Por favor, ¿tendrías la amabilidad de sentarte conmigo? —El hombre le señaló el otro lado del escritorio con gesto cordial—. Soy un anciano al que le duelen los huesos y me cuesta tenerme en pie. Adam asintió, absorto por lo que acababa de oír sobre su padre. Para nada se esperaba que aquel al que llamaban Presidente pudiera conocerlo hasta tal punto. Fue hacia el lado opuesto de la mesa y se sentó en una silla vacía que parecía estar esperándolo.
—¿Puedo ofrecerte agua? Seguro que tienes sed —dijo, y cogió un vaso y una jarra metálicos que reposaban a un lado de la mesa.
—Sí, gracias —aceptó Adam. Mientras bebía, no pudo apartar la vista de él. Tenía tantas preguntas que de repente deseaba formularle… De algún modo, su rostro empezaba a resultarle familiar.
—Me llamo Kane. —El anciano se llevó una mano al pecho—. Te he hecho llamar, y si bien no tengo preguntas que hacerte, sí poseo algunas respuestas que darte —mencionó, como si hubiera leído su mente—. Sin embargo, aquella que has estado buscando desesperadamente día tras día, en tus sueños, mientras cazabas, al mirar al horizonte desde tu refugio en una tarde de tormenta; el motivo verdadero por el que has emprendido un viaje en el que, tal vez, debido a tu juventud e inexperiencia, te estás viendo superado, esa respuesta, hijo, no puedo dártela.
Había acertado tanto que Adam sintió un escalofrío. Le costó pronunciar sus siguientes palabras:
—¿Dónde está mi padre? —murmuró. Los ojos se le humedecieron.
El hombre cerró los párpados y asintió con pesar, como si fuera a transportarse a otro lugar y a otro tiempo.
—Puedo contarte todo cuanto sé, aunque la historia que oigas quizá no te otorgue la paz que buscas. —Hablaba de un modo tranquilo y sobrecogedor, la clase de voz que sería capaz de apaciguar una fiera o de endulzar una tragedia.
—Por favor, deje que eso lo decida yo —dijo, más como una súplica que como una réplica.
El anciano no varió su expresión.
—Si accedo a hablarte de mis recuerdos, debes prometerme que serás paciente y, oigas lo que oigas, seguirás ahí sentado hasta que yo te pida que te marches.
—Tiene mi palabra —accedió el muchacho, comprometido. El corazón le palpitaba con fuerza.
Kane asintió, satisfecho, pero no tuvo prisa alguna por comenzar. Repasó con la vista las arrugas de sus manos y dedos, como si quisiera reconciliarse con el transcurso del tiempo.
—Sí… —suspiró—. Yo aún era joven después de que estallara la Guerra o, al menos, así me sentía —empezó diciendo—. Tras el año de cuarentena que pasé bajo tierra, oculto de la radiación, salí al exterior y me refugié en el asentamiento de Bexley, el mismo en el que tú y tus padres os guarecisteis. Tan sólo era un barrio londinense con edificios y casas menos castigadas que en el resto de los distritos, pero aún no existían esos demonios blancos que ahora caminan por la vieja capital, y eso era suficiente… Recuerdo verte de niño corretear por las calles y ayudar a las personas a llevar cosas de un lugar a otro.
En aquel momento, Adam cayó en la cuenta de qué le resultaba tan familiar.
—Usted… —masculló, asombrado—. Ahora lo recuerdo, la noche en que mi padre se marchó…
—Por favor —solicitó Kane con un movimiento de mano—. Todo a su debido tiempo.
—Perdón… —se disculpó—. No volveré a interrumpirlo.
