Como tantas otras cosas que no estaba acostumbrado a ver en la gente, a Adam le sorprendió la gentileza de las personas que habitaban entre las ruinas del aeropuerto. Al pasar al lado del tipo grueso que estaba cocinando, éste lo miró y le hizo una señal para que se acercara. Entonces les pidió a los hombres y mujeres que hacían cola que se hicieran a un lado. Los supervivientes, sin rechistar, se apartaron para que él pudiera ser el primero en recibir la comida.
—Muchas gracias. —Adam tomó entre sus manos la cuchara y el cuenco con sopa y pedacitos de panceta cocida que el hombre le tendió.
—Si quieres más, sólo tienes que pedírmelo. —Le hizo un gesto servicial con la cabeza.
Mientras comía se dio un paseo por la estancia. El caldo le supo realmente a gloria y el calor reconfortó el vacío de su estómago. El mismo grupo de niños que había visto antes con la maestra jugaba ahora con una cuerda, alegres, en el interior de una tienda iluminada con neones que otrora debió de ser un negocio de juguetes, porque aún había algunos muñecos polvorientos y puzles viejos en sus estanterías. Al verlo, los chiquillos se le acercaron sonrientes, dieron un par de vueltas a su alrededor y continuaron con sus juegos. Adam también sonrió y no pudo evitar pensar de nuevo en su hermano. Era algo mayor que aquellos niños, pero estaba seguro de que le hubiera encantado jugar con ellos.
En un momento dado, Casper apareció desde una punta de la sala y, al verlo, se le acercó a paso rápido.
—¿Cómo ha ido con el Presidente, pato flaco? —le preguntó intrigado.
—¿Es que no vas a dejar de llamarme así? —mencionó Adam mientras tomaba otra cucharada.
A Casper se le avergonzó el rostro y apartó la mirada, sin saber bien qué decir, como si acabara de comprender que aquel mote podía resultar ofensivo.
—No pasa nada —lo tranquilizó Adam con amabilidad—. Llámame como quieras. La charla con vuestro líder ha ido mejor de lo que me esperaba —añadió.
Casper suspiró con alivio.
—Te dije que era un hombre sabio. Oh… —Se dio un toquecito en la frente, como si de repente acabara de recordar algo—. Tu amigo de piel blanca es un poco raro. Me ha pedido que te diga que tanta gente lo incomodaba. Ha utilizado esa palabra: «incomodar», y que ha preferido irse él solo a reposar a los túneles de abajo.
Adam sonrió, empático.
—Sí…, muy propio de él —admitió.
—A propósito, te hemos preparado un jergón en una de nuestras chozas. Podrás dormir todo el tiempo que te apetezca. No te garantizo que los niños no hagan ruido, pero… —soltó una risilla—, tienes pinta de perder el conocimiento en cuanto entres en contacto con la almohada.
Adam se terminó la sopa del cuenco de un sorbo y dijo:
—Te lo agradezco, pero prefiero descansar al lado de Hannah, no quiero dejarla sola. ¿Habría una silla o algo similar para que pueda sentarme junto a ella?
Casper frunció el ceño.
—¿Una silla? Claro… —Alzó el dedo índice en clara actitud pensativa—. Claro, veré qué puedo hacer. Espérame aquí —dijo, y se fue en dirección opuesta.
Adam lo ayudó cuando lo vio aparecer al cabo de un rato arrastrando un sillón pequeño y algo estropeado. Desde luego, tenía aspecto de ser poco cómodo, pero era lo único que, según le dijo Casper, no tenía dueño y había podido rescatar de los almacenes. Entre los dos lo metieron en la habitación y lo colocaron frente a la cama de Hannah, que seguía inconsciente.
—Algún día me gustaría devolveros toda la ayuda que nos estáis prestando —murmuró el muchacho, sincero.
—Bah. —Casper hizo un movimiento con la mano para restarle importancia—. Como si tuviéramos mucho más que hacer… Por cierto, ayer por la noche murió una de nuestras ancianas. Fue antes de que llegarais. Esta tarde será el entierro… Lo digo por si tú y tu amigo de piel pálida queréis… no sé… —Juntó las manos—. En fin…
—Por supuesto… —Adam asintió al darse por aludido—. Intentaremos asistir.
—No te lo tomes como una obligación, de verdad, es sólo una pequeña ceremonia donde diremos algunas palabras en su honor y esas cosas, y… —El hombre asintió con la cabeza y carraspeó—. Bueno, que descanses —terminó por decir. Dio media vuelta y se marchó.
