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La vía era poco más que dos líneas de hierro entre la arena y el barro. Salvaba curvas y más curvas, tramos largos que se perdían en el horizonte y, de vez en cuando, se esfumaban del todo para volver a aparecer quinientos metros más adelante. A ambos lados del camino todo eran pueblos fantasma, como el de Harlow, cuyas calles habían sido primero quemadas y luego inundadas; pantanos desolados y ciénagas humeantes. Aquel entorno parecía inviable para la vida, pero, contra todo pronóstico, no lo era. En más de una ocasión pudieron contemplar sombras pequeñas, con cabezas de formas extrañas y múltiples ojos, que se asomaban tímidas para observarlos y luego volvían a esconderse entre la maleza y la espesura de árboles muertos. Emitían sonidos peculiares, como si canturreasen a su paso, pero tal vez sólo fuera la forma que tenían para advertirse entre ellos de la presencia humana.

—¿Qué son? —preguntó Hannah, tan intrigada como Adam.

—Parecen alguna clase de anfibios —contestó el muchacho—. Creo que mi padre hizo algunos esbozos. —Sacó el diario de uno de sus bolsillos y buscó entre las páginas—. Fíjate… —Detuvo el dedo sobre un dibujo trazado con grafito que no dejaba lugar a dudas—. Las mismas extremidades cortas en proporción al cuerpo. Piel sin pelo, y con varios ojos en el rostro. —Había una anotación al lado que indicaba la altura de aquellos seres: aproximadamente medían medio metro.

—¿Son hostiles? —mencionó Efraím por delante de ellos dos, serio, como si fuera el único dato que le importara. Desde que salieron de la casa había viajado en solitario, manteniendo las distancias.

—No, siempre y cuando no nos acerquemos —contestó el muchacho detrás de él—. Su saliva es venenosa, y si se sienten amenazados atacan en manada.

El albino los observó con prevención, sin terminar de fiarse. No dejó de empuñar su ballesta de mano hasta que el último de ellos desapareció en la distancia.

Poco después del mediodía las nubes se habían retirado y el sol brillaba en lo alto. La temperatura no era un problema; no hacía ni demasiado frío ni demasiado calor, pero el hedor ácido y estancado que había dejado la lluvia a su paso, junto al manto de cadáveres de ratas y alimañas desperdigadas por el suelo, provocó que tuvieran que taparse varias veces el rostro con el cubrebocas.

En general, su ritmo era fuerte y sus pasos rápidos. Comieron y bebieron sin detenerse, ni siquiera en los apeaderos y estaciones que encontraron por el camino. En el estado en que se encontraban muchas de ellas no habrían querido pararse aunque hubieran dispuesto de tiempo.

Al llegar la tarde, aún no se habían visto ni cruzado con nadie, y eso preocupaba al muchacho. En silencio se decía que era normal, que quienquiera que fuese el causante de las luces que vio Efraím el día anterior, como mínimo aún les llevaría media jornada de ventaja.

Sus inquietudes se hicieron más llevaderas en compañía de Hannah. Excepto cuando prestaban atención a los ruidos repentinos y a las posibles huellas o señales humanas, ambos hablaron durante gran parte del trayecto, sobre todo acerca de sus respectivos pasados: de los sitios donde habían vivido, de cómo fueron los primeros días tras estallar la Guerra —ella se mostró reacia a hablar sobre ese tema en concreto—, o incluso de lo que habían llegado a comer o de las cosas que tuvieron que hacer a lo largo de todos estos años para sobrevivir.

—Soy buena con el arco. Siempre ha sido una ventaja poder cazar sin hacer ruido —le explicó.

—Sí, cuando le acertaste a aquel pájaro en pleno vuelo fue… —Adam sonrió— fue increíble.

Nada quedaba ya de la chica reservada con la que había viajado los primeros días. Ahora la conversación era fluida, a veces hasta divertida, sin silencios incómodos ni desconfianzas; una muestra clara de que ambos ansiaban conocerse mejor.

—¿Puedo preguntarte algo y confiar en que me respondas con la verdad? —le dijo ella de repente.

Adam la miró.

—No se me ocurriría mentirte…

—¿Qué harás cuando encuentres a tu hermano? ¿Te irás? —La pregunta sonó clara y directa. Había un atisbo de aflicción en su voz.

El muchacho respiró hondo e hizo una mueca de compromiso.

—Aún no lo he decidido. Soy incapaz de pensar en el siguiente paso cuando todavía no he dado el primero.

Hannah asintió de forma retórica, pero, insatisfecha, continuó hablando:

—Sabes que no podemos hacer este viaje sin ti. Él te necesita… —Señaló con la vista a Efraím—. Confía en ti. —Tuvo que pensárselo antes de proseguir—. Yo te necesito…

—Y yo no quiero abandonaros, ni mucho menos.

—Pero lo harás. En cuanto te ayudemos a rescatar a tu hermano te irás, ¿verdad? —quiso saber, como si lo viera en sus ojos. Adam se quedó callado, por lo que ella insistió—: ¿Verdad?

El muchacho apretó la mandíbula. No le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación.

—Dependerá de dónde y de cómo encuentre a Caleb. Entonces decidiré si regreso a casa o sigo avanzando. No antes. Pero si finalmente tuviera que irme, me ocuparía de enseñaros todas las rutas, cada refugio, todo… —Alzó el diario.

Aquella contestación no pareció valerle a Hannah.