—No tienes por qué pedirme disculpas —contestó con amabilidad—. Como te decía, aquéllos fueron tiempos difíciles, todos éramos aprendices de la supervivencia, pero teníamos el deber de empezar de nuevo, de resurgir desde las cenizas de un mundo devastado, y yo me entregué a esa idea. De todos modos, fueron buenos tiempos si los comparamos con los que nos toca vivir hoy en día. —Sonrió con nostalgia, pero su expresión se desvaneció como el humo—. Verás, la tarde en la que conocí a tu padre fue la peor tarde de mi vida. Acababa de perder a mi hija —confesó con dolor—. Ella era cuanto me quedaba en el mundo. El hambre se la llevó una noche. Su cuerpo de niña enfermó y no pudo soportarlo. —Guardó un instante de silencio, como si aquel recuerdo aún le encogiese el alma—. Mucha gente vino a verme, recuerdo que todos se juntaron alrededor de mí y me hablaron, pero yo no podía oír sus voces. Es curioso, en cambio sí oí el silencio de tu padre, el único que no decía nada y me observaba con mirada noble desde una pared de la habitación. Cuando todos se marcharon, él se me acercó, puso una mano en mi hombro y me susurró al oído: «Nada de lo que te diga podrá devolverte a tu pequeña, pero sí hay un camino, un modo para hacer que este mal deje de ocurrir, aunque no va a ser fácil, ni rápido. No nos conocemos, pero desde que llegué aquí he visto en ti a un hombre con una voluntad inquebrantable para ayudar a la gente. Si deseas encontrar un sentido a toda esta locura, si ansías sustituir el dolor por la esperanza, ven a verme. Aquí no somos muchos, ya sabes dónde me encuentro. Te contaré cómo se puede cambiar el mundo».
»Dio media vuelta e, igual que había venido, se marchó… Aquella noche estuve a punto de suicidarme. Y lo habría hecho de no ser porque las palabras de tu padre no dejaron de resonar en mi cabeza todo el tiempo. Ésa fue la primera vez que me salvó la vida, aunque vendrían muchas más, te lo aseguro. Al cabo de dos días me decidí a ir a verlo. Pronto descubrí lo distinto que era como ser humano y lo mucho que sus ideas y ambiciones se alejaban de las del resto de la gente. Mientras las personas se afanaban en sobrevivir, en alcanzar un nuevo día, él actuaba en solitario, haciéndolo posible, sin buscar méritos ni reconocimiento alguno. Entre la gente empezaron a correr rumores de un benefactor sin nombre, que realizaba incursiones nocturnas por toda la ciudad cuando nadie más se atrevía a hacerlo, en busca de medicinas y suministros que luego depositaba en secreto ante las puertas de los más necesitados. Nunca supieron de quién se trataba… «Alguien tenía que hacerlo». Fue todo lo que tu padre me contestó cuando lo reconocí como tal. Aquel día me llevó a andar por las calles del asentamiento, y mientras observábamos a las personas ir y venir, ajenas a nuestra presencia, me contó cosas que me hicieron cambiar la forma de verlo todo. Me habló de un lugar, la isla de Spitsbergen, situada en la confluencia entre el océano Ártico y el mar de Groenlandia; allí existía un búnker acorazado que guardaba en su interior la esencia pura de la vida. Antes de venir a Inglaterra, antes de la Guerra, incluso antes de que tú nacieras, tu padre se dedicaba a la ingeniería de estructuras, y él fue uno de los que hizo posible la construcción de aquella bóveda, por lo que conocía todos sus secretos; su situación, claves de acceso y, lo más importante, qué se necesitaba para llegar hasta allí.
Kane hizo una breve pausa, con la vista perdida en algún punto de la mesa, como si su mente estuviera rescatando todos aquellos recuerdos.
—¿Y qué se necesitaba? —preguntó Adam con un hilo de voz.
El anciano lo miró.
—Lo primero, un compañero, alguien de confianza que lo ayudara a realizar el viaje más peligroso y extraordinario que cupiera imaginar. Dijo que yo era la persona que había estado esperando. Lo siguiente que necesitábamos era un barco. Y así fue. Juntos lo organizamos todo y partimos una noche rumbo a las costas grises de Paignton. Recuerdo oírte llorar desde vuestro refugio cuando tu padre salió por la puerta y te dejó al cuidado de tu madre. Créeme, pese a que en ese instante no pudieras verlo, su corazón se acababa de romper en mil pedazos.
Adam dejó escapar una lágrima que no pudo contener más entre sus párpados.
—La primera vez que se marchó fue la vez que más tiempo estuvo fuera de casa —recordó el muchacho con una opresión en el pecho—. En aquel entonces no entendí por qué lo hizo, y llegué a odiarlo por eso.