Adam hizo un ademán de despedida. Ciertamente, lo último en lo que pensaba en esos momentos era en entierros. Cuando se quedó a solas con Hannah, se acercó para mirarla y le apartó un mechón de pelo de la frente. Su piel tenía un tono a ratos pálido a ratos anaranjado, dependiendo del baile de las llamas de las velas. Sobre la mesita reposaba un vaso de agua vacío; señal de que alguien le había dado de beber.
—Sé que puedes oírme… —le susurró tras un rato en silencio—. Dios, Hannah, recupérate, por favor. Tienes… —Cerró los ojos—. Tienes que hacerlo… —murmuró con preocupación. Todo el cansancio pareció caer sobre él de golpe. Dejó el abrigo y el equipaje a un lado. Con cuidado, se sentó en el sillón e intentó adoptar una postura cómoda. Entonces la cogió de la mano y no apartó la vista de ella. El sonido del aparato cuentagotas era monótono y tenía un efecto sedante—. Recupérate, por favor… —repitió una y otra vez en susurros cada vez más apagados, hasta que, sin darse cuenta, los ojos se le cerraron y su cabeza se inclinó a un lado.
Durmió durante horas. De vez en cuando, los párpados se le abrieron con pesadez en reacción a algunos de los repentinos ruidos que llegaban desde la sala contigua. Adormecido, sin saber si se trataba de la realidad o de un sueño de ultratumba, oyó cánticos, el llanto de una mujer y la voz de Kane recitando palabras que hablaban de honor y de respetar las últimas voluntades de las personas. Debía de ser el entierro de aquella anciana que mencionó Casper, pensó de forma fugaz. Sin ánimos ni fuerzas para levantarse a comprobarlo, los párpados se le volvieron a cerrar como si fueran abanicos de plomo. Tuvo entonces un sueño. En él se vio a sí mismo en un barco, navegando por un mar gris rumbo a ninguna parte. Decenas de personas hablaban, cantaban y lloraban a su alrededor, y en su mente se mezclaban los sonidos que le llegaban desde el mundo real. Aquellas voces fueron apagándose con el tiempo, hasta que todo volvió a estar en silencio, y al volverse ya no vio a nadie a su lado. De pronto, fijaba la vista al frente y, a lo lejos, una ola gigantesca se alzaba ante él. El tsunami era inmenso, su temible envergadura empezaba a surcar el océano en dirección al barco. Adam viraba el timón con la urgente intención de esquivarlo, pero la ola lo atraía como si poseyera gravedad propia. Pese a sus esfuerzos por escapar de ella, ésta se acercaba, se acercaba… En el momento de arrollarlo todo se volvió oscuro, y Adam despertó sobresaltado.
Se llevó una mano a la cabeza, confundido. Debía de haber dormido mucho tiempo, porque sentía las cervicales doloridas por una prolongada mala postura. Hannah respiraba con fuerza a su lado, inmersa en su constante estado de sudor y fiebre alta. No parecía mejorar ni empeorar, y eso era lo que más lo preocupaba. ¿Qué se suponía que debía hacer? Lo cierto es que estaban perdiendo mucho tiempo en aquel lugar, tiempo que era crucial para su hermano. Y aunque necesitaban reponer fuerzas, no podían demorarse mucho más. Aquélla era buena gente, se dijo, cuidarían de Hannah, dado el caso. Pero… ¿y si jamás volvía a verla? Esa idea lo puso realmente triste.
Se levantó despacio. Todavía le dolían todos los huesos del cuerpo. Lo más probable es que hubiera seguido durmiendo de no ser por la intensa sed que experimentó en aquel momento. Miró el vaso vacío, lo cogió y se dirigió a la puerta. Iría a buscar más agua e intentaría que Hannah también bebiera un poco.
Era evidente que ya había anochecido. En la sala, la mayoría de las luces se habían apagado, sólo unas pocas de las bombillas que cruzaban el techo se mantenían encendidas al mínimo, como si fueran estrellas moribundas en el firmamento. Casi todo el mundo estaba durmiendo en sus chozas, a algunos se los oía toser y roncar. En una esquina oscura, Adam vio a un hombre y una mujer de pie, o eso parecían, cuyos cuerpos se frotaban el uno contra el otro y se besaban apasionados. Las dos siluetas se detuvieron y le devolvieron la mirada al notar su presencia. El muchacho apartó entonces la vista, avergonzado, y ellos siguieron a lo suyo, como si nada ocurriera.
