En la superficie aún quedaban algunas horas de luz. El norteño le dio una patada a su perro, atado a una tubería, cuando al pasar a su lado intentó morder la rata despellejada que llevaba en la mano.
El can ladró, rabioso, ante el impacto.
—¡Cállate! —le gritó su amo, hosco—. ¡Cállate! ¡Hoy no hay nada para ti! —El animal bajó la mirada y se acurrucó en la pared del metro con el rabo entre las piernas; allí se relamió entre gimoteos.
El hombre empaló luego la rata en la hoguera para que se asara sin apartar la vista del tipo grande que dormía en una cama cercana de la estación. Se topó con él unos días atrás, cuando, desde una alcantarilla que sólo un norteño podría conocer, accedió al túnel que llevaba hasta la estación de Moorgate para guarecerse de la noche. Ése fue el motivo por el que lo salvó de una muerte segura; se lo encontró tumbado en el suelo cavernoso, respirando agonizante, con varias flechas clavadas en el cuerpo. Ya lo había visto con antelación; sin duda era uno de los hombres de Frank, y quería saber cómo había acabado así. «Gedeón», le dijo que se llamaba entre balbuceos. En aquel momento reposaba con sus heridas aún sangrando por debajo de los vendajes. Él también llevaba un vendaje. Se miró con furia la mano. Aquel despreciable irlandés refinado lo había herido más profundamente en su orgullo de lo que ningún hombre llegaría a hacerlo jamás. En cuanto cumpliera con su parte del trato y condujera a su gente hasta la Guarida se lo haría pagar caro… muy caro. Por el momento, sin embargo, sus pensamientos no podían salir a la luz. Frank poseía fama de saber atar muy bien a sus mascotas, y el desfigurado no parecía una excepción. No quería que le notara el odio que sentía hacia su patrón. Además, tenía otras intenciones con respecto a él; pretendía ganarse su confianza y apelar a la buena voluntad que tuvo salvándole la vida, para que, poco a poco, Gedeón se uniera a ellos. Sí…, conociéndolo, eso cabrearía a Frank hasta límites casi exquisitos.
Al volver de nuevo la mirada hacia él se sobresaltó al ver que lo estaba observando con ojo crítico desde la cama.
—Eh… —Forzó una sonrisa inquieta—. Creí que aún dormías.
Gedeón no dijo nada, siguió mirándolo hasta que el norteño se vio obligado a apartar la vista, intimidado. Lo cierto era que su rostro lleno de cicatrices y su gran envergadura lo ponían nervioso.
—¿Tienes sed? ¿Hambre? —probó con eso para hacer que hablara.
—¿Cómo dijiste que te llamabas? —preguntó de pronto Gedeón con voz lenta y sosegada.
—No lo dije… —contestó el norteño tras darle la vuelta a la rata. A continuación cogió su cantimplora y se la acercó para que bebiera—. Toma —le ofreció. Gedeón la tomó entre sus manos, quitó el tapón con el pulgar y bebió despacio—. Han pasado dos días y ya casi te has recuperado de tus heridas. Eres fuerte, resistente. ¿Sabes?, alguien como tú nos vendría muy bien allí de donde vengo.
—¿Y de dónde vienes? —El desfigurado se pasó el puño por los labios mutilados.
—Creo que ya lo sabes… Habrás oído hablar de nosotros. Vengo del norte… de Nottingham.
—Oh… —Se hizo el sorprendido—. Vosotros sois los que lo habéis organizado todo…
—Así es… Cooperamos con tu líder: Frank… En cuanto a mí, soy el que te ha salvado la vida —le recordó con firmeza—. Te extraje las flechas y te cosí las heridas. No lo olvides.
Gedeón dejó ir una especie de carcajada.
—¿Y qué se supone que debo hacer ahora? ¿Estarte eternamente agradecido y bailar en tu honor alrededor de la hoguera?
El hombre apretó los dientes.
—Un poco de gratitud no estaría mal. Y… —Pareció dudar—. Tal vez… quisieras acompañarme al norte.
