46

Me llamo Adam Reichert —empezó diciendo—. Viajamos al norte buscando a un chico de unos doce años que fue raptado por un grupo de norteños.

—Nosotros somos norteños y no hemos raptado a ningún chico —contestó como ofendido—. No empiezas muy bien, que digamos.

—Por favor —repuso Adam—, llevamos a una persona enferma que necesita atención urgente.

—¿Acaso tengo pinta de estúpido? ¿Crees que esa excusa barata no la habré oído ya cientos de veces? —gruñó—. La hostia, voy a dispararte. —Activó la mirilla.

Adam vio cómo un puntito rojo le ascendía por las piernas hasta llegarle al pecho. No sabría decir por qué reaccionó como lo hizo, pero fue inesperado, sin pensar, un gesto flemático que lo sorprendió incluso a él. Dejó sus cosas en el suelo y, sin apartar los ojos del tipo, empezó a quitarse la ropa hasta quedar desnudo de cintura para arriba. Su torso fibroso lucía las cicatrices de sus experiencias pasadas. Hincó una rodilla en el suelo, luego la otra.

—¿Te vas a sentir mejor si me pongo de rodillas y te facilito el disparo? —Con una mano se señaló al corazón—. Aquí… Soy un blanco fácil, no voy a moverme.

El hombre apartó un segundo la vista de la lente y lo miró extrañado, como si estuviera presenciando algo completamente absurdo e incoherente.

—¡Hazlo! —lo espoleó el muchacho—. ¿A qué esperas?

—Pero ¿qué cojones…? —masculló el tipo desde arriba, del todo desconcertado.

—Ahora mismo soy alguien roto, tanto física como moralmente. Me lo han arrebatado todo y aun así sigo adelante por el sentido del deber, un deber que alguien como tú ni siquiera entendería. No creo que seas un estúpido, creo que sólo eres otro gilipollas más con cierta ventaja respecto a la persona que tienes delante, y eso te hace creer que tienes el derecho a utilizar ese poder a tu antojo. Dispara, vamos. Haz crecer tu orgullo; verás lo bien que te sientes al matar a un hombre desarmado. Seguro que tu vida mejora.

Se hizo el silencio.

De pronto, el hombre volvió a apartar la vista de la mirilla y contrajo el gesto.

—Estás como una puñetera cabra, ¿lo sabías? —Dejó de apuntarlo, se puso en pie y lo miró con absoluta incredulidad—. Ya lo creo, joder. —Lo señaló con el dedo—. Como una puñetera cabra. —Dicho esto, desapareció por el hueco de la cristalera, pero sólo para aparecer de nuevo un segundo más tarde—. Y no te muevas de ahí —añadió.

Adam soltó el aire de golpe. Ni siquiera se percató de que lo había estado conteniendo. Su expresión se relajó. Antes de volver a vestirse permaneció de rodillas unos segundos, cabizbajo, mientras la sangre empezaba a bombear de nuevo por sus venas. No volvería a hacer nada parecido nunca más.

Pensó en volver junto al albino y la chica, pero luego decidió que era mejor esperar. No quería desafiar a ese tipo ni parecer una amenaza. Y en el estado en que se encontraba Hannah, dudaba mucho de que pudieran echar a correr. Pasó un buen rato hasta que aparecieron dos hombres desde la esquina del lado este del bloque, el único que Adam no había revisado. Iban armados. El tipo rubio era uno de ellos; le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Lo acompañaba otro adulto de pelo canoso.

—Al parecer tenías razón, pato flaco —dijo el que ya conocía cuando cruzó el desguace y llegó hasta ellos. Poseía un rostro poco común, incluso cómico, con la nariz demasiado pequeña y los ojos demasiado grandes. Ahora que lo veía de cerca no daba la impresión de ser un saqueador, aunque nunca se sabía—. El presidente ya se ha encargado de hacer entrar a tus dos amigos, y al decirle tu nombre ha insistido en verte. Parece que la chica está… grave —mencionó con cierto apuro, y apartó un segundo la mirada, como si admitiera que se había equivocado al dudar de su explicación—. A propósito, ¿a qué ha venido ese numerito de antes? ¿Es que buscas morir?