Anduvo como un fantasma entre las barracas de aquellas familias refugiadas hasta llegar a la otra punta de la sala, donde encontró un dispensador de agua metálico pegado a la pared. Sería original del propio aeropuerto. Apretó la leva, acercó la cabeza y bebió con ganas. El agua estaba algo caliente, pero sabía bien. Luego llenó el vaso y se dispuso a volver a la habitación sin hacer ruido. A medio recorrido, aún quedaba una tienducha con luz en su interior; una lámpara de gas iluminaba a una mujer dándole de comer a un niño. Adam tan sólo los vio de pasada, pero lo que advirtió fue suficiente como para detenerse a observar con más atención.
Algo no encajó bien en su mente cuando reconoció más detalles de la escena. Sin duda, lo que aquella madre le estaba dando de comer a su hijo era carne cocida, pero no carne de cerdo, de eso estaba seguro. Frunció el ceño, horrorizado. Había un hueso al lado del plato: una rótula humana.
—No puede ser… —susurró para sí mismo. Los pelos se le erizaron y el vaso se le cayó al suelo.
El repentino ruido hizo que la mujer se fijara en él; acto seguido dejó lo que estaba haciendo y fue a cerrar la abertura de tela de su choza.
Adam palideció de golpe, y sintió cómo un sudor frío le empapaba el cuello y la espalda.
—No… No puede ser —se repitió mientras negaba con la cabeza, incapaz de aceptar lo que acababa de ver.
Sin pensarlo, echó a correr por la sala en dirección a la zona deshabitada. Necesitaba hablar de inmediato con Kane; le urgía una explicación. La pareja de amantes se lo quedó mirando de nuevo desde su esquina cuando el muchacho cruzó como una bala ante ellos, y algunas cabezas asomaron desde las entradas de las chozas al oír el alboroto.
Adam atravesó el separador y llegó de una carrera hasta la carpa solitaria, donde Kane seguía sentado en la misma postura que cuando estuvieron hablando al mediodía, como si no se hubiera movido de allí desde entonces. Con la respiración entrecortada, se colocó frente a él y dio un golpe sobre la mesa para llamar su atención. Kane alzó la vista de sus escrituras y lo miró extrañado.
—¿Qué ocurre, hijo?
—No me llame hijo —replicó, apretando los dientes—. La mujer que murió anoche, ¿qué han hecho con su cadáver? ¡¿Qué hacéis con vuestros muertos?! —Alzó la voz sin poder contenerse.
Kane, sin embargo, no perdió el temple.
—Adam, siéntate, por favor —lo invitó.
—¡Ni hablar!
—Déjame explicártelo.
—Vosotros… sois caníbales. —Arrugó el rostro; parecía que le faltara el aire ante el horror de esa idea.
—Yo no usaría esa palabra. —Negó con la cabeza—. Hay una diferencia sustancial entre un caníbal y un superviviente.
—¡No! —exclamó—. He visto cómo una mujer le daba de comer carne humana a un niño, ¡por el amor de Dios!
—¡Nos dio su permiso! —Fue Kane quien entonces elevó la voz—. La mujer que falleció anoche nos comunicó esa última voluntad. Nosotros también padecemos hambre, Adam… —Frunció el ceño—. Es la única forma de sobrevivir, debes entenderlo. Apenas nos quedan cerdos para todos, y no podemos alimentarnos sólo de los hongos que crecen en los túneles; enfermaríamos de desnutrición. Jamás le quitaríamos la vida a nadie para comer. Respetamos siempre la última voluntad de los que van a morir. ¡Siempre! Y algunos, como esa anciana, nos dan su permiso… ¿Comprendes?
Adam sintió que la cabeza le daba vueltas. La explicación de Kane, tal vez aceptable en otra situación, era desgarradora en aquel momento, y todo por un motivo que le hizo sentir un terrible escalofrío: Hannah.
—Dios… —murmuró. Ella no era de los suyos. Si la dejaban con esa gente quizá le hicieran lo mismo. Sintió la necesidad ferviente de volver inmediatamente a su lado. Aquello lo superaba. Dio unos pasos tambaleantes y, sin mediar palabra, echó a correr de vuelta a la sala.
—Adam… —lo llamó Kane en vano—. ¡Espera, por favor!
Algunas personas habían salido de sus chozas y hablaban entre ellas con rostros preocupados. Al ver aparecer de nuevo al muchacho, todos enmudecieron. Adam reconoció a la mujer a la que había visto dando de comer a su hijo; les estaba explicando a los demás lo sucedido. Corrió entre la gente, evitándolos, casi esquivándolos, hasta llegar a la habitación. Cerró la puerta de golpe y se apresuró hasta el cuentagotas, buscó en su mecanismo y lo desenchufó, luego extrajo con cuidado la aguja del brazo de Hannah y fue a cogerla en brazos.