—Regresar a casa —repitió, y chasqueó el paladar—. Eso que tú llamas hogar son cuatro paredes vacías rodeadas por el desierto y la muerte.

—Nos las hemos apañado bien hasta ahora.

La chica se lo quedó mirando, un tanto desengañada.

—Me decepciona oírte hablar así —dijo, seca—. Pensaba que tú también creías en el motivo de este viaje.

—Mi hermano es el motivo de este viaje —le recordó—. Siempre lo ha sido.

Hannah apartó la mirada. De pronto respiraba con fuerza. Pese a que hubiese querido contestarle, sintió una especie de mareo que la hizo detenerse. Apoyó las manos en las rodillas y tosió un par de veces.

Adam también se paró.

—¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? —se preocupó, e intentó ayudarla a incorporarse.

—Sí… —Hannah se irguió. Estaba pálida—. No podría estar mejor —dijo, y se alejó de él. Llegó hasta el albino, que también se había detenido para observarlos, y pasó de largo. Por lo visto, la conversación había terminado.

A veinticinco kilómetros del aeropuerto de Stansted ya se veían algunos carteles en los apeaderos que anunciaban el final cercano de la línea. Parecía mentira lo rápido que estaban avanzando, a pesar de haberse detenido durante dos días enteros.

A cada paso que daban la noche apremiaba, y cuando la oscuridad llegó trajo consigo el cansancio en sus cuerpos. Para entonces, los tres caminaban separados. Efraím seguía encabezando la marcha, pero no hacía mucho que Hannah le había hecho una señal al albino para indicarle que se iba a detener unos segundos, como si necesitara recobrar el aire. Él asintió, así que ahora la chica iba en la cola, bastantes metros por detrás.

—¿Seguro que estás bien? —le preguntó Adam cuando pasó por su lado. Pero ella, apoyada en el esqueleto metálico de un automóvil, con la cantimplora en mano, no le contestó—. Podemos parar —le ofreció él.

—No —dijo rotunda—. Sigue, en seguida os alcanzo.

—Hannah, si no te encuentras bien…

—¡Estoy bien! —le interrumpió, malhumorada, aunque luego suavizó el tono—. De verdad… Sólo me duele un poco la cabeza.

El muchacho asintió, pese a no tenerlas todas consigo, y continuó andando. Se volvió varias veces, hasta que vio que retomaba la marcha. ¿Qué le ocurría?

En un momento dado, y sin previo aviso, en el cielo empezaron a extenderse enormes ondas de tonos verdes y azulados que danzaron de manera elegante entre las estrellas, como si fuera el baile majestuoso de varios dioses.

—La aurora… —murmuró Adam al alzar la vista. Hacía años que no podía contemplarla. Por delante vio que Efraím también miraba al cielo.

En la lejanía, decenas de cantos vespertinos empezaron a sonar en cadena. Aquel fenómeno debía de provocar algún tipo de reacción en las extrañas criaturas que vieron al mediodía en los pantanos. Adam no pudo evitar sonreír… Era espectacular. Todo en conjunto formaba una especie de poema visual y auditivo. Quiso volverse hacia Hannah para ver si ella también lo contemplaba, pero su expresión al mirar atrás cambió por completo. Algo no iba bien; la silueta de la chica se tambaleaba sin fuerzas, como si fuera a desmayarse.

—Hannah… —pronunció desconcertado. De repente ella flaqueó y se dejó caer de rodillas—. ¡Dios mío! —exclamó, y echó a correr. Llegó justo a tiempo para arrodillarse y evitar que se desplomara sobre el suelo—. ¡Hannah! ¡Hannah! —gritó su nombre para intentar que reaccionase. La acomodó en su regazo. La chica lo miró. Parecía estar muy débil; de pronto tosió y de su boca salió un hilillo de sangre.

—Me… me cuesta respirar… —balbuceó.

—¿Por qué? —la recriminó, asustado—. ¿Por qué no me lo has dicho?

En aquel momento llegó Efraím corriendo, y, por primera vez, parecía nervioso.

—¡Ayúdame! —Adam estaba muy alarmado.

—¿Qué ha pasado? —Se agachó junto a ellos y entre los dos la depositaron con cuidado sobre el suelo.

—No lo sé. —El muchacho estaba angustiado—. De repente se ha desplomado.

Efraím le colocó una mano en la frente.

—Tiene muchísima fiebre.

—Se encontraba bien —masculló Adam, incrédulo—. ¡Me dijo que se encontraba bien!

El albino miró de nuevo al cielo. La aurora boreal se estaba desvaneciendo.

—Dale yodo —ordenó—. Rápido. La radiación es lo que la ha enfermado.

Adam sacó a toda prisa las pastillas de su mochila y le colocó una en la boca.

—Hannah, tienes que masticarla. —El albino le apartó unos mechones empapados en sudor de la cara—. Mastícala.

La chica hizo esfuerzos por tragar la píldora, pero la escupió al toser otro reguero de sangre. Vieron con impotencia cómo sus ojos se perdían entre las manchas verdes y oscuras del firmamento. Los párpados le temblaron y perdió el conocimiento. Adam y Efraím enmudecieron, incapaces de mover un músculo, de asimilar la rapidez de los acontecimientos. Bajo la noche se originó una nueva clase de silencio, el silencio del miedo, del temor a la pérdida. Fue un silencio profundo y perturbador, tan sólo roto por los gorjeos lejanos de las criaturas de los pantanos.