Adam no contestó. Llegado a ese punto, desconocía la respuesta.

—Bueno, yo me llamo Cooper —continuó hablando—, pero todo el mundo me llama Casper, ya sabes, por lo del fantasma, o tal vez porque hablo demasiado… —Rió como si sólo le hubiese hecho gracia a él. Luego carraspeó y señaló al del pelo canoso—. Él es Bucher.

Éste lo saludó con un gesto de cabeza.

—¿Dónde están? —repuso Adam, vacío de emociones. Se sentía tan cansado que apenas se sostenía en pie.

Casper se pasó la lengua por los labios y asintió.

—Claro, estás preocupado… es normal. Acompáñame. —Se dio la vuelta y el otro hombre lo imitó, pero ambos se detuvieron al ver que Adam no se movía de su sitio—. Oye, pato flaco, si te quisiera muerto ya lo estarías. No somos mala gente, ¿vale? Sois los únicos supervivientes que vemos… ¿desde hace cuánto, Bucher? —Chasqueó los dedos como si esperara que le cayera la respuesta del cielo—. ¿Dos años?

—Más…

—Sí, bastante más, tal vez lo que tarda un chico en hacerse adulto. Mira, entiende que tenía que tomar precauciones, ¿vale? Aquí pasamos desapercibidos y queremos que siga siendo así. No te lo tomes como algo personal.

—No me lo tomo de ninguna manera. Me consta que este lugar permanecía vacío hace algún tiempo. No me fío de vosotros; no me fío de nadie. Así que, si accedo a acompañaros, mi fusil se viene conmigo.

—Por supuesto… —Hizo una mueca empática—. Por supuesto, cógelo. ¡Caray! El viejo tiene interés en ti. No debes de ser el típico psicópata que se lía a tiros cuando se cruza con algún superviviente, ¿verdad? ¡Ah!, y tenemos electricidad que viene de los generadores de los sótanos y agua potable que filtramos de las cisternas. Podrás ducharte si lo deseas. Se nos permiten cinco minutos a la semana. —Asintió con la cabeza como si estuviera diciendo algo increíble. Luego arrugó el gesto—. Creo que te irá bien… Aunque te advierto que el agua está fría, no hay forma de hacer que la jodida caldera funcione.

—¿Tenéis medicinas? ¿Podéis tratar la radiación? —Era lo que más le interesaba.

Casper se encogió de hombros.

—A veces… —contestó—. Tenemos un médico… Bueno, no es un médico con diploma y bata y esas chorradas que solían darse antes, pero entiende de estas cosas, ya sabes.

Desde luego, Adam no podía quedarse ahí plantado todo el día. Aquél era un tipo excéntrico, peculiar, por no hablar del otro que lo acompañaba, más extraño que un perro verde. Pero en su situación no tenía más remedio que fiarse de lo que le decía. Su prioridad más inmediata era volver junto a Efraím y Hannah. Y según las palabras de Casper, aquél al que llamaban Presidente los había hecho entrar y quería hablar con él. Eso significaba dos cosas: no sabía cómo, pero aquel aeropuerto se había convertido en una colmena de supervivientes, y al igual que la Guarida, se regía por una jerarquía.

—Está bien —dijo al fin—. Llevadme dentro. —Dio un paso adelante y se dispuso a seguirlos.

Al bloque debía de accederse desde las ruinas de la estación construida a su lado, dedujo el muchacho, ya que era allí hacia donde lo conducían. Era un apeadero cerrado en forma de túnel; parecía un milagro que todavía conservara el techo. Una reja de color cobre tapaba la entrada, aunque en esos momentos permanecía abierta. Antes de meterse en el interior, echó la vista atrás y se fijó en la fachada sur del edificio. En efecto, Efraím y Hannah ya no estaban allí. Era evidente que el albino había aceptado ir con ellos por voluntad propia. Jamás se lo habrían llevado por la fuerza. Eso lo tranquilizó.