—Te sacaré de aquí, Hannah —le dijo, pese a que no podía oírlo—. No permitiré que te hagan nada.
Antes de que llegara a alzarla, Casper entró en la habitación y, con voz serena, intentó hablarle.
—Adam… —pronunció su nombre y dio un paso al frente.
El muchacho dejó de nuevo el cuerpo de la chica sobre la cama, extrajo su pistola de la cadera y se volvió de golpe.
—¡Atrás, joder! —gritó apuntándolo. Casper alzó las manos, sin intención de enojarlo más—. ¡No te acerques a ella!
—Tú no vives con nosotros. Si lo hicieras verías que…
—¡Cállate! —lo interrumpió—. ¡Cállate, maldita sea! Creí que erais diferentes, que podíamos confiar en vosotros. —Los ojos se le humedecieron, llenos de decepción.
—Y podéis confiar, te lo aseguro.
Kane también irrumpió en la habitación, agotado. A pesar de su estado, había llegado hasta allí corriendo. Parecía muy preocupado. La situación en el refugio se había descontrolado en cuestión de segundos. Desde fuera se oía a la gente murmurar y quejarse por el alboroto.
—Adam, guarda esa pistola, por favor —solicitó alzando la mano—. Puedes herir a alguien y ésa no es tu intención. Estás cansado y has sufrido mucha presión; eso nubla tu juicio. Mañana tal vez lo veas todo de otro modo.
—No… —masculló el muchacho. El brazo le temblaba—. No…
—¿Realmente vas a hacerlo? ¿Quieres dispararnos? —preguntó el anciano, estoico.
Adam negó con la cabeza, como si de repente se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Poco a poco fue bajando el arma hasta quedar cabizbajo, apoyado de espaldas a la cama, sin fuerzas.
—Marchaos. Dejadnos solos… —fue lo único que dijo con un hilo de voz.
—Adam, considera lo que te he dicho… —intentó Kane por última vez.
—Marchaos, por favor… —insistió.
—De acuerdo —aceptó el anciano—, nos vamos… nos vamos… —Miró a Casper y ambos fueron retirándose lentamente de la habitación—. Pero me niego a pensar que crees que somos unos monstruos.
Casper fue a decir algo, pero Kane le hizo un gesto con la mano para que callara.
Cuando salieron, el silencio invadió al muchacho. Por un momento creyó que se iba a volver loco. Quizá Kane tuviera razón, puede que estuviera sujeto a demasiada presión y eso le impidiese pensar con claridad. Las decisiones que siempre se veía obligado a tomar pesaban ya demasiado sobre sus hombros.
Al cabo de un rato se oyó de nuevo el ruido de la puerta al abrirse.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo…? —masculló el albino después de entrar.
—Comen carne humana, Efraím. Imaginé que esta gente era distinta… —respondió Adam, sin apartar la vista del suelo.
—Y lo son, claramente… He vivido demasiado tiempo en compañía de otros para saber apreciar las diferencias. Pero ¿qué esperabas? Sal ahí y míralos, se mueren de hambre. Al menos ellos actúan siguiendo un código, con civismo.
Adam ladeó la cabeza para mirar a Hannah. En esos momentos, más que nunca, se le encogía el alma de verla así.
—Cuando amanezca nos la llevaremos con nosotros.
El albino anduvo hasta el cuentagotas y, con gesto flemático, volvió a conectarlo al cuerpo de la chica.
—No, no lo haremos. Seguiremos los dos adelante o esperaremos hasta que ella muera o se recupere. Pero no ambas cosas. Toma una decisión, Adam, y hazlo pronto. Y sea cual sea, tendrás que ser consecuente y no dejar que te destruya. —Apoyó ambos puños sobre la cama, al lado de Adam—. Cuando empecé este viaje apenas te conocía y te seguí por el mero papel que desempeñabas en la misión. Después de ver la clase de persona que eres, la voluntad y el espíritu que rige en tu interior, te sigo por respeto, y puede que algún día lo haga por amistad. Mañana por la mañana te estaré esperando fuera de esta habitación para que me cuentes lo que has decidido. —Le estudió el rostro—. Mírame… —le pidió—. Mírame —repitió.
Adam lo hizo con ojos enrojecidos.
—Y no querré oír que todavía no lo sabes… Me defraudarías. —Esperó unos segundos antes de dar media vuelta y marcharse de la estancia.