45

—No pienso dejarla morir… —juró Adam, taciturno. Sus ojos se anegaron.

El albino tampoco apartaba la vista de ella, aunque su rostro volvía a ser una piedra rígida e inexpresiva. Su capacidad de mantener la sangre fría ante las adversidades lo hacía parecer de todo menos humano.

—Sé que intentarás evitarlo por todos los medios —dijo, y clavó su mirada en él—. Y eso incluye buscar un lugar donde pueda descansar. Si nos quedamos al aire libre y empieza a llover de nuevo será su fin. ¿Entiendes lo que esto significa?

Adam tardó en asentir.

—El aeropuerto… —carraspeó. Le costaba hablar—. El aeropuerto de Stansted aún está a nueve kilómetros de aquí. Se encuentra algo lejos, pero tal vez haya medicinas que puedan servirle. Mi padre lo marcó en su diario como un refugio seguro, con suministros y agua potable.

—Llegaremos al alba si decides llevarla con nosotros.

Adam lo miró con dureza. No podía creer lo que acababa de oír.

—Es evidente que vamos a llevarla con nosotros —exclamó.

—¿Lo es? —lo desafió, como poniéndole a prueba—. Siento que, al parecer, tengas tanto que perder. Si cargamos con ella nos retrasará y los captores de tu hermano volverán a alejarse. Pero si la dejamos aquí, morirá. De nuevo debes tomar una difícil decisión.

—Te importa una mierda lo que les pase a las personas, ¿no es así? —Se volvió hacia él masticando las palabras—. Incluso a las que se supone que aprecias. ¿Qué eres? —Contrajo el gesto.

—Muchos dirían que un ser maldito. —Sus ojos rojos brillaron como dos rubíes durante un fugaz instante—. Alguien incapaz de sentir emociones humanas, aunque me esfuerzo por comprenderlas. Te pido disculpas si eso te causa… confusión. —Inclinó la cabeza. Luego añadió—: Quiero que sepas que sea cual sea tu elección no me opondré.

Adam, estupefacto, no pudo hacer otra cosa que apartar la vista de él para observar a la chica. Su rostro, bajo la fosforescencia mortecina de la aurora, la hacía parecer otra persona. No tenía la expresión tranquila, sino tensa, como si en su interior se estuviera librando una dura batalla.

—Soy yo quien no te comprende… —murmuró—. Se supone que Hannah significa algo para ti.

—Y así es. Pero ahora mismo tú eres el guía, el hermano y el amante. Yo sólo soy alguien que debe cumplir con su misión. Si tuviera que participar en tu decisión, me convertiría en un problema para ti. No me pidas que haga eso.

A Adam aquella actitud le dolió, aunque no sabría explicar bien el motivo. Tal vez fuera porque en esos momentos se sintió más solo que nunca, o tal vez porque no quería perder a Hannah, ni, por supuesto, a su hermano, y el albino tenía el don de expresar siempre la cruda verdad en sus palabras. Echó un vistazo al norte. La aurora ya casi se había desvanecido y sólo la negrura más espesa se alargaba hasta donde alcanzaba la vista. Era una locura viajar en esas condiciones, casi a ciegas y por un terreno tan hostil, pero tenía que correr ese riesgo… por ella, por Caleb y por sí mismo.

—No perdamos más tiempo. Sigamos adelante. —Fue a coger a Hannah—. Yo la llevaré.

—En ese caso, podemos hacerlo entre los dos.

—No. Yo la llevaré —insistió, y se alzó con la chica en brazos. Sintió su respiración lenta y profunda contra el pecho. Efraím se agachó para recoger el arco y el resto de su equipo.

Echaron a andar en dirección norte. El cuerpo delgado de Hannah temblaba, sufría, y con cada espasmo el muchacho también se estremecía por dentro. «¿Por qué no me lo dijiste?», volvió a preguntarse mientras contemplaba su rostro.

—Ella no sabía el motivo por el que estaba enfermando. Estas cosas son difíciles de detectar y se suelen asociar al cansancio —le dijo Efraím, como si hubiera leído sus pensamientos.

—Dime que tú no lo sabías. Que no tenías ni idea de que la radiación la estaba haciendo pedazos.