Tras cruzar la reja, Bucher y Casper se colocaron a ambos lados de ésta y la arrastraron con esfuerzo hasta hacerla encajar en el medio. Luego la sellaron con barrotes y candados repartidos por diferentes puntos del engranaje.

—Por aquí —dijo Casper con una sonrisa al volver a pasar por su lado.

El túnel era largo y lúgubre, y el final de la vía se perdía en la oscuridad. A mitad de recorrido Casper encendió una linterna. Apenas llegaba ya la luz exterior, y de no ser porque se detuvo y enfocó a un punto concreto de la pared, Adam jamás habría visto la compuerta de acero. Había sido pintada y se camuflaba perfectamente con el tono y color de aquellos muros enmohecidos. Casper la golpeó con el puño.

—Abre —solicitó—. No queda nadie más ahí fuera.

—Tienes que decir la palabra, Casper… —se oyó desde el otro lado, como si fuera algo evidente.

Casper chasqueó el paladar y miró al muchacho.

—Orly… —dijo con tono de cansancio.

Se oyó el ruido de unas llaves.

—Teníamos una mascota…, una rata tan fea que no nos atrevíamos ni a comérnosla… La encontramos muerta la semana pasada. Desde entonces la contraseña es su nombre —le explicó—. No sé por qué te cuento esto; ya vuelvo a hablar demasiado. —Torció el gesto.

La puerta se abrió y detrás apareció un hombretón de gran envergadura sentado en una especie de taburete. Tenía pelo excepto en los lados y la coronilla, con pocas luces en el rostro y la mirada. Tras él se extendía un pasillo oscuro en el que cada cuatro o cinco metros despuntaba un reflector de emergencia en el techo.

El grandullón miró al muchacho con suspicacia.

—¿Qué demonios pasa hoy? —exclamó—. Parece que todos los patos flacos se han puesto de acuerdo para dejarse perder por aquí. —Rió como un tarugo.

—Cállate, Big Doll. No es asunto tuyo. El Presidente quiere verlos —lo reconvino Casper.

—Oh, ya sé… —Abrió los ojos, como si de repente se acordara de algo importante—. Es un secreto, ¿verdad? Pasad —sonrió. En ese instante un hilo de saliva le cayó desde el labio inferior. Cerró la puerta detrás de ellos—. Id hasta el final del pasillo y entonces…

—¡Ya sé dónde es! —lo interrumpió Casper con un bufido.

—Vale, vale, jefe, yo sólo intentaba ser amable. —Levantó las manos sin moverse de su sitio. Sudaba como un animal. Nadie le respondió.

Siguieron por el pasillo, y cuando se habían alejado lo suficiente, Casper le dijo al muchacho:

—Ése era Big Doll, el vigilante de las puertas. Su puesto está allí, controlando que nada ocurra. Y como por aquí nunca ocurre nada, hoy está algo emocionado. Tendrás que disculparlo. Todo lo que tiene de fuerte lo tiene de… —Le miró, se llevó la yema del dedo índice a la sien y la hizo girar—. Ya me entiendes.

De pronto, Adam se preguntó qué es lo que pensaría Efraím de toda esa gente.

—¿Por qué nos llamáis patos flacos? —Fue lo primero que dijo desde que abandonaron el desguace.

En aquel momento Casper tuvo que agacharse para no golpearse con el saliente de un conducto del techo.

—Cuidado aquí —señaló—. Bueno, a todos los del sur de la frontera os llamamos patos flacos. Ya sabes, por eso de que aún os quedan patos…

—No, no nos quedan patos —contestó Adam.

Casper hizo una mueca como si eso fuera irrelevante.

—¿Y eso qué más da? —resopló.

