51

El cielo gris de la tarde le confería un tono aún más tétrico al paisaje desolado. El silencio era absoluto, como si ningún sonido osara romperlo.

Efraím cerró los ojos y olisqueó el aire putrefacto que le llegaba desde la grieta que se abría bajo sus pies. Su larga melena blanca se mecía al compás del viento; un viento que transportaba la esencia de la muerte y la atrocidad.

En lo alto del saliente rocoso contempló, impasible, la escena bajo el acantilado. En el estrecho valle no existía ni un solo cuerpo con vida del centenar de personas que moldeaban aquel manto de piel y huesos podridos. Había tantas moscas entre los restos humanos como gotas de agua en un día de intensa lluvia.

Adam terminó de ascender por la pendiente y llegó junto al albino. Estaba más delgado que cuando partieron del asentamiento de Stansted, hacía ya tres días, y el vello de la barba le había crecido lo suficiente como para darle un aspecto más maduro. Al mirar abajo tuvo que taparse la nariz con el cubrebocas.

—Toda esta gente… —se horrorizó.

—Es una fosa… —murmuró Efraím en tono frío—. Algunos de estos cadáveres llevan años aquí. No todos son de viajeros adultos, también hay algunos niños. Primero les robaron y luego los mataron, o algo peor… —añadió. A la mayoría de los cuerpos les faltaban una o más extremidades.

Adam observó la escena con un nudo en la garganta. Una idea espantosa cruzó por su mente en esos momentos.

—Sé lo que estarás pensando —intervino Efraím al percatarse—. Y dudo mucho que un hombre como tu padre acabara en un sitio como éste. Y no parece que haya ningún cadáver reciente, así que tu hermano tampoco se encuentra aquí.

—Lo sé —respondió el muchacho, que deseó estar en lo cierto. Sin embargo, aquella imagen seguía siendo terrible—. ¿Quién haría algo así? —preguntó.

—No tengo ni idea. Nottingham queda aún demasiado lejos, dudo que hayan sido ellos. Sean quienes sean, viven por las inmediaciones.

El muchacho hizo un amplio barrido con la vista. Desde hacía unos cuantos kilómetros, la mayoría del paisaje tenía el mismo aspecto. Alrededor de la grieta todo era una zona rocosa con varios desniveles y pequeños montes no naturales, originados tras el poderoso azote de la Guerra. Cerca de donde estaban, a la derecha, perduraba una gasolinera solitaria y vacía, con sus cuatro paredes medio quemadas. Un cartel publicitario descolorido colgaba por el hueco de la puerta. La brisa lo hacía oscilar adelante y atrás con un ruido metálico: Cámbiate ya a HYDRO, el combustible ecológico del futuro. Puede que tu coche no lo agradezca, pero el planeta sí lo hará. Adam la encontró una frase estúpida. Siguió observando la periferia y terminó señalando hacia la izquierda.

—Daremos un rodeo por ahí, e iremos con más cuidado de ahora en adelante. No nos adentraremos en ningún pueblo más hasta llegar a Cambridge. Aún se encuentra a un día de camino, pero supuestamente allí hay un refugio con comida. Me gustaría llegar antes de mañana al atardecer.

El albino asintió, aunque se reservó su opinión al respecto. Se ajustó la capucha y fue el primero en descender de nuevo por la pendiente para tomar la senda secundaria que delimitaba la grieta. Antes de hacer lo mismo, Adam se quedó unos segundos mirando, sobrecogido, aquel macabro cementerio. Jamás había visto nada igual, se dijo.

Desde la noche anterior, los hongos comestibles se les habían terminado y el hambre volvía a cernirse sobre ellos como una sombra que jamás te abandona. En los últimos días habían atravesado lagos desecados llenos de espinas de peces, dormido sobre unas maderas flotantes en una marisma de lodo y aguas negras, e inspeccionado el pequeño municipio fantasma de Saffron Walden, que aún conservaba los restos de algunos edificios medievales, iglesias parroquiales y mansiones de ladrillo rojo hechas añicos. Todo sin éxito, ni siquiera una mísera presa menor que poder cazar y llevarse a la boca. En esa región del norte la ausencia de vida era total y la supervivencia se hacía más dura de lo que Adam había llegado a imaginar.