—No lo sabía. Pero aunque así fuera, ¿de verdad crees que habría podido cambiar algo? —fue lo último que dijo. Luego, ambos prosiguieron en silencio y se adentraron más y más en la fría oscuridad del camino.

El trayecto fue largo y demoledor. Adam se vio obligado a poner al límite sus capacidades físicas, más allá de lo que hubiera imaginado, para ir acortando la distancia que los separaba del aeropuerto. La noche había traído consigo el frío habitual del desierto, y Hannah temblaba y deliraba en sus brazos entumecidos. A veces recuperaba la consciencia, pero cuando lo hacía era para toser más sangre o para entreabrir los ojos, intercambiar una breve mirada con él y volver a echar la cabeza atrás, incapaz de mantenerla erguida. Para Adam, la lentitud con la que avanzaban era desesperante. El frío, el hambre y el cansancio parecían aliarse para castigarlo. Efraím se ofreció a ayudarlo un par de veces, pero el muchacho le dijo que prefería que fuera él por delante para asegurar el camino. No quiso preguntarle, pero algunos gestos y detalles le hacían deducir que el albino veía incluso mejor en la oscuridad que de día. En varias ocasiones tuvo que detenerse y efectuar pequeños descansos; en uno de ellos trató de darle a Hannah una nueva píldora de yodo. El resto de las paradas fueron para intentar que bebiera un poco de agua; en su estado corría el riesgo de deshidratarse con asombrosa rapidez. Cada vez que retomaban la marcha, Adam se sentía un poco más débil y los músculos de los brazos y de las piernas le ardían llenos de lesiones. Hasta que al fin, tras varias horas sin tregua, y habiendo recorrido ya cinco durísimos kilómetros, el muchacho simplemente sucumbió; sus piernas flaquearon y no tuvo más remedio que claudicar y clavar una rodilla en el suelo. Empezó a jadear como si sus pulmones necesitaran aire urgentemente.

—Dios… —masculló, azotado por la fatiga y el dolor. Abrazó el cuerpo inerte de Hannah—. Lo siento…

Efraím se colocó frente a él.

—Por favor, no te tortures —dijo al ver su cara de decepción consigo mismo—. Todos tenemos nuestros límites, y tú ya has hecho mucho por ella.

—No quiero dejarla… —La voz se le quebró al apartar la cara de su rostro enfermo e inconsciente.

—Y no lo harás. Deja que yo lleve tu carga. No es ninguna deshonra que lo haga. —Extendió la mano hacia él—. Por mucho que haya podido ofenderte.

Adam le acarició el pelo a Hannah. Al fin no tuvo más remedio que asentir y dejarla en manos del albino. En el momento de entregársela, sintió que le arrancaban una parte de él. Quizá no tuviera otra oportunidad para abrazarla y eso lo hostigaba. Se puso en pie como si su cuerpo estuviera recubierto de plomo. Al echar a andar cojeaba, los pies le dolían por las llagas del camino, pero logró encontrar las fuerzas; debía seguir adelante a cualquier precio.

A medida que las horas pasaron, para desesperación de ambos, ella empeoró. Cuando tan sólo quedaba un kilómetro para llegar al final de la vía, Hannah se llevó de repente una mano a la cabeza y gimió de dolor. Bajo la escasa claridad de la luna, vieron que una de sus lágrimas brotó oscura, como teñida de sangre, en contraste con una piel tan pálida que se asemejaba a la de un fantasma.

Adam apretó los puños y los dientes, se sentía frustrado e impotente al desear hacer más por ella y no poder ayudarla. El pecho le dolía como si lo golpearan con una maza. Después de todas las penurias pasadas, Hannah era lo único bueno de verdad que le había ocurrido. No quería ni imaginarse la posibilidad de perderla también a ella.

«Aguanta… Yo también te necesito…», le pidió en silencio. Ojalá hubiese podido decírselo un día antes.