—No eras más que un chiquillo, una víctima más arrebatada de toda inocencia. Te viste obligado a crecer con rapidez, a sacar adelante a tu madre y posteriormente a tu hermano. Tus sentimientos tienen una explicación plausible, sin embargo, has de entender que son nacidos de uno de los mayores sacrificios que han existido.
Adam apoyó los codos en la mesa y las manos en las sienes. Kane dejó unos segundos para que, cabizbajo, atara cabos.
—Continúe, por favor… —terminó pidiéndole el muchacho, en cuyos ojos se reflejaron sentimientos de tristeza y gratitud.
Kane asintió.
—Llegamos a Paignton transcurridas trece lunas desde el día en que abandonamos Bexley. Tal y como se rumoreaba, aquello era un cementerio de barcos, con gente malviviendo entre sus armazones roñosos y llenos de algas. Aparte de darle su reloj dorado, no sé cómo tu padre terminó de convencer al líder de aquel grupo, un tipo que movía mucho las manos y hablaba a gritos, para que lo dejara coger una embarcación de tamaño medio. Noah no hacía más que insistirle: «Necesito que tenga gran capacidad de carga». Supongo que había tantos barcos amontonados en el lugar que para ellos poder desprenderse de uno les vino incluso bien. Yo me mantuve alejado de la conversación, observando cómo nos miraba la gente de alrededor, igual que si fuéramos viajeros de otro mundo con intenciones descabelladas, locas…
»Tras mostrarnos varias opciones, escogimos un arrastrero de veinte metros de eslora; era un viejo barco pesquero que lucía su nombre inscrito en la proa: Centurión. Parecía robusto y se aguantaba bien a flote, con un solo camarote interior y un espacioso compartimento de carga. Era perfecto para nuestro propósito. Con él nos hicimos a la mar entre la espesa niebla que cubría la costa, cargados con nuestro precario equipaje, tres barriles de agua filtrada y un montón de sueños que cumplir. Navegamos durante dos meses por mares muertos, tan grises que apenas se distinguía el cielo del océano, tan pronto estáticos como una balsa de aceite como, de repente, enfurecidos, con vientos cargados de sal y olas asesinas. Nos guiábamos con el sol y las estrellas; tu padre era todo un experto en eso… Pese a ser un barco concebido para la pesca, pocos peces pudimos sacar de las aguas. Por lo que sé, el océano está tan desolado como la superficie. Pasamos hambre y sed, desorientación y miedo; atravesamos furiosas tormentas y evadimos tifones marinos… Pero sobrevivimos.
Kane volvió a detenerse. Esta vez fue él quien se sirvió un poco de agua. Bebió un pequeño sorbo y volvió a dejar el vaso de hojalata sobre la mesa. Removió el líquido que quedaba en su interior y, con la vista fija en el fondo del recipiente, dijo:
—Si la hubieras visto… —Cerró los ojos y expulsó el aire despacio—. La isla de Spitsbergen recortada en el horizonte occidental. Tan magnífica, pura… Con la nieve coronando las cimas de sus montañas intactas… Me fijé en el rostro de tu padre, su espesa barba estaba manchada por el salitre y tenía los labios cuarteados por la deshidratación; lloraba y sonreía a la vez. «Desde este momento, Kane, ya no hay nada imposible», me dijo.
»Desembarcamos en una zona glaciar, muy cerca de donde se ubicaba el búnker. Al acercarnos, vimos que la entrada había sido sepultada parcialmente por la nieve. Nos encontrábamos a dieciocho grados bajo cero, un perfecto refrigerante natural para lo que se hallaba en el interior de aquella cámara. Nosotros estábamos acostumbrados a las bajas temperaturas que, tras la Guerra, azotaron Inglaterra, pero aquello era un frío distinto; el aire era distinto, te permitía respirar profundamente sin que te dolieran los pulmones —explicó, aún maravillado—. Tras retirar la nieve con nuestras manos, Noah extrajo toda clase de códigos que llevaba anotados y los introdujo en el pulsador de la entrada. Por último, con dedos temblorosos, se quitó el guante y presionó su huella dactilar contra el escáner. Fueron momentos tensos que culminaron con un abrazo eufórico cuando la gran compuerta acorazada se abrió ante nuestros ojos. Me resultó sobrecogedor pensar que, con total seguridad, la mano de tu padre fuera la única que quedara en el planeta capaz de abrir las puertas a un nuevo mundo —dijo con orgullo.