El día estaba siendo condenadamente eterno. Adam necesitaba una pausa con urgencia. No podía pensar ni ver con claridad, y aquella falta de luz de un pasillo, al parecer inacabable, le hacía padecer una profunda sensación de irrealidad. Con cada esquina que giraban, el pasadizo se volvía más estrecho, o eso le pareció a él. Casper le hablaba y Bucher asentía a casi todo lo que él decía, pero el muchacho era incapaz de entenderlos, tan sólo advertía con la vista borrosa que sus labios se movían con rapidez; sus voces le llegaban amortiguadas, como si las oyera a través de un cristal grueso. Sería el cansancio, el delirio, se dijo llevándose una mano a la cabeza. Seguramente su aspecto en esos momentos fuera horrible. Torcieron múltiples veces a izquierda y derecha por un atolladero de túneles con cañerías en los techos que dejaban escapar vapores intermitentes. En algunos tramos podían ir erguidos, pero en otros el bajo techo los obligaba a encorvarse. También atravesaron por una sala con generadores de electricidad que temblaron e hicieron un ruido espantoso y agónico a su paso. Más pasillos. Para cuando al fin se detuvieron, Adam pensó que sería incapaz de acordarse del trayecto si tuviera que repetirlo él solo. Miró alrededor. El habitáculo donde se habían parado era pequeño y cuadrado, con una modesta hoguera que permitía ver el muro alto, lleno de cables colgando, que se alzaba delante. El suelo oscilaba un poco. Tardó en reconocer dónde estaba: era el hueco de un ascensor.

—¡Súbenos! —gritó Casper.

El ruido de unas poleas se hizo audible y el muchacho notó cómo, de repente, todo él se elevaba. La rudimentaria tarima que pisaban subió poco a poco, amarrada a unas cuerdas que agonizaban al superar cada centímetro de ascenso. Fue la primera vez que Casper se quedó callado, con la vista fija en el precipicio que iban dejando atrás, y no volvió a hablar hasta que llegaron al piso superior del edificio.

—Maldita sea… —rebufó, sudoroso—. Detesto este puñetero trasto.

El hombre que los había hecho subir era el mismo que, sin mediar palabra, les abrió la puerta doble que había unos metros más adelante. Casper se adelantó varios pasos y fue el primero en cruzarla, entonces extendió los brazos y dijo:

—Bienvenido a la República del Aeropuerto de Stansted.

Adam se detuvo, atónito, ante lo que vio. Pese a que la gran sala donde aparecieron seguía inmersa en un tono lúgubre, llena de rincones oscuros, disponía de múltiples puntos de luz. Varias hileras de bombillas encendidas cruzaban de punta a punta la estancia y algunas lámparas vetustas se mezclaban con ellas a lo largo y ancho de su extensión. Los huecos de las cristaleras que daban al exterior habían sido tapiados de manera que no entrara el resplandor diurno, pero allí todo funcionaba con electricidad, algo que para Adam era nuevo e insólito. Las luces alargaban varios metros las sombras de las chozas que la gente había construido entre los restos de lo que parecían ser las antiguas tiendas del aeropuerto. Había enormes ventiladores colgados en lo alto del techo que giraban con lentitud sus aspas para renovar el aire. Al fijarse, Adam descubrió que, en realidad, eran turbinas extraídas de los aviones. Desde un punto lejano, un tipo gordo cocinaba algo en una especie de cacerola con brasas debajo cuyo humo candente llegaba hasta el techo. Tenía varios hombres y mujeres a su alrededor con un cuenco en la mano, esperando su turno. En un rincón, a la izquierda, dos individuos se sentaban uno frente al otro y jugaban concentrados al ajedrez en un tablero en el que apenas se distinguían los cuadrados. Pese a que ante sus ojos había actividad, con personas yendo de un lado a otro, o bien absortas en sus menesteres —cosiendo, durmiendo en literas o limpiando sus chabolas—, todo aquel entorno estaba sumido en un estricto silencio, con una disciplina y un orden que el muchacho no había visto en la vida. En ese momento, Bucher se retiró y se acercó a una de las barracas más cercanas, hecha con telas y varas de hierro. El niño que había visto Adam antes en el desguace salió del interior y lo recibió con un abrazo, luego corrió junto a otros dos niños que, sentados en el suelo, atendían las explicaciones de una mujer delante de una pizarra.

Casper se dirigió a Adam y lo sacó de su ensimismamiento.

—Sígueme, te llevaré con tus amigos.