Con el primer despuntar del alba, la silueta del antiguo aeropuerto de Stansted fue tomando forma a lo lejos, como nacido de las sombras. Su gigantesco perímetro cubría medio horizonte, entre hectáreas y más hectáreas de terreno estéril. Conforme iban acercándose, la luz diurna y el tamaño del recinto fueron aumentando ante sus ojos; se componía de tres bloques antaño acristalados y de varias pistas que se prolongaban en diferentes direcciones, aunque la mayoría de ellas eran ya imposibles de distinguir. A primera vista su aspecto era de total abandono. Medio complejo había sido sepultado por las dunas de arena del desierto y la otra mitad castigado por la intemperie. Los dos bloques laterales estaban en ruinas, parecía que un gigante los hubiese aplastado con su puño, y tan sólo el edificio central se mantenía íntegramente en pie, como si fuera el vencedor de una lucha encarnizada. Sus cristaleras reventadas dejaban entrever unos interiores asolados y oscuros. No obstante, una modesta porción de su fachada sur permanecía tapiada y protegida del exterior con maderas y chapas de metal. Tal vez ésa fuera la zona segura, tal vez su padre guardara allí medicinas para tratar la radiación, pensó Adam, decidido a no perder la esperanza.

Antes de llegar al edificio, a unos cien metros, la vía se enterraba bajo el manto del desierto sin llegar a su destino: una estación en ruinas pegada al bloque. Los últimos metros se hicieron eternos para Adam. Efraím se mostraba inagotable portando a Hannah en los brazos, pese a que ya empezaba a intuirse también en su rostro la necesidad de descansar y de reponer fuerzas.

—¿Por dónde se accede? —preguntó este último al llegar al pie del edificio. La fachada sur debería de tener unos trescientos metros de largo y no se veía ninguna puerta por la que poder colarse en el interior; toda la pared inferior era un muro homogéneo de cemento.

—No lo entiendo… —dijo Adam, dándole vueltas al diario—. Según este esquema deberíamos poder entrar por este lado y subir hasta la planta de arriba a través de los pasillos de mantenimiento.

—Pues salta a la vista que no se puede —mencionó Efraím, que alzó la cabeza para estudiar el colosal tamaño del bloque.

—Buscaré por el perímetro del edificio y trataré de encontrar una entrada. —El muchacho se acercó a Hannah, en brazos del albino, y le cogió la mano. Seguía inconsciente y sudaba de forma copiosa. Los ojos se le movían bajo los párpados, prisionera en un mundo de pesadillas—. ¿Cómo está? —preguntó.

—Es una mujer fuerte. Está luchando, como siempre ha hecho.

—Encontraré ese acceso —prometió—. Quédate con ella y procura que beba un poco.

—Descuida.

Hannah se quejó en sueños y se removió, como si algún dolor interno se cebara con ella.

—Y Adam… —añadió el albino—. Date prisa.

El muchacho asintió y se alejó lo más rápido que pudo siguiendo el perímetro del edificio. Al girar la siguiente esquina encontró lo mismo: una pared de cemento que se prolongaba hasta el final del lado oeste. Fue deslizando la mano por ella. En la mitad del tramo, sin embargo, había un trozo que se ondulaba hacia fuera, como si tras la capa de cemento se escondiera algún tipo de puerta giratoria. No podía saberlo. Siguió adelante. La brisa seca del desierto transportaba un silencio conmovedor, un silencio que sólo podía surgir ante la ausencia total de vida. Por eso, al torcer por la segunda esquina, lo que encontró lo sorprendió tanto que se detuvo de golpe. Bajo la fachada norte del edificio se extendía un vasto cementerio de automóviles y chatarra industrial, como si el esfuerzo de cientos de personas hubiese conseguido colocar todo aquello a modo de barricada. Multitud de esqueletos de autobuses, motores de coches, piezas de avión y grandes contenedores metálicos oxidándose al sol formaban un frente entrecruzado de obstáculos pensados para dificultar el avance de cualquier ser vivo; incluso sobresalía una especie de grúa cuyo brazo de acero apuntaba al cielo. Aquel desguace no podía verse desde la vía por donde habían venido, pero era realmente enorme. De un modo instintivo, Adam descolgó su fusil de la espalda y tragó saliva, nervioso. ¿Habría alguien más en las inmediaciones? Se quedó inmóvil, con el arma en ristre, y estudió la zona. Nada se movía excepto algunos trozos de hierro que tintineaban al compás del viento. Con cuidado de no hacer mucho ruido, se decidió a subirse al capó de una primera furgoneta y saltó al interior del área atrincherada; era un laberinto de broza y herrumbre que obligaba a escalar, a saltar y a pensar con detenimiento para seguir avanzando. Sus pasos fueron lentos, siempre atento alrededor. Torció por múltiples esquinas puntiagudas, miró en el interior de los chasis de los automóviles y trepó por varios de sus techos. Se detuvo de nuevo sobre el capó de uno de ellos e intentó apreciar mejor la magnitud de aquel mar de metal. Fue entonces cuando, de repente, una sombra rápida pareció moverse entre el color uniforme del óxido. Sobresaltado, prestó atención a esa dirección en concreto. Para su sorpresa, la cara sucia de un niño no tardó en asomar por el agujero de la ventanilla de un coche, a unos quince metros de él. Adam se quedó paralizado. «Caleb…», fue lo primero que pensó. Ambos intercambiaron una breve mirada, que terminó cuando el chiquillo echó a correr en dirección contraria para escabullirse con agilidad entre los obstáculos.