»A diferencia de él, yo jamás había estado allí. Para mi sorpresa, la electricidad en el interior nunca llegó a cortarse; seguía habiendo luz, agua extraída del hielo, habitaciones acondicionadas para el uso humano y también invernaderos para el cultivo. Pudimos comer de las reservas de la despensa, incluso pudimos afeitarnos. —Sonrió con nostalgia al recordarlo—. Una sucesión de túneles de hormigón con paredes heladas llevaba hasta los tres grandes almacenes subterráneos que componían el refugio, cada uno con sus propias claves de seguridad. Mis ojos se abrieron de par en par cuando los fluorescentes blancos de los techos iluminaron un sinfín de cajas de aluminio selladas herméticamente, amontonadas en cientos de estanterías de cristal, tan largas que apenas se llegaba a ver el final. Imagínate lo que se nos llegó a pasar por la mente en aquellos momentos; la variedad y cantidad de semillas que se guardaban ahí dentro era tan abrumadora que con ellas se podría alimentar a lo que quedaba de la población mundial y a las generaciones venideras durante siglos. Tardamos una semana en escoger cuidadosamente, clasificar y cargar de vuelta al Centurión toda la cantidad de semillas que íbamos a necesitar; semillas portadoras de todo tipo de vegetación, de comida… de vida, en definitiva.
»La mayoría de los días nos acostábamos tarde, salíamos al exterior con los abrigos que allí encontramos y, mientras disfrutábamos de buenas conversaciones, contemplábamos cómo la luz de la estrella polar despuntaba sobre el manto plateado del glaciar, tan inmóvil, tan silencioso. El mundo volvía a estar en paz… Luego, en nuestras camas, antes de dormirnos, repasábamos en voz alta los nombres de las semillas más interesantes que habíamos descubierto durante la jornada. Fueron siete días, sólo siete días en los que podría decir que me sentí feliz de nuevo… —Sin darse cuenta estaba apretando el puño—. En múltiples ocasiones me planteé quedarme a vivir allí, te lo aseguro. Tendría agua, refugio y podría generar comida durante años, ¿qué más necesitaba? Pero entonces me recordaba a mí mismo el motivo por el que me encontraba en aquel lugar y todas mis dudas se disipaban al instante.
»Una vez listos, zarpamos y nos despedimos de la isla en silencio, mientras el arrastrero se alejaba bamboleante entre las aguas. «¿Y ahora qué hacemos?», pregunté en un momento de reflexión. «Ahora queda encontrar un lugar fértil donde todo esto tenga sentido», respondió Noah, sin apartar la vista del glaciar, que se empequeñecía más y más en la distancia. ¿Sabes una cosa? —Kane miró con cierta gratitud al muchacho—. Tu padre tenía razón, aquel viaje le devolvió el sentido a mi vida.
Adam estaba encogido en su silla. La historia que se le estaba revelando, aquello que nunca llegó a saber sobre su padre, alcanzaba metas más lejanas de las que jamás habría imaginado. Pero aún había más, mucho más que ansiaba saber.
—¿Y qué me puede decir de Albión? ¿Usted habrá estado allí, verdad? ¿Es allí adonde llevaron las semillas?
De repente, Kane pareció cansado. Taciturno, dijo:
—Por desgracia, ése fue un viaje al que yo no pude acompañarlo. El trayecto de vuelta a Inglaterra fue despiadado; en más de una ocasión a punto estuvimos de ser engullidos por el océano. Y tras varias semanas navegando, yo caí enfermo. Una extraña dolencia se cernió sobre mí de la noche a la mañana; sangraba por la nariz y la boca y me sentía tan débil que apenas me tenía en pie. Fue la radiación, el otro gran mal de nuestra era —pronunció aborrecido—. Tu padre me mantuvo con vida cuando estuve al borde de la muerte, me dijo que jamás permitiría que cruzara aquel límite. Si hubiera viajado con cualquier otra persona, alguien sin una capacidad extraordinaria para el sacrificio y el compañerismo, ten por seguro que yo no habría sobrevivido. Noah se encargó de todo mientras yo me estremecía de fiebre en el camarote. A menudo decidía no beber ni comer los pocos recursos que nos quedaban para poder darme su parte y que yo no empeorara.
