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En el suelo yacía una liebre atravesada por una saeta.

—No es gran cosa —señaló Efraím cuando Adam regresó al vestíbulo—. Pero es lo único que he podido cazar por los alrededores. Al menos hoy no cenaremos carne pasada.

El albino estaba empapado por la lluvia, aunque la parte de arriba de su ropa permanecía seca, como si hubiera salido a cazar sólo vestido con los pantalones. Definitivamente, la radiación residual no parecía afectarlo lo más mínimo. ¿Cómo era posible?

—Gracias por las molestias —dijo Adam, que intercambió una breve mirada con Hannah.

—Oh, no ha sido ninguna molestia, más bien una necesidad; el aburrimiento me estaba matando —confesó—. Hay que despellejarla bien para que no le queden restos de lluvia en el cuerpo. Adam, ¿podrías encender un fuego mientras yo me encargo?

—Descuida —asintió—. En mi mochila aún quedan algunas cerillas —mencionó. Fue hasta la escalera y subió al piso de arriba.

Cuando el albino y la chica se quedaron a solas, Efraím se agachó para sopesar el tamaño de la liebre y, concentrado en esa tarea, dijo:

—Hannah, ¿cuántas veces te he dado un motivo para que no confíes en mí?

Ella no esperaba esa pregunta, pero no tuvo que pensar demasiado la respuesta.

—Ninguna —admitió.

Efraím dejó de nuevo al animal en el suelo, se levantó y le dedicó una expresión amable.

—Ninguna… —repitió—. Verás, el hecho de que yo sea incapaz de sentir del mismo modo que el resto de los seres humanos no significa que no comprenda el motivo por el que la gente tiende a buscar afecto. Es más, tal vez sea el único instinto bueno que quede en el corazón de los hombres y las mujeres. Te cuento esto porque no hace falta que te escondas, no quiero que temas por mí, ni por lo que imagines que podría contarle a Frank si algún día regresásemos. No hay nada que contar, ¿entiendes? Por lo que a mí respecta, lo que ocurra entre Adam y tú no puede ser nada malo, sino un extraordinario despliegue de emociones humanas, ¿y qué podría ser hoy en día más necesario que eso?

A Hannah le costó exteriorizar lo que pensaba, pero finalmente terminó extendiendo la comisura de los labios para formar una tímida sonrisa.

—Sé que este viaje no está siendo fácil, pero todo va a salir bien, te lo prometo —le aseguró Efraím, que colocó el dedo índice bajo el mentón de la chica. Acto seguido, volvió junto a la liebre, sacó su cuchillo y se dispuso a cocinarla.

Cuando Adam volvió a bajar con la caja de cerillas, fue hasta el salón y recopiló algunas maderas desperdigadas entre las ruinas. A continuación encendió un fuego discreto cerca del lado donde no había pared. Una burbuja de humo espeso nació en el acto, pero en seguida se escapó con facilidad hacia el exterior. Efraím se encargó de echar la liebre despellejada a las llamas. Los tres se sentaron en torno a la hoguera y comieron con la compañía perpetua del sonido de la lluvia. El ocaso había llegado y el exterior sólo arrojaba oscuridad, pero el resplandor del fuego lamía las paredes y sus rostros, de no ser por eso y por la intermitencia de los relámpagos habrían tenido que cenar bajo la negrura más absoluta.

El tamaño del animal no daba para mucho, pero su carne estaba muy sabrosa. Al masticar, Adam casi pudo notar una buena dosis de proteínas corriendo por sus venas. Lo cierto es que la cena fue algo extraña a nivel de conversación. Tampoco es que hubiesen hablado demasiado en lo que llevaban de viaje, pero esta vez todo fueron miradas y frases cortas, cohibidas, entre los tres. No podría decirse que fuese algo malo. No era una cuestión de desconfianza, más bien de cambios. De algún modo, el concepto que tenían los unos de los otros estaba variando…

Más tarde, cuando sólo quedaban huesos sobre un manto de brasas agonizantes, Efraím quiso aconsejarles:

—Yo que vosotros intentaría descansar todo lo posible. No sabemos en qué momento parará de llover, pero en cuanto lo haga y retomemos la marcha, el ritmo va a ser agotador.

Adam había dormido todo el día y no tenía sueño, por lo que tendría que quedarse en la habitación de las goteras, con su abrigo a modo de manta. Tal vez pudiera aprovechar para echar una nueva ojeada a los siguientes puntos y rutas marcados en el diario.

Hannah, sin embargo, se recogió el pelo y fue la primera en levantarse, casi sin hacer ruido. Hizo un gesto con la cabeza para indicar que se retiraba. Adam se fijó en que Efraím no le quitaba los ojos de encima a él, por lo que intuyó que querría hablarle de algo. Así que esperó.

—Tenemos que hablar —dijo, en efecto, cuando la chica desapareció de la vista.

Adam imaginó el motivo: Hannah…

—¿Y bien?

Pero se equivocaba…

—Creo que deberías saber algo —le advirtió—. Te miro y veo a un hombre que teme perder la esperanza. Y aunque mi intención es la de ayudarte, puede que haga más mal que bien contándotelo. Al atardecer, mientras cazaba ahí fuera, ha habido un corto intervalo de tiempo en el que la lluvia ha bajado de intensidad y me ha parecido ver luces en el norte.

—¿Qué tipo de luces? —se interesó el muchacho de golpe.

Efraím negó con la cabeza.

—No lo sé… tal vez de un fuego.

Instintivamente, Adam miró hacia la tormenta. El albino lo apuntó con un dedo.

—Eh, sé lo que estás pensando. Puede que esa gente esté muy cerca, a menos de un día de distancia, pero no intentes ninguna locura. No lo intentes. —Remarcó el gesto de apuntarlo.