Tras bordear la fosa, caminaron a través de pequeños montes, mesetas y colinas rocosas, siempre atentos a cualquier peligro o persona que pudiera sorprenderlos, aunque ningún saqueador o asesino salió a su encuentro. Tampoco vieron rastro alguno de los captores de Caleb; con la ventaja que debieron de tomarles mientras tuvieron que quedarse en el aeropuerto, podían estar ya en cualquier parte. Para no perderse, Adam siguió en todo momento los dibujos de construcciones y accidentes geográficos que su padre había plasmado en el diario: al nordeste, por ejemplo, se alzaba una montaña de piedra roja y cima con forma de sierra. La rodearon por la ladera izquierda y al poco rato de dejarla atrás dieron con un tramo de carretera que pudieron seguir durante, al menos, cinco kilómetros. El asfalto terminaba de golpe, pero un cráter que todavía humeaba —y lo haría durante años— había borrado del mapa el condado de Great Shelford, al norte, y el rastro de su nube gris se distinguía perfectamente en la distancia. Allí es hacia donde se dirigieron a continuación. Pasaron al lado del agujero, a quinientos metros de su contorno, momentos antes del anochecer. Para entonces, Adam se sentía agotado, incluso Efraím dejaba entrever el cansancio en sus pasos, así que decidieron detenerse en un granero abandonado que encontraron cerca del camino, cuyo techo de rocas compactas se había derrumbado sobre la planta baja. Buscaron un rincón libre de obstáculos y allí acamparon. Como era de esperar, las temperaturas bajaron en picado con el brillo de las primeras estrellas.

—Deberíamos encender un fuego —propuso Efraím, inmune al frío, al ver la forma en que el muchacho se acurrucaba pegado a la pared, con los brazos rodeándose las rodillas.

—Si lo hacemos podrían vernos. —Los labios le temblaban.

—Pero también puede que no haya nadie. Tal vez nos equivocamos. Si aún no nos hemos cruzado con ningún saqueador, dudo que lo hagamos ahora.

El muchacho pareció vacilar.

—Podríamos… —tartamudeó— podríamos avivar unas brasas, sin llamas ni humo.

—Bien —estuvo de acuerdo el albino—. Yo me encargaré. —Se levantó y recogió todo aquello que encontró entre los cascotes del granero que pudiera quemarse; en general, madera podrida y piedras con las que hacer la base de la lumbre.

La calidez que desprendieron las ascuas fue suficiente para el muchacho, que se frotó las manos a pocos centímetros de ellas. No apartó la mirada de la madera, atraído por su destello y su crepitar, ni siquiera cuando las tripas le empezaron a rugir de hambre.

—¿En qué piensas? —le preguntó Efraím, que se había tumbado a un par de metros de la hoguera, boca arriba, y observaba fijamente las estrellas.

—En mi hermano… en Hannah… —No los había nombrado desde que salieron del aeropuerto—. Y en mi padre… —añadió con voz queda.

—¿Qué darías por volver a verlos? —le preguntó de repente.

Adam siguió observando las brasas. En sus ojos se reflejaba un brillo rojizo y centelleante, y su rostro se había llenado de sombras danzantes.

—Ya no me queda mucho más que dar. Lo estoy dando todo… —murmuró, terriblemente cansado.

—Bueno… razón no te falta. —Aguardó un instante antes de decir—: A propósito, admiro tu discreción.

—¿A qué te refieres? —Frunció el ceño.

—He visto cómo me miras a veces, y no es para menos —admitió—. No entiendes muchas de las cosas que hago, ni de dónde vienen mis capacidades. Pero a día de hoy aún no has intentado saber por qué soy como soy, pese a que no dejas de preguntártelo de manera constante. Por ese motivo admiro tu discreción.