Gedeón no contestó en seguida. Observó cómo el norteño volvía a la hoguera y apartaba del fuego a la alimaña. Soplando para no quemarse, la partió en dos trozos con su cuchillo. Se le acercó de nuevo y le tendió uno de ellos. Luego se sentó en el suelo para comer, entre el desfigurado y el perro, junto a una mochila negra que llevaba siempre con él.
—¿Por qué ir contigo? —gruñó Gedeón, que primero olió la carne chamuscada y después la mordisqueó sin dilación.
—¿Y por qué no hacerlo? —le replicó.
—En el norte no se me ha perdido nada —dijo con la boca llena—. Y no se me ocurre nada de lo que haya allí que pueda interesarme. Vivís entre la mierda y la pobreza. Se conoce.
Pese al tono ofensivo de Gedeón, el norteño había aprendido a contenerse, así que siguió hablando sin alterarse:
—Nosotros somos expertos en el seguimiento y el secuestro de personas; lo que hagamos con ellas puede que te sea indiferente, pero poseemos conocimientos y toda clase de herramientas para el dolor que tal vez sí encuentres interesantes. Los que te hicieron esto se dirigen hacia nuestro asentamiento… Se conoce —repitió esas palabras a propósito—. ¿No crees que sería de justicia que pudieras esperarlos y devolverles el favor? Además, no somos tan pobres de recursos como crees. Te mostraré… cosas. —Metió la mano en la mochila y empezó a sacar objetos del interior; lo primero una pistola que apartó a un lado, luego un botellín de cristal y un pañuelo lleno de manchas—. Este líquido es cloroformo —explicó removiendo el recipiente—. Si empapas cualquier trozo de tela con esto y se lo haces oler a alguien, ya es tuyo.
—Ya sé lo que es el cloroformo… —replicó Gedeón con descaro—. En la Guarida también tenemos de eso.
—Pero no tan puro —lo rebatió—. Lo sé porque somos nosotros quienes os lo proporcionamos. —Achinó casi imperceptiblemente los ojos—. ¿Y qué me dices de esto? —Sacó de la bolsa una linterna de gran tamaño. Al encenderla proyectó una luz tan potente que iluminó toda la estancia y Gedeón tuvo que taparse los ojos con una mano. Su poderoso destello incluso llegaba a quemar.
—¡Apaga eso! —gritó el gigante, enojado—. ¡Apágalo!
El hombre no tuvo prisa en hacerlo. Cuando al fin guardó la linterna de nuevo en la mochila mostraba una expresión triunfal en el rostro. El desfigurado tuvo que frotarse los ojos; por un momento el resplandor lo había cegado.
—Extraemos los faros de los antiguos coches y les añadimos cristales reflectantes y baterías —le explicó cuando éste recuperó la visión—. Su brillo es tan fuerte que ni siquiera esas criaturas de la noche osan acercarse durante los períodos de oscuridad. Odian este tipo de luz igual que si fuera el mismísimo sol. Los repele y los aturde por igual. Como ves, no sólo vivimos entre la mierda y la pobreza.
Gedeón no dijo nada. Su rostro siempre reflejaba un odio intenso, y en otras circunstancias hubiese matado a aquel tipo allí mismo, pero lo cierto es que empezaba a mostrarse interesado.
—Dudo que tengáis esto en la Guarida… ¿o me equivoco? —añadió el norteño. Lo estaba llevando hacia su terreno.
Gedeón miró la mochila negra donde acababa de guardar la linterna. Sin apartar la vista de allí, se llevó de nuevo el trozo de rata a la boca y, entre cavilaciones, terminó de arrancar la carne y masticarla. Luego lanzó cerca del perro el huesecillo que quedó. El animal se lanzó a cogerlo como una bala y lo trituró entre sus quijadas.
—¿Por qué te acompaña siempre ese perro? —preguntó.
El hombre miró al animal.
—Bah… —gruñó con desprecio—. Es un perro de rastreo, una simple herramienta, nada más. Los criamos y los entrenamos, y cuando se hacen demasiado viejos o se vuelven demasiado locos nos los comemos. Éste está medio sordo de las palizas que le he llegado a dar para mantenerlo a raya, pero tiene un olfato infalible. Si se lo motiva de la forma adecuada, el muy cabrón es capaz de seguir el olor de cualquier persona, por muy lejos que esté.