»Cuando al fin tomamos tierra, de vuelta a las costas de Paington, me encontraba demasiado débil como para seguir viajando, y así, en contra de lo que más deseaba, tuvimos que separarnos. —Su expresión se volvió triste—. Lo vi partir una tarde de lluvia. Fui yo quien le pedí que se marchara, que terminara lo que habíamos empezado, no podía esperar más… Entonces él asintió y dijo: «Eres fuerte, te recuperarás, y en cuanto lo hagas, aprende de la gente y observa quiénes son los que merecen una nueva oportunidad. Viaja con ellos hacia el norte y espérame, amigo mío. Os encontraré». —En la sala se hizo un breve silencio—. No volví a verlo en diez estaciones gélidas… —añadió.
»Tras recobrar las fuerzas, pasé años viajando por los asentamientos del sur y de levante, estuve en el lugar al que vosotros llamáis la Guarida, habitada por auténticos salvajes, y visité regiones desoladas. En los caminos me crucé con saqueadores, viajeros solitarios y familias desesperadas y hambrientas. Mientras iba de un lugar a otro, ayudando a quien podía y comerciando para no morirme de hambre, me dediqué a estudiar a la gente y a comprender la mentalidad de nuestra era. Me di cuenta de que, con el tiempo, la condición humana de las personas se estaba degenerando de forma drástica, fui testigo de toda clase de atrocidades y decepciones y, al final, tras mucho tiempo de búsqueda, sólo encontré a un puñado de personas que no habían perdido aquella luz en su mirada, cuya alma incorrupta seguía arraigada a la esperanza y que, por supuesto, estaban dispuestas a seguirme. Tal y como me dijo tu padre, los conduje hacia al norte, nos guarecimos en un par de lugares antes de encontrar las ruinas de este aeropuerto… De camino tuve la tentación de pasar por Bexley, pero sabía que, por aquel entonces, ya era un asentamiento abandonado. Una nueva clase de mal había expulsado a la gente del lugar; se los conoce por muchos nombres, pero nosotros los llamamos demonios blancos.
—Sí… Yo estuve allí el día en que ocurrió —dijo Adam con pesadumbre. «El día en que los Nocturnos salieron de la nada y arrasaron la zona— pensó con amargura. —El mismo día en que perdí a mi madre.»—. Explíqueme una cosa. —Apartó aquello recuerdos oscuros de su mente—. ¿Cómo es posible que no volviera a cruzarse con mi padre en todo ese tiempo? Tras regresar a casa, él siguió viajando por todos los asentamientos que usted ha mencionado.
—Hijo, el desierto es vasto, las distancias largas, y la gente olvida con facilidad —respondió—. Por lo que sé, él estuvo preguntando por mí, y yo por él, pero nunca llegamos a cruzarnos ni a obtener pistas certeras. Era poco el tiempo que tu padre pasaba en esas regiones antes de partir de nuevo hacia el norte del Yermo, y eso limitaba mucho las posibilidades… Hasta que un buen día, cuando yo y mi gente ya llevábamos un tiempo instalados en este lugar, vi a alguien acercándose por el horizonte septentrional: la silueta de un hombre que caminaba en esta dirección con determinación, seguro de sí mismo, como si ya supiera lo que iba a encontrar aquí. La persona que se me acercó era la misma que había visto alejarse en Paington hacía tantos años, la vez que caí enfermo. Con más arrugas en el rostro, con el pelo más canoso, pero con el mismo espíritu de acero. Recuerdo el abrazo que nos dimos. «Lo he logrado», me dijo sonriendo. «Y hay más gente ahí fuera, Kane. El lugar que soñamos en el pasado es hoy una realidad». En efecto, su intención fue llevarnos con él, igual que, por lo visto, había hecho ya con algunos hombres y mujeres que fue encontrando en sus viajes.
—¿Y por qué no lo hizo? —preguntó el muchacho—. ¿Por qué no os llevó hasta Albión?