Adam reflexionó antes de responderle.

—Para mí eres Efraím, mi compañero. Yo te confío mi vida y tal vez tú a mí la tuya. A partir de ahí, lo que seas en realidad o cuáles sean tus motivos para seguir adelante, es algo que ya me contarás cuando lo creas oportuno. Si es que ese momento llega.

Lo cierto era que, últimamente, Efraím se sentía a gusto conversando con el muchacho. Y pensó que algún día ese momento, sin duda, llegaría. Desde hacía tres noches, antes de dormir, siempre hablaban un rato, aunque sus conversaciones eran bastante cortas y concisas. Normalmente, el albino quería conocer su punto de vista sobre algún asunto en concreto; en cuanto le quedaba claro, parecía sentirse satisfecho y era como si prefiriese guardarse las siguientes preguntas para las noches venideras. Durante toda su vida no había tenido demasiadas oportunidades para hablar con las demás personas, y ésa era una nueva experiencia que, entre toda la dureza y dificultad de aquel viaje, estaba encantado de aprovechar.

Tras un rato de silencio, concentrado en el firmamento, le dijo:

—¿Crees que el ser humano, después de miles de años de evolución, ha llegado a su fin, Adam?

El muchacho, que era consciente de su curiosidad hacia él tanto como de la suya propia hacia el albino, le respondió:

—Creo que algún día tiene que llegar ese fin. Y que, tal vez, dentro de otros miles de años, surja una nueva especie, nuestros sucesores, y que, definitivamente, lo harán mejor que nosotros.

—¿Eso piensas? —Soltó una risa corta.

Adam también intentó sonreír.

—La naturaleza es sabia. Un anciano amigo mío me contó una vez que ya habían ocurrido otras catástrofes a lo largo de la historia que provocaron que las especies dominantes del planeta se extinguieran.

—¿Quién era ese hombre? —quiso saber.

En aquel momento Adam recordó algo: metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó el botecito de cianuro que le había dado el señor Belicci la última vez que se vieron. No sabía por qué motivo lo seguía guardando. Era un recuerdo un tanto extraño hacia su persona, pensó. Pero aún no había encontrado el momento adecuado para deshacerse de él. O quizá puede que no quisiera hacerlo.

—Alguien que ha sido como un padre para mí —respondió, sosteniendo el recipiente entre los dedos, de tal forma que la luz de las ascuas iluminó el líquido ambarino.

—¿Sigue vivo?

—No —musitó el muchacho con pesar, y volvió a guardarse el botecito en el bolsillo.

—¿Y qué creía él? ¿Veía posible un nuevo comienzo? —preguntó. Había respeto en su voz.

—A veces hablábamos… —recordó Adam con cariño—. Él nunca negó que la naturaleza sea capaz de crear vida inteligente de nuevo, que vuelvan a existir seres con la habilidad de utilizar una piedra para golpear o cortar la materia. Pero que esos futuros seres se paren a mirar el cielo y las estrellas como lo estás haciendo tú ahora mismo, Efraím, y que se pregunten quiénes son y de dónde vienen… Él creía que ése era un don que sólo se nos ha concebido a nosotros y que no volverá a repetirse. Decía que la vida continuará después del ser humano, el mundo florecerá y volverá a ser verde de nuevo, pero ya no habrá nadie capaz de entender y de apreciar su belleza. Y, para ser sincero, opino que será mejor así —añadió mientras se tumbaba de costado.

Efraím esbozó media sonrisa. De nuevo otra respuesta que no lo defraudaba. Eso le daría que pensar durante los largos momentos en los que se iba a mantener despierto, incapaz de conciliar el sueño.

—Buenas noches, Adam —dijo.

—Buenas noches, Efraím. —El muchacho colocó su mochila a modo de almohada y, reconociendo que, de algún modo, estaba empezando a sentir aprecio por el albino, cerró los ojos y se quedó dormido.