruido que originalmente cruzaría el ancho del canal. Desde esa perspectiva parecía la mansión tenebrosa de un conde. Sintió un escalofrío al imaginar las almas de los estudiantes vagabundeando tras aquellos muros, atrapadas entre sus colosales derrumbes. Aunque reconoció que, quizá, aquéllos fueran pensamientos inducidos por la imagen tétrica del lugar, o incluso por los desvaríos propios de la inanición y la fatiga.
Al introducirse en el siguiente conjunto de calles, Adam continuó buscando impaciente cualquier pista de las citadas en el diario. Recorrieron plazas y callejones con algún que otro siglo de antigüedad antes de toparse de frente con el museo de arqueología. Las viejas columnas de la entrada estaban llenas de grietas, aunque resistían bien el paso del tiempo. El rostro del muchacho se alivió. Ésa era una de las «piedras» que había estado buscando.
—Ya sé dónde estamos. —Recobró el ánimo y sustituyó sus pasos rápidos por una carrera prudente. Efraím hizo lo mismo—. Giraremos por la avenida de ahí enfrente, hacia la izquierda.
—¿Qué buscamos? —preguntó el albino a su espalda.
—Antes era una farmacia. No puede estar muy lejos.
Trataron de hacer poco ruido a medida que avanzaban, sin pegarse demasiado a los muros de los inestables edificios. Adam empezó a reconocer señales aquí y allá, que al compararlas con las anotaciones del cuaderno le indicaron por dónde girar y por dónde seguir recto: decoraciones en las piedras esculpidas, escudos de armas sobre los portones de los colegios abandonados… Se imaginaba con impaciencia el momento de acceder al refugio, poder descansar, beber y alimentarse…, sobre todo beber y alimentarse. Finalmente, a lo lejos, divisaron el símbolo de una cruz sanitaria. Corrieron hasta el lugar y se detuvieron delante.
—Tiene que ser aquí —comentó el muchacho, algo extrañado. La farmacia no tenía puertas. Tampoco parecía un sitio muy seguro, ni mucho menos tenía el aspecto de estar fortificado. Su interior había sido despojado de medicinas y demás equipo médico. Miró alrededor. En la acera de enfrente, una tienda que también había sido saqueada exhibía en su entrada las letras rotas e incompletas de Marks & Spencer. Volvió a estudiar el interior de la farmacia; estaba demasiado oscuro como para apreciar gran cosa—. Sí… Es aquí, no hay duda. Entremos —se decidió.
El local era más grande de lo que parecía desde fuera. Incluso la luz que se colaba por los huecos de las cristaleras, perfilando toda clase de estanterías rotas y mostradores llenos de polvo, apenas alcanzaba el fondo. Adam tuvo que andar hasta el final para distinguir entre las sombras una reja cerrada de un metro de ancho que comunicaba con la trastienda. Al acercarse comprobó que no tenía cerradura. Agarró los barrotes con la mano y tiró de ella, pero no cedió.
—¿Cómo diablos se abrirá…? —se preguntó.
Sacó la linterna y alumbró entre los espacios de la verja. Lo que vio al otro lado era una estancia mucho más pequeña. Permanecía del todo vacía excepto por unos bultos cubiertos con una manta que reposaban en una esquina.
—Efraím, ven, por favor —solicitó—. Sujeta esto. —Le pasó la linterna, abrió de nuevo el diario y, bajo el halo de luz, leyó el párrafo concreto que hacía referencia al lugar. Al cabo de unos segundos lo cerró de golpe, se colocó en el extremo derecho de la reja e introdujo el brazo entre las barras de metal. Bajo la atenta mirada del albino, empezó a tantear la pared del lado opuesto, sin ver qué tocaba. Al no encontrar nada, pegó el cuerpo todo lo que pudo al muro para alargar más el recorrido de la mano.
—Desconozco cómo lo hizo mi padre, pero ahora esto sólo se puede abrir desde dentro —afirmó, y se mordió el labio en una mueca de concentración. Al fin dio con una especie de interruptor, que pulsó sin pensar. La celosía se sacudió levemente sobre su estructura con un chirrido seco y Adam, con una sonrisa, colocó ambas manos en los barrotes y la deslizó a un lado. Ése era el verdadero refugio, se dijo, oculto a simple vista y de acceso estudiado.
Lo primero que hizo cuando ambos entraron y volvieron a encajar la reja en su sitio fue apartar de un tirón la manta cubierta de arena que protegía los supuestos suministros. Se colocó de rodillas, linterna en mano. Dio mil gracias en silencio al coger entre las manos un recipiente hermético y oír el ruido del agua en su interior. Desenroscó el tapón con prisas y no dudó en llevarse el cuello del recipiente a la boca. Bebió tres largos tragos y, al apartarlo, puso mala cara. Cogió después una lata metálica e iluminó su etiqueta sin llegar a distinguir de qué alimento se trataba. Arrancó la tapa tirando de la anilla e introdujo los dedos en la pasta húmeda y viscosa que contenía. Al llevarse la mano a la boca, masticó y una repentina arcada le hizo escupir la comida al suelo. Tosió y trató de recobrar el aire. Cuando se recuperó probó de nuevo con otra lata y repitió el proceso, pero sabía aún peor que la anterior, y esta vez tuvo que ponerse a gatas para vomitar poco más que bilis.
