Durante toda la noche Adam no se movió del sillón. La mitad del tiempo se lo pasó pensando, intentando razonar los argumentos que le había dado Kane, decidiendo si eran justificables. Cuando su arrebato inicial se desvaneció, tuvo que reconocer que, seguramente, aquella gente detestara tener que alimentarse de sus muertos; que no les quedara otra opción era una desgracia común entre los colectivos humanos. En cuanto al ultimátum que le había impuesto el albino, no le faltaba razón; tenía que decidirse cuanto antes, pero llevar adelante cualquiera de las opciones posibles significaba una pérdida demasiado lacerante… El resto del tiempo se lo pasó durmiendo, a menudo en intervalos cortos, sin poder dejar de darle vueltas a la cabeza.
En cualquier caso, la noche transcurrió con lentitud. Y a la mañana siguiente Adam, con gran dolor, tomó su decisión: dejarían a Hannah en aquel lugar, sin ninguna garantía de cuál sería su futuro ni de si volvería a verla. Pero aún tendría una oportunidad de rescatar a su hermano antes de que fuera demasiado tarde, y eso pesaba más que cualquier otro motivo.
Se levantó y se tomó unos minutos para despedirse de ella.
—Lo siento… lo siento mucho. —La miró con tristeza. Parecía una muñeca de cera acariciada de cerca por la muerte. Adam tomó su mano, su tacto era frío y frágil, y la mantuvo entre sus dedos un buen rato. Le costó soltarla, y tuvo que recurrir a una gran fuerza de voluntad para, al fin, alejarse de su lado. Tenía que reunirse con el albino; él estaría esperando su respuesta. Se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir de la habitación algo ocurrió:
—Adam… —La voz de Hannah sonó tan débil que apenas pudo oírla.
El muchacho cerró los ojos y torció el gesto. Aquél no era el mejor momento para que ella recobrara la consciencia. Se dio la vuelta y, despacio, volvió junto a la cama.
—Te he oído… —murmuró ella, febril. A Adam se le ensombreció el rostro—. No tienes que pedirme perdón por nada, ni sentir remordimientos al marcharte. Debes terminar lo que empezaste… Yo ya no puedo seguiros.
—Hannah, te juro que volveré…, vendré a por ti. Tienes mi palabra —prometió taciturno.
Los ojos de la chica se humedecieron.
—No… —Se le saltaron las lágrimas y tuvo que encontrar fuerzas para seguir hablando—. Lo intentarás, sí, aunque yo ya no estaré. No voy a mejorar, Adam…
—Por favor, no digas eso… —Le colocó una mano en la mejilla—. Eres fuerte, luchadora. Hallarás el modo de salir de ésta. Lo sé.
Ella volvió la cabeza hacia el lado opuesto, terriblemente triste y enferma. Le costaba mirarlo a la cara.
—Me habría encantado seguir viajando contigo —susurró—, dormir más veces contigo…, pero estas cosas pasan, ¿no? —Hizo una repentina mueca de dolor.
Adam exhaló el aire despacio, afligido.
—Me salvaste la vida y luego… —apretó los labios— le diste un nuevo sentido… Pase lo que pase, cueste lo que cueste, vendré a buscarte. Aguanta y espérame. Prométemelo.
Hannah cerró los ojos; dos lágrimas se recortaron en sus párpados y cayeron sobre el colchón.
—Vete… —dijo, incapaz de prometer lo que le pedía.
—No —se negó rotundo—. Prométemelo. No puedo irme si no lo haces.
Hannah lo miró a los ojos, con el alma rota, y asintió de forma leve.
—Te lo prometo —dijo entre sollozos, pese a que ambos sabían hasta qué punto aquello era improbable—. Por favor, ve, no alargues más la despedida.
Adam se agachó para besarla en la frente. Por un instante, su olor lo transportó a la casa donde yacieron juntos unos días atrás. Ojalá las cosas hubieran ido de otro modo, se lamentó. Al apartarse se miraron y él le apretó la mano, como si quisiera darle fuerzas. Se estaba haciendo tarde. En el momento en que el muchacho cogió sus cosas y se retiró de la estancia, Hannah volvió a apartar la mirada para no verlo partir. Las lágrimas siguieron resbalando por sus mejillas una vez se quedó a solas.