—¿Y qué hago? —Extendió un brazo en dirección al exterior—. Saber que mi hermano puede estar tan cerca de mí me está matando.

—Debes ser paciente y esperar la oportunidad. Sé que es más que difícil, pero tienes que hacerlo.

A Adam empezó a temblarle una pierna de la impaciencia.

—Y una mierda. —Se levantó de golpe. Efraím también lo hizo.

—¡Eh! —Lo cogió del brazo.

—Dime por dónde fuiste —exigió saber.

—¿Para qué? ¿Para que mueras en diez minutos?

—He dormido, estoy descansado, puedo hacerlo.

—¡No, por supuesto que no puedes! Y aunque lograses llegar hasta ellos te matarían porque la lluvia ya te habría deshecho por dentro y no serías capaz de defenderte.

—¡Entonces acompáñame! No sé cómo, pero tú pareces ser inmune a todo esto. ¡Podemos cogerlos por sorpresa!

Efraím volvió a negarse.

—Esta noche no, es demasiado peligroso. Escúchame… —Le puso ambas manos alrededor de la cara. Las tenía frías como la muerte—. ¡Escúchame! Paciencia, ¿de acuerdo? Como te he dicho, ya tendremos nuestra oportunidad. —Trató de calmarlo. El muchacho estaba furioso, pero acabó serenándose, corroído por la impotencia—. Ahora vete arriba y descansa —continuó diciendo el albino, cada vez en tono más suave—. Vete arriba, vete arriba…

Adam, lleno de frustración, hizo lo que le pedía; se retiró al vestíbulo y subió por la escalera como un fantasma, con la mirada ausente. En esos momentos, más que nunca, no podía quitarse de la cabeza a su hermano. Lo obsesionaba hasta dolerle.

Llegó al pasillo del segundo piso. La puerta de la habitación de Hannah estaba cerrada, pero no prestó atención a eso. Cuando entró en la estancia de las goteras se la encontró esperándolo. Adam se detuvo, desconcertado.

—¿Estás bien? —preguntó ella, como si lo hubiera escuchado todo.

El muchacho apartó la mirada.

—No, no lo estoy —dijo con los puños apretados—. ¿Cómo estarlo?

—Te preocupas por la gente… Nadie lo hace, pero tú sí. Eso es algo bueno —le dijo.

Se hizo un breve silencio.

—Hannah, cuando vi que Gedeón clavaba su cuchillo en esa cama y creí que eras tú, yo… —frunció el ceño— no pude soportarlo.

—Vi tu rostro, Adam. —Dio un paso hacia él, mirándolo con ternura—. Vi tu rostro. —Alzó una mano y le acarició el pelo.

Adam sintió que su cuerpo la reclamaba de un modo incontrolable, alimentado por el deseo y la frustración de no poder liberar a su hermano. Pegó su frente a la de ella y le acarició la mejilla. De pronto, sus bocas se encontraron. Los labios carnosos de Hannah, el sabor de su lengua, húmedo y sensual… fue inesperado, como una explosión originada tras el silencio más absoluto. Al principio, ambos se movieron cautelosos, rozándose inexpertos, dándose calor, besándose a intervalos sin saber bien cómo hacerlo, pero en seguida el instinto humano entró en juego y la pasión tan intensa que desataron ya no les permitió abandonarse ni un segundo. Juntos, fueron retrocediendo hasta meterse en la otra habitación, cerraron la puerta con el pie y cayeron sobre la cama. Adam se desabrochó los pantalones; Hannah hizo lo mismo y se colocó encima de él, a horcajadas. Continuaron besándose, dando rienda suelta a su deseo mutuo e incontenible. Cuando Adam entró en ella, Hannah tensó todo su cuerpo hacia atrás y se estremeció de placer. Se movió sobre él despacio, saboreando cada instante, suspirando en cada penetración. Adam quiso entonces fundirse con ella; se incorporó de cintura para arriba y buscó de nuevo su abrazo. Y sin poder frenarse, se convirtieron en un solo ser, en un baile carnal al compás de la música de sus gemidos, en amantes de una noche que perduraría para siempre en sus memorias.

En el momento en que Efraím fue consciente de lo que estaba ocurriendo arriba, se encontraba sentado bajo el marco de la puerta de la casa, encarado al frío y a la tormenta, como si estuviera meditando o esperando a que algo en concreto sucediera, y no pudo evitar abrir los ojos y esbozar una sonrisa.

—Me pregunto qué dirías de esto… Frank… —Sonrió aún más al pronunciar aquel nombre. A continuación, se levantó despacio—. Deberías haberte dado cuenta… —empezó a quitarse la parte de arriba de la ropa— de que no puedes controlarlo todo.

Tiró sus ropajes al suelo y se sacó las botas. Con el torso desnudo, dio unos pasos adelante y dejó que sus pies se hundieran en la tierra encharcada del exterior. Cuando la lluvia intensa cayó sobre él, alzó el rostro y extendió los brazos en cruz para recibirla, como si cada una de sus infinitas gotas fuera una bendición. Su piel no enrojeció por el ácido que acarreaban, y su expresión no mostró muestra alguna de dolor. Así permaneció un buen rato, inalterable, sin borrar su extraña sonrisa de la cara. Una sonrisa que se convirtió en carcajada.

Su cuerpo blanco y esculpido parecía una formidable estatua cada vez que la furia de los relámpagos surcaba el cielo…, los mismos relámpagos que iluminaban a Hannah y a Adam, juntos, en la habitación de arriba de la casa.

De pronto, Efraím echó a correr por el terreno abierto, a saltar con los pies descalzos, como si acabara de liberar a su verdadero ser. No se dirigió a ninguna parte en concreto. Tan sólo corrió bajo la noche, golpeado por la tormenta…

Y sonreía…