—Por el mismo motivo que no lo hizo con tu hermano y contigo. Para llegar al paraíso se debía cruzar el infierno; emprender un viaje de condiciones demoledoras. Ni los ancianos ni los enfermos hubieran podido soportarlo. Por no hablar de los niños de la edad de tu hermano. Y creo que ahora entiendes hasta qué punto eso es cierto.
Adam no tuvo más remedio que reconocerlo. Su propia imagen, de puro agotamiento, con múltiples heridas en el cuerpo, daba buena fe de ello.
—Fue el motivo por el que no pude seguirlo esa vez, ni las siguientes; siempre había algún enfermo, anciano o niño que, por mucho que la idea de vivir en una tierra idílica me sedujera, no estaba dispuesto a abandonar… —Kane empezó a jugar con un anillo dorado que le bailaba en su delgado dedo anular—. Tu padre partió entonces hacia el sur para reunirse con vosotros. Con los años regresó más veces, por supuesto, y aunque mi gente no conocía toda la verdad sobre él, ni adónde se dirigía cuando se marchaba, lo acogían como a uno de los nuestros cada vez que aparecía en la distancia. Él siempre nos traía algo de comida que había encontrado en sus viajes; no mucha, pero por poco que fuese era de agradecer. La última vez que vino, hace dos estaciones gélidas, eran mis huesos los que estaban ya demasiado débiles como para seguirlo. Les propuse a estas personas que se marcharan con él hacia un lugar mejor, pero no quisieron dejarme aquí. Mi oportunidad de ver Albión con mis propios ojos se había esfumado, aunque no me importó. La satisfacción de haber ayudado a toda la gente que pude llenó ese hueco.
»Noah también había envejecido y su aspecto era cansado. Pasamos una tarde observando el horizonte, conversando y recordando viejos tiempos. Me habló mucho de ti, dijo que algún día tú estarías preparado y terminarías lo que él empezó, que cuando él ya no estuviera, habría más oportunidades para todas esas personas buenas que aún resistían en el mundo. Pudo haberse quedado, olvidarlo todo, recuperar fuerzas y volver al sur, pero Noah siempre parecía tener un deber más que cumplir, un nuevo viaje que llevar a cabo, un ser humano más al que ayudar… Cuando observé cómo partía al día siguiente, algo en mi interior me dijo que no volvería a verlo. —Puso sus manos sobre las de Adam, y éste no las apartó—. Créeme, para él, tú y tu hermano erais lo más preciado de toda su vida. El verdadero sacrificio de tu padre fue el de tener que dejaros atrás largas temporadas, no el de llevar su propio cuerpo al límite del hambre y el agotamiento durante años. Su mayor ambición era llevaros con él cuando estuvierais listos, pero sabía que debía esperar el momento oportuno. Ojalá pudiera decirte que sigue vivo. Nada me gustaría más que eso. Desgraciadamente, desconozco la respuesta. —Su rostro se ensombreció—. Por lo que he oído, estáis buscando a un chico; imagino, con pesar en mi corazón, que se trata de Caleb.
Adam se vio obligado a echar a un lado la mirada. Sus ojos recuperaron esa furia que destellaba cada vez que pensaba en su desaparición.
—Así es. Tengo motivos para pensar que fue la gente de Nottingham los que se lo llevaron.
El anciano se apoyó en el respaldo de la silla y frunció el ceño.
—Sin duda, un terrible infortunio. Esa gente es peligrosa, hijo. No tienen respeto alguno por la vida. Son incluso peores que las pobres almas que habitan en la Guarida.
—Lo sé, pero estoy dispuesto a morir por mi hermano si hace falta.
—Puedo pedirle a alguno de mis exploradores que te acompañe. Necesitarás ayuda.
—No —rechazó Adam, rotundo—. Se lo agradezco, pero ésta es mi lucha, no quiero que nadie más salga herido por mi culpa. Además, viene conmigo un hombre con ciertas… habilidades. —No le resultó fácil encontrar la palabra—. Nuestra intención, si no los alcanzamos antes, es la de infiltrarnos en Nottingham en silencio y sacar a mi hermano del mismo modo, no de empezar una guerra.
Kane le dedicó una mirada seria.