—¿Cómo de lejos? ¿Quince kilómetros? —quiso saber Gedeón.
El hombre soltó un suspiro de risa.
—Cientos —precisó—. En el mundo ya no hay muchas personas, amigo, y la ausencia de olores hace que, para ellos, el rastro a seguir sea tan claro como un camino de asfalto en mitad del desierto.
El desfigurado asintió, sorprendido.
—Tengo que reconocer que te he subestimado.
Se hizo un breve silencio.
—Entonces, ¿qué me dices? ¿Vendrás conmigo a Nottingham? —Se pasó una lengua nerviosa por los labios.
—Oh, ya lo creo que iré…
—Tus heridas pronto estarán curadas. Tal vez dos o tres noches más de reposo. Podríamos partir entonces y llegar allí en diez días si nos damos prisa.
—No… —replicó Gedeón en tono neutro—. Partiremos mañana mismo. No me gusta esperar.
El norteño mostró sus dientes podridos en un gesto parecido a una sonrisa.
—¡Bien! —dio una palmada, eufórico—. ¡Bien! —Levantó un puño al aire—. A propósito, toma. —Metió la mano en un compartimento secundario de la mochila y extrajo una venda de lana amarillenta—. Cámbiate el vendaje. El otro no lo tires, lo limpiaremos. —Se la lanzó. Gedeón la atrapó al vuelo.
Tras aplicarse por sí mismo las curas pertinentes, se mantuvo sentado en un rincón oscuro de la estación. Bajo las sombras permaneció abstraído durante horas. El norteño, de vez en cuando lo miraba e imaginaba con una sonrisa malévola la clase de atrocidades que se le estarían pasando por la cabeza para llevar a cabo su venganza. «Ha salido todo perfecto —se decía—, demasiado, incluso». Había jugado sus fichas de forma magistral y ahora se había ganado su lealtad. Se regocijó al imaginar la cara de Frank cuando se enterara de que el gigante se había unido a él. No podía esperar el momento de hacérselo saber.
Los primeros gritos de los Nocturnos anunciaron que la noche había llegado. Los oyeron mientras cenaban algunas raíces secas alrededor de la hoguera.
—¿Sabes por qué gritan así cuando salen? —masculló el norteño.
—No —contestó indiferente.
—Hay quien dice que como existen varias colmenas repartidas por la ciudad, es su modo de avisarse los unos a los otros de que ha llegado la hora de salir al exterior. Yo creo que lo que buscan es dar miedo. Imagínate que eres un viajero o un animal perdido entre las calles de Londres. Con tantos gritos serías incapaz de adivinar desde dónde se te acercan, por lo que no sabrías hacia dónde huir. ¿Qué opinas tú? —Lo miró.
Gedeón escupió el trozo de raíz que tenía en la boca. Sin contestarle, se levantó y fue a paso lento hasta su cama, donde se tumbó de costado y permaneció sin moverse.
—Vale… —murmuró el norteño, algo molesto—. No contestes, no pasa nada. Tú descansa. «Me da igual que no hables una mierda, mientras me sigas sin rechistar», pensó.
Sin embargo, Gedeón tan sólo hizo ver que conciliaba el sueño. Esperó paciente a que el hombre se tumbara también sobre su jergón y cerrara los ojos. Siguió esperando hasta que lo oyó roncar. Fue entonces cuando, sin hacer ruido, se levantó y se acercó hasta él. De pie, se lo quedó observando un buen rato. Estudió su cara tatuada. Estaba llena de llagas supurantes, tan sucia y degradada que hasta a él le provocaba repulsión. No era un buen trofeo, pensó. Con cuidado, se agachó para rebuscar en la mochila negra del tipo, justo debajo de la cama. El norteño hizo un leve movimiento y Gedeón se quedó quieto. El perro también se irguió sobre sus patas, atento, aunque no ladró. Finalmente nada ocurrió, así que el desfigurado siguió escudriñando el interior de la mochila hasta que dio con el recipiente de cloroformo. Lo usaría en breve, pero no quería que el tipo perdiera el conocimiento, sólo aturdirlo, igual que hacían en la Guarida con algunos de los hombres que condenaban a morir en la Jaula. Cogió también la cantimplora del suelo y, procurando no inhalar nada, se subió el tapabocas y empapó el trapo con el líquido narcótico primero y después con un poco de agua. Ambos fluidos tenían densidades diferentes, por lo que de nada hubiese servido mezclarlas en un mismo recipiente.