A medida que iban caminando por el refugio, los habitantes se detenían a su paso y lo miraban con respeto, o bien lo observaban, callados, desde sus chozas. Vestían como indigentes, algo completamente común en todos los asentamientos que el muchacho había visitado, pero había algo distinto en aquella gente: su mirada. Seguía existiendo un atisbo de esperanza en ella. ¿Cómo lo lograban? Ofrecían una impresión tan diferente a la muchedumbre de la Guarida…

Aún no habían llegado al final de la gran cámara cuando Casper lo hizo torcer por un pasillo corto, al fondo del cual había una puerta.

—Ahí —le señaló—. Tus amigos te esperan dentro. Lo primero es lo primero, ¿vale? Pero una vez los veas tendrás que acompañarme de nuevo. El Presidente…

—Lo sé, quiere verme —terminó la frase por él.

—Así es. —Apretó los labios y le hizo un gesto para invitarlo a cruzar la puerta—. Te esperaré aquí.

Adam entró casi con miedo de lo que se iba a encontrar. Lo primero que vio era que se trataba de una habitación tenuemente iluminada, sumergida bajo la luz de unas velas, y se respiraba cierta paz en ella. De algún modo lo sorprendió ver a Efraím de pie, ante la cama donde reposaba Hannah. El albino lo miró un instante, pero no dijo nada, como si no quisiera romper el silencio del lugar. Era cierto, estaban allí, pensó el muchacho, aliviado. La chica seguía temblando, con los ojos batallando bajo sus párpados; el colchón estaba empapado por su sudor. Había una tercera persona con ellos, una mujer con tantas arrugas en el rostro que apenas se le veían los ojos. En aquel momento estaba pinchando a Hannah en el brazo y la conectaba a través de un fino conducto a una bolsa de suero portátil.

—Su cuerpo ha estado expuesto mucho tiempo a la radiación exterior —dijo su voz anciana, sin mirar a nadie en concreto—. Si no mejora con el suero que le acabo de suministrar, ya no lo hará.

—¿Cuánto tiempo tardará en ponerse bien? —preguntó Adam.

La mujer volvió la vista hacia él. Tenía la espalda encorvada por el peso de la edad.

—Los del sur sois todos iguales… Sólo os preocupa el cuándo, el cuándo, el cuándo —dijo mientras negaba con la cabeza—. No lo sé, joven viajero. La radiación es intensa en esta zona. Hay gente que mejora en un día, en una semana, y hay otros que mueren en minutos.

Adam se fijó en la chica. De algún modo, aquel suero pareció calmarla. Aunque tal vez sólo se tratara de una falsa impresión surgida del deseo de verla mejorar.

—Gracias… —dijo Efraím con respeto—. Os habéis portado bien con nosotros.

—Sí, gracias —repitió con timidez el muchacho.

—No tenéis por qué dármelas —repuso la anciana con tono amable—. Os traeré agua. Dadle de beber con regularidad y avisadme si sufre convulsiones, si empieza a sangrar o si se termina el suero de la bolsa.

Dicho esto, se dispuso a salir de la habitación con pasitos cortos. Al pasar junto a Adam le sonrió, cansada.

—Bienvenidos… —dijo.

Por un breve instante le recordó a Rosalía.

La puerta se cerró y los tres se quedaron a solas.

—¿Qué opinas de esta gente? —Adam no pudo esperar más para preguntarle al albino. Se acercó hasta la cama.

—No lo sé… —respondió, y miró las paredes de la habitación; estaban llenas de grietas y pequeños agujeros. Continuó hablando en susurros—: Ya lo veremos. Pero por ahora no parecen gente peligrosa, tan sólo otro grupo de supervivientes que busca salir adelante, como en el resto de los asentamientos que conocemos. De todas formas, ahora mismo no tenemos más remedio que fiarnos de ellos.

Adam miró a Hannah. Aún no se hacía a la idea de verla así. Todo había ocurrido tan rápido…

—¿Quién os ha traído? —preguntó.

—Dos hombres se acercaron a nosotros. Iban armados, pero en ningún momento advertí en ellos una actitud hostil. Me dijeron que te habían encontrado en el lado norte del edificio y que nos reuniríamos contigo dentro. No sé por qué, pero les creí.