—El agua sabe rancia, aunque podemos beberla, pero la comida se ha podrido, las latas están abolladas —dijo entre jadeos de asco—. Maldita sea… —se lamentó. Alumbró un instante lo que había escupido y vio que era una mezcla negra y verdosa con gusanos muertos— Dios… —masculló con repulsión.
Efraím lanzó un suspiro de decepción y se agachó a su lado.
—Encontraremos comida —intentó alentarlo.
—¿Cómo? —replicó con desespero—. Se supone que en este refugio debíamos encontrar comida suficiente. ¿Dónde está? —recorrió con la linterna las cuatro paredes vacías y oscuras entre las que se hallaban.
—Puede que tu padre se… —empezó a decir Efraím, pero no terminó de hablar. Desde el exterior les llegó el ruido inconfundible de unas voces humanas.
—Tú ve por ahí, Roland. Tú revisa esta calle —gritó alguien en la distancia—. No pueden andar muy lejos.
Adam y Efraím se pusieron en pie y, por puro instinto, pegaron sus cuerpos a la pared, cada uno oculto a un lado de la reja. Las voces pronto fueron sustituidas por pisadas que hicieron restallar los escombros de la calle. Adam extrajo su pistola sin hacer ruido y la sujetó con pulso firme. Intercambió una mirada tensa con el albino.
Fuera quien fuese esa gente, se dedicaron a inspeccionar primero los locales de alrededor. Ambos aguardaron, inmóviles, sin hablar, durante minutos… Cuando uno de los saqueadores entró finalmente en la farmacia, Adam pensó que tenía que ser un tipo corpulento, a juzgar por sus pasos pesados y su respiración grave. El hombre no pareció tener prisa al remover los muebles, mirar detrás de los mostradores y, luego, andar en dirección a la trastienda. Adam maldijo por dentro cuando lo oyó aproximarse. Efraím le hizo un gesto con la mano para que conservara la calma. Por el momento no podía verlos. Se pegaron aún más a sus respectivas esquinas cuando sintieron la presencia del tipo al otro lado de la reja. Para su asombro, conocía aquel escondite; introdujo un brazo entre los barrotes y empezó a tantear el extremo de la pared donde se encontraba Efraím. Era el extremo equivocado; el interruptor se hallaba en el costado de Adam. El albino tuvo que curvar el cuerpo hacia atrás para que no llegara a tocarlo.
—¿Dónde coño era? —gruñó el hombre con voz grave. Retiró el brazo y cambió de lado. Entonces introdujo la mano por el hueco más cercano a Adam. Los dos se prepararon para reducirlo nada más diera con el mecanismo y la verja se abriera.
—Roland, vuelve aquí —se oyó desde la calle—. Pyros ha creído ver algo en el bosque.
El hombre chasqueó la lengua contra el paladar.
—Joder… —se quejó con fastidio. Se apartó de allí y le propinó una fuerte patada a la reja—. ¿Pyros de nuevo, eh? —bramó entre dientes, como si eso lo molestara—. ¡Ya voy! —gritó a continuación, y salió de la estancia.
Adam expulsó poco a poco el aire que había estado conteniendo. Cuando el saqueador ya se había alejado lo suficiente calle abajo, Efraím asomó la cabeza entre los barrotes.
—Ha ido de poco… —murmuró.
—Esa gente… —dijo el muchacho—. Debemos averiguar dónde habitan.
—¿Para qué? —Clavó los ojos en él.
—Conocían este escondite. Estoy seguro de que se llevaron la comida que había aquí, y puede… puede que tengan a mi hermano.
—Tonterías —rechazó el albino—. A tu hermano lo raptaron los de Nottingham, que está a más de ciento cincuenta kilómetros de aquí.
—Aun así, no puedo marcharme de este lugar sin comprobarlo. Ya viste lo que nos iban a hacer. Raptan a la gente y les da igual que sean como ellos. Quizá sus captores tuvieron que pasar por aquí y…
—Adam… —trató de hacerlo entrar en razón—. Colarnos en el escondite de estos saqueadores será una pérdida de tiempo y muy peligroso.
—Me da igual. De todos modos, moriremos si no encontramos comida. No tenemos elección… Yo iré —aseguró con decisión—, y me vendría muy bien tu ayuda.
El albino se lo quedó mirando, discrepante.
—Eres más tozudo que una mula —le dijo—. Está bien… —aceptó a desgana—. Descansa ahora. Al anochecer saldremos y buscaremos su morada.
El muchacho fue deslizando la espalda hacia abajo hasta quedar sentado en el frío suelo.
—Gracias… —Apoyó la cabeza en la pared—. Al anochecer… —murmuró, como si anhelara que ese momento llegara—. Al anochecer…
Cerró los ojos y trató de dormir sin demasiado éxito, hasta que el día se marchitó y convirtió la ciudad en una oscura necrópolis.