Cuando todo estuvo dispuesto, se plantó de pie frente al norteño y siguió observándolo. Roncaba como un animal. Aquel momento le encantaba, el momento previo de quitarle la vida a alguien lo hacía respirar con fuerza y sentirse más vivo que nunca. Con un movimiento seco lo agarró fuerte de los pelos. El hombre se despertó de golpe con un grito. Al ver al desfigurado puso cara de terror e intentó incorporarse, pero no tuvo tiempo; éste le presionó rápido el trapo entre la nariz y la boca. El norteño trató de golpearlo un par de veces en las heridas del torso y del costado, pero todas las fuerzas que mostró en su arrebato inicial fueron deshinchándose como un pellejo de agua. Los ojos se le entornaron, y aunque no llegó a desmayarse, ya no pudo moverse. Gedeón lo sentó entonces en la cama, con la espalda apoyada en la pared, y vio entre delirios cómo extraía el machete de su cintura y le colocaba la punta de hierro contra el pecho.
—Sí, debería darte las gracias… pero no lo haré —anunció el desfigurado con tono sádico—, ¿y sabes por qué? Porque al haberme mantenido con vida me siento obligado a terminar ese asunto pendiente que no se me va de la jodida cabeza, y mi odio no hace más que crecer… y crecer… y resulta que tú… —le echó el aliento a la cara— eres lo único que tengo a mano ahora mismo para desahogarme.
Poco a poco fue hundiendo el machete en su pecho. Su rostro se contrajo hasta que la piel se le volvió morada. Las venas del cuello se le tensaron como cables de acero y de su boca salió un reguero de sangre oscura que le tiñó la ropa como si cayera de una fuente.
Mientras le quitaba la vida, Gedeón imaginó que aquel pobre diablo era en realidad Efraím, o mejor aún, el muchacho, Adam, y empezó a temblar de excitación. Lo miró a los ojos hasta que vio su alma escaparse con su último aliento. Luego retiró el cuchillo y lo limpió con la ropa del cadáver.
El perro lo miraba inquieto; gruñía aunque sin ladrar, y no parecía sentir la más mínima compasión por lo que acababa de ocurrirle a su amo.
—¿Tienes hambre, verdad? —se dirigió a él.
Como si lo entendiera, el animal se relamió el hocico.
Gedeón, sin vacilar, clavó entonces el cuchillo en la pierna del norteño y le cortó con brusquedad un trozo de carne que llevó hasta el perro. Éste lo olfateó un instante y lo tomó entre sus dientes con tanta avidez que incluso llegó a morderle un poco en los dedos. El gigante observó, imperturbable, cómo el animal masticaba sin tregua la carne. Una vez la engulló, lo miró como pidiéndole más. Gedeón volvió hasta el cadáver y rebanó otro trozo ensangrentado de la pierna, pero esta vez tan sólo se lo dio a oler, y lo apartó antes de que pudiera tomarlo entre los dientes.
—Ah, ah… —lo reprendió y sacó de su bolsillo el pedazo de tela de abrigo que había estado guardando durante todo ese tiempo. A menudo lo apretaba con furia entre sus puños, ya que aún conservaba el olor peculiar del albino, el hedor de un maldito traidor… Se lo dio a oler. El perro lo olfateó y movió la cola. Tras unos segundos ladró dos veces. Acto seguido volvió a olfatearlo, del todo inmóvil, y ladró de nuevo. Satisfecho, Gedeón se agachó junto a él para darle su premio.
—Buen perro. —Le acarició el lomo mientras comía—. Buen perro…