—Ten cuidado, muchacho, no los subestimes. Y no te fíes de nadie que encuentres más allá de treinta kilómetros al norte. Sobre todo si parecen ir solos y os imploran ayuda: la mayoría de los norteños son caníbales.
—Lo tendré en cuenta —repuso Adam con coraje.
—Bien. —Kane reflexionó unos instantes—. Bien… —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. En cuanto a la chica, podéis quedaros el tiempo que haga falta hasta que se recupere. Tenemos comida: hay cerdos que criamos en los sótanos y hongos comestibles que crecen en cantidad entre la humedad de uno de nuestros túneles, con ellos hacemos sopas e infusiones. A una hora de camino se encuentran los restos de un hospital con el que nos abastecimos de todo el equipo médico necesario. Aquí estaréis bien. Ésta es vuestra casa.
—Se lo agradezco mucho. Todo lo que me ha revelado… —Apretó los labios—. Lo necesitaba…, necesitaba oírlo.
El hombre se lo quedó observando.
—Te miro y veo a tu padre de joven; un hombre fuerte, lleno de coraje y determinación. Aunque tu aspecto exhausto me impulsa a rogarte que descanses. Ve con los demás y come algo. Duerme, y, cuando lo creas oportuno, sigue tu camino. Pero ten presente lo siguiente: antes que muchas otras cosas, antes incluso que la mujer que yace enferma en esa cama, tu prioridad absoluta debe seguir siendo tu hermano —dijo, como si intuyera en él sus dudas interiores—. Y el tiempo pasa…
Adam respiró hondo e hizo un gesto asertivo. «Hannah…», le susurró su mente. Aquélla era una batalla que debía librar consigo mismo durante las próximas horas.
—Atrévete a ser tú mismo y haz caso sólo de tu instinto —añadió el anciano—. En él encontrarás la fuerza para cumplir tu destino. Recuerda, Adam, no viajas solo. Un ángel de la guarda te guía.
—Yo no creo en esas cosas —respondió con sencillez.
Kane le señaló un bulto en el bolsillo interior de su abrigo.
—Me atrevería a decir que ahí llevas un diario de cuero contigo, escrito de puño y letra de tu padre. Él es tu ángel —sonrió—, el guía que te acompañará siempre, esté donde esté.
Casi sin pensarlo, y con un nudo en la garganta, Adam se llevó una mano al bulto de su abrigo y lo apretó entre sus dedos. Bien pensado, era difícil no verlo de ese modo.
—Mientras navegábamos rumbo a Spitsbergen le pregunté por qué quería dedicar su vida a salvar el mundo, a ayudar a los demás —continuó diciendo—. ¿Sabes qué me respondió?
El muchacho negó con la cabeza en un gesto casi imperceptible.
—Me contó que una vez, cuando tú eras pequeño, pasasteis de largo ante un hombre desnudo y moribundo que os pidió ayuda, pero tu padre te obligó a apartar la vista. Dijo que lloraste por ello, y al ver el modo en que luego lo miraste, se prometió que jamás volvería a actuar así. Aquél quizá fuera el detonante, pero esa clase de voluntad no se adquiere, ya se nace con ella. —El anciano dio por zanjada la conversación con una sutil reverencia—. Ahora ve… —le sugirió—. Y vuelve a verme siempre que lo desees.
Las explicaciones que Kane le había proporcionado fueron mucho más que un regalo para Adam. Una sensación agridulce se cernió sobre él. Hubiese deseado tanto abrazar a su padre que se arrepintió de todas las veces que, por orgullo, no quiso hacerlo en el pasado, cuando él regresaba a casa tras sus largas ausencias. Siempre lo había sabido, pero fue en ese preciso instante cuando reconoció interiormente lo mucho que lo admiraba.
Adam se levantó, meditabundo, mientras el hombre cogía de nuevo su pluma y las hojas en las que estaba escribiendo antes de que él llegara. El muchacho se alejó unos pasos de la carpa en dirección a la zona habitada de la planta, pero volvió a detenerse un instante.
—Kane —pronunció su nombre en la oscuridad.
—¿Sí? —El anciano ladeó un poco la cabeza.
—Ojalá todos los hombres que gobiernan los asentamientos del Yermo fueran como usted —dijo antes de seguir.