—Bien… —murmuró, sin saber qué se suponía que debían hacer a continuación.

—Adam… —El albino le colocó una mano en el hombro y clavó sus ojos en él—. Necesitas descansar o también caerás enfermo.

—Estoy bien… —dijo y tragó saliva como si le costara—. No te preocupes.

—No, no lo estás.

Por alguna razón, Efraím parecía más preocupado por él que por Hannah. Seguramente fuera por el papel que Adam desempeñaba en el viaje. Desde luego, el albino era un ser frío, guiado por una lógica estricta que sustituía toda clase de sentimientos humanos. Demasiado singular como para tratar de entenderlo.

En esos momentos volvió a abrirse la puerta de la habitación y la figura de Casper apareció con cautela, como pidiendo permiso.

—Perdonad si interrumpo —carraspeó—. Es la hora…

El muchacho asintió.

—Tranquilo, estaré bien —le aseguró al albino antes de irse.

Tras pasar de largo la última choza ocupada de la sala, unos metros más adelante, se alzaba un gran separador hecho con telas y cortinas de plástico. Al cruzarlo aparecieron en una parte deshabitada de la planta, tan extensa como la zona anterior. En ella no había electricidad y todo estaba en ruinas, igual que debió de estarlo en el momento en que la guerra arrasó el territorio. No se había tocado nada. Sólo algunas velas sobre las repisas de los locales desmantelados iluminaban el camino. Los cables colgaban del techo y aquí y allá se esparcían cajas, maniquíes y estanterías rotas. Sin embargo, en mitad de aquella nueva área se levantaba una especie de carpa solitaria de forma cuadrada y aspecto de santuario. Bajo su entoldado había una cama, un par de armarios llenos de libros y un escritorio iluminado con candelabros en cuya silla se sentaba de espaldas a ellos un hombre con el pelo blanco y espeso.

—Sigue tú solo. Yo no puedo acompañarte —murmuró Casper, como si no se atreviera a elevar la voz.

—¿Qué quiere de mí? —se le ocurrió preguntar de repente.

—No lo sé, pero es una persona sabia. Escucha lo que tenga que decirte, nunca es en vano. —A continuación le hizo un gesto con la cabeza, dio media vuelta y se fue.

Adam se lo quedó mirando hasta que desapareció de su vista, respiró hondo y empezó a andar al frente. El hombre del escritorio permaneció con la cabeza gacha, como si, concentrado, estuviera escribiendo algo. Siguió acercándose con cautela hasta que, de pronto, aquel individuo dejó su pluma a un lado y pronunció unas palabras que al muchacho lo desconcertaron y conmovieron por igual. Su voz era de anciano, aunque no por eso dejaba de resultar imponente:

—Partí de la Veguería y dejé atrás lo que más he amado en este mundo, a mis hijos, en el que fue, es y será el último de mis viajes. Estoy viejo y cansado. Miles de kilómetros a mis espaldas, miles de recuerdos que no quiero poseer y que ya jamás se desvanecerán. He hecho mucho y, sin embargo, mi sacrificio sólo ha significado un grano de arena en una gigantesca montaña que aún está por construir. Cada historia, cada persona… tiene su final. Mi momento está cerca.

Adam sintió que el alma se le salía del pecho. Aquellas palabras sólo podían pertenecer a una persona. No reconocía aquella voz, pero había pasado tanto tiempo que tal vez la recordara diferente en su memoria.

—¿Papá…? —susurró casi con miedo. Era posible que fuera él… No obstante, la respuesta llegó clara y concisa, demasiado para lo que a Adam le hubiese gustado.

—No, yo no soy tu padre, pero eso fue lo último que me dijo él antes de partir hacia el norte la última vez que lo vi hacerlo. Jamás he olvidado estas palabras. Son las palabras de una persona admirable. —El hombre se volvió y su rostro de mirada erudita salió de las sombras. Adam no creía haberlo visto nunca, aunque su sola presencia le inspiraba un profundo respeto—. Él me dijo que un día tú vendrías.