Para Efraím, apoyado en una pared de la zona habitada, fue suficiente intercambiar una breve mirada con el muchacho para saber que había llegado la hora de ponerse en marcha. Las lucecillas de la sala volvían a estar encendidas y la gente de alrededor permanecía inmersa en sus tareas, como si nada extraño hubiese ocurrido la noche anterior.
—Está despierta —dijo Adam cuando el albino se le acercó—. Querrás despedirte.
—Así es —asintió.
—Dame unos minutos, ¿quieres? Necesito hablar con Kane antes de irnos.
—Me ha dicho que te esperaba en lo que ellos llaman «el Mirador», por lo visto es un piso más arriba. Se accede por ese pasillo de mantenimiento. —Le señaló un punto en concreto de la pared opuesta, donde había un hueco que pasaba desapercibido entre las sombras de la cámara.
Adam se volvió y miró en la dirección que señalaba su dedo.
—Bien. Vuelvo en seguida.
Efraím le hizo un gesto asertivo con la cabeza.
Tras el acceso de emergencia había unas amplias escaleras a tres bandas, llenas de mugre, que ascendían hasta la planta superior. Adam subió los peldaños de dos en dos y una vez arriba empujó la puerta que se encontró de frente. El fulgor directo del día le hizo colocarse una mano por delante de la cara; desde algún punto se oyó el repentino aleteo de un pájaro que emprendía el vuelo. La sala donde apareció era tan grande y espaciosa como la de abajo, aunque del todo vacía, sin muebles, habitáculos ni nada destacable excepto un suelo en ruinas. Tampoco había planchas de metal que taparan los huecos de los grandes ventanales. La atmósfera se colaba sin obstáculos en el interior y arrastraba polvo y arena. Sin embargo, al fondo había una hilera de cuatro asientos de aeropuerto, encarados al horizonte, acariciados por el viento. Kane permanecía sentado en uno de ellos, con la vista fija en el desierto. Lo esperaba. Adam pensó que allí debía de ser desde donde Casper lo apuntó la mañana anterior, cuando se coló en el desguace. Echó a andar. Al llegar junto al anciano, se detuvo a su espalda.
—No tiene mi permiso, ¿me oye? No lo tiene —dijo. Se adivinó tensión en su voz.
—Y tú tienes mi palabra —respondió el anciano, sin dejar de mirar al frente—. Llegado el caso, vuestra amiga tendrá un entierro digno. Nadie tocará su cuerpo.
—Gracias… —oírle decir eso le dio cierta tranquilidad.
—Adam… —Kane cambió completamente de tema—. Desconozco quién es ella, pero no es la primera vez que veo a la persona de piel blanca que te acompaña. No puedo decirte qué debes hacer, aunque te aconsejo que no deposites en él toda tu confianza.
El muchacho también fijó la vista en el horizonte. Kilómetros y más kilómetros de arena, desechos y construcciones derribadas lo cubrían todo como si el mundo se hubiera desintegrado y vuelto a juntar de cualquier forma. Aunque las vistas eran espectaculares, admitió. Desde allí podría divisarse a cualquier ser vivo acercándose a medio día de distancia.
—Conozco a Efraím y puedo imaginar las órdenes que un ser despreciable debió de darle al partir, pero su alma es noble. Aun así, estaré atento.
Kane hizo un gesto de asentimiento.
—¿Sabes ya cómo llegar hasta Nottingham?
El muchacho se tomó un instante para hacer un repaso mental de las rutas que había estudiado en el diario.
—Principalmente nos guiaremos con el sol y las estrellas. Tras la última variación de los ejes de la Tierra, la estrella polar señala siempre hacia el noroeste; el sol sale siempre por el nordeste. Es más preciso viajar de noche; ciertos cuadros estelares en el cosmos nos indicarán el emplazamiento exacto de los próximos refugios y municipios abandonados. Hay «piedras» en el camino que podemos seguir. —En el diario, su padre se refería con ese nombre a los restos de monumentos, edificios, montañas o, en definitiva, cualquier cosa de un tamaño suficiente como para que pudiera apreciarse en la distancia—. Por lo visto, de aquí en adelante apenas se distinguen las marcas de la carretera, pero si de vez en cuando damos con ellas será señal de que no nos hemos perdido.
Kane sonrió, aunque Adam no pudiera verlo.
—Es evidente que Noah hizo bien su trabajo —repuso—. Casper os acompañará hasta la salida. Le he dicho que os dé algunos hongos, agua y medicinas para el camino. Mis mejores deseos están contigo, muchacho. Espero que encuentres a tu hermano y que lo pongas a salvo. Y recuerda…: aquí siempre serás bienvenido.