—¡Eh! —gritó Adam. No era su hermano, de eso estaba seguro—. ¡Eh! —volvió a gritar—. Se bajó de un salto e intentó seguirlo. Tan sólo el ruido y el movimiento de algunas partes de los desechos le indicaron por dónde estaba huyendo. Llegó a una especie de cuadrado de tierra compuesto por cuatro coches colocados en ángulos de noventa grados. Allí dio una vuelta sobre sí mismo y miró a todas partes. Le había perdido la pista.

—¡Tsss! —Alguien quiso llamar su atención.

Al volverse hacia el ruido vio de nuevo al chiquillo agachado tras uno de los coches. Éste echó a correr de nuevo, como si quisiera jugar con él al escondite.

—¡Eh! ¡Vuelve! —Necesitaba hablar con él. Si vivía allí tal vez podría ayudarlos.

Tras varias zancadas, saltos y acrobacias que casi terminaron en caída, encontró al chico en otro pequeño claro entre el montón de chatarra. Lo esperaba agazapado, con la mano puesta en la maneta de una trampilla metálica que había en el suelo, preparado para abrirla, aunque no lo hizo. Su aspecto era desaliñado y salvaje, con el pelo largo, pero su mirada era tan inocente como la de cualquier niño.

—Tranquilo. —Adam volvió a colgarse el rifle en la espalda y se le acercó despacio, con una mano por delante—. No voy a hacerte daño.

El chiquillo parecía asustado, pero no movió ni un músculo.

—¿Vives solo aquí? —preguntó, con el corazón en un puño.

De pronto, el niño desvió un poco la mirada hacia un punto en concreto del edificio a espaldas de Adam.

Se oyó el clic del seguro de un arma y el mundo pareció detenerse.

—¡Las manos detrás de la nuca! ¡Ya! —oyó gritar a alguien a lo lejos, por detrás de él; la voz de un adulto.

Adam se quedó pálido. Aquello no se lo esperaba. Lentamente hizo lo que se le pedía.

—¡Ahora vuélvete! ¡Despacio! —continuó diciendo quienquiera que fuese.

Al darse la vuelta estudió la fachada del edificio y vio a un tipo que lo apuntaba desde lo alto de una de las cristaleras rotas. Estaba tumbado, en posición de francotirador.

En ese instante el niño abrió la trampilla y se coló rápido en el interior. Adam ladeó la cabeza al oírlo.

—¡No, no! No lo mires a él, mírame a mí —le advirtió el tipo del edificio con absoluta tranquilidad, escondido tras su rifle de larga distancia. Adam sólo alcanzó a distinguir que era rubio—. Bien, contesta a mis preguntas moviendo únicamente la cabeza, ¿entendido?

Adam asintió.

—¿Vienes solo?

Le costó pero negó con la cabeza.

—¿También van armados?

Asintió despacio.

—¿Cuántos sois? ¿Más de cinco?

—Tres… —dijo.

—¡Que no hables! —le recordó—. Sólo mueve la cabeza, ¿vale? ¿Venís del sur?

Adam volvió a asentir.

—¿Brighton? ¿Las costas grises?

El muchacho respiró hondo. Aquel tipo lo estaba empezando a mosquear. Negó con la cabeza.

—De acuerdo… —dijo al fin, sin dejar de apuntarlo—. Ahora ya puedes hablar. De hecho vas a explicarme quién demonios eres y qué cojones haces en el culo del mundo, amigo. Porque sólo hay dos tipos de personas a las que yo no disparo: las que me caen bien y las que ya están muertas.