—Le agradezco su amabilidad —dijo haciendo una leve reverencia.
Se despidieron con palabras cordiales. A pesar de que Adam lo entendía, habría preferido no haber visto lo que vio la noche anterior. No obstante, de nuevo tuvo que reconocer la bondad y singularidad de aquel hombre. Y no pudo más que sentir gratitud hacia su persona, no sólo por su inestimable ayuda, sino por todo lo que representaba en el mundo del presente.
Tal como le había asegurado, Casper los estaba esperando a Efraím y a él, sentado en un rincón de la sala habitada, para acompañarlos de vuelta al exterior. Al verlos se levantó de un salto y les llenó el equipaje con algunos suministros.
—No es mucho —les dijo—. Ojalá pudiera daros más. Lamento que nuestras reservas sean tan limitadas.
—Es suficiente —le agradeció Adam.
Los tres descendieron a través de los túneles y, una vez sus botas volvieron a pisar el desierto, Efraím se colocó la capucha, Adam se ajustó el equipaje y Casper les deseó buen viaje.
—Quiero que sepas que para mí ya no serás nunca más un pato flaco, Adam. —Torció la boca—. Me caes bien —afirmó. El sol apareció un instante entre las nubes y al mirar al muchacho tuvo que entornar los párpados al darle la luz en la cara.
Adam perfiló media sonrisa y le apoyó una mano en el hombro.
—Y tú a mí, Casper. Cuídate mucho. Y cuida de Hannah por mí, ¿quieres?
Casper se llevó un puño al pecho.
—Te lo prometo —dijo, sincero, antes de que el muchacho y el albino se despidieran con un gesto afectivo y tomaran rumbo norte.
Mientras se alejaban, Casper se quedó un buen rato inmóvil, preguntándose si algún día volvería a verlo.
—Es difícil saberlo… —se respondió a sí mismo con un movimiento de cejas, sin que nadie pudiera oírlo—. Sí… —reconoció— sí… me caía bien —murmuró. Giró sobre sus talones y echó a andar de vuelta al refugio.
Cuando Adam y Efraím habían avanzado lo suficiente como para que el aeropuerto tan sólo fuera un mero espejismo a sus espaldas, fue el albino quien rompió el silencio que se había instalado entre ellos dos. No se le pasaba por alto que aquél debía de ser un momento difícil y delicado para Adam, así que decidió abordarlo del modo más sutil que supo.
—No digo que necesites hacerlo, pero si quieres hablar, te escucharé.
El muchacho siguió andando.
—¿Hablar…? No… —respondió con frialdad—. Ahora mismo intento ser fuerte…, apartar de mi mente toda clase de sentimientos. Como tú, entiendo. Es la única forma de soportarlo… —Su rostro se endureció.
—Tuviste miedo de equivocarte en tu decisión pese a que sabías que era la correcta… Lo que has hecho implica valor y sacrificio. Y te felicito por ello. Dime, Adam, ¿de qué tienes miedo ahora?
—Cuando partí de la Veguería, lo que más temía era que los Nocturnos nos encontraran. Ahora que ya sólo quedamos tú y yo, me doy cuenta de que ninguna de las personas que hemos ido perdiendo por el camino ha sido por su culpa.
—Sí…, tal vez pusimos tanto cuidado en evitarlos que pasamos por alto todo lo demás.
—Si te digo la verdad, Efraím, mi mayor miedo es que ya ni siquiera sé por qué sigo adelante. A estas alturas, lo más probable es que mi hermano esté muerto, y Hannah… —Terminó negando con la cabeza, desanimado—. Parece que estoy condenado a perder a todas las personas que me importan. Todo sería más fácil si la muerte viniera también en mi búsqueda. Al fin y al cabo, es lo que hacen el resto de los seres humanos; vivir para morir otro día. Puede que yo aún siga con vida, pero por dentro no soy más que otro cadáver pudriéndose al sol.
Efraím se lo quedó mirando desde el interior de las sombras de su capucha, aunque optó por no contestar a eso. No era el momento, se dijo. Así que continuaron caminando sin mediar palabra. Poco a poco, sus siluetas fueron empequeñeciéndose entre los vastos y hostiles confines de la tierra, mientras el viento, imperecedero, iba borrando el rastro de sus huellas como si nunca hubieran existido.