Caminaron sin cesar hasta el ocaso, ciñéndose al recorrido de las vías. Atravesaron bosques y campos quemados, pantanos nacidos de las aguas de la radiación y zonas industriales arrasadas, aplastadas, como si un huracán gigantesco no hubiera tenido piedad con ellas. El cielo se fue volviendo denso y gris a medida que avanzaron. Adam pensó que desde la Veguería se habría visto una gran mancha espesa en el firmamento cubriendo las tierras prohibidas del norte. La Veguería… En cierto modo la echaba de menos. Aunque en seguida reconoció que lo que añoraba en realidad era la vida que pasó allí junto a Caleb. No fue una vida fácil y nunca se creyó lo suficientemente bueno a la hora de cuidar de él, pero lo intentó, y la complicada rutina a la hora de sobrevivir juntos le había llegado a parecer hasta agradable, o más bien soportable. Ahora, toda esa vida se había desvanecido como las marcas en la arena en un día de intensa lluvia.
Cuanto más avanzaban en su viaje, más pensaba en su hermano. Justo acababan de salir de Londres y ya eran dos miembros menos en el grupo, fueran cuales fueran las causas. Era obvio que la hostilidad de la Inglaterra postnuclear no estaba hecha para el aguante de ningún niño. Quizá fuera por eso que su padre nunca los llevó con él. Podía entenderlo.
—Está oscureciendo… —comentó Efraím, a su lado, lo que lo sacó de sus cavilaciones—. Deberíamos buscar un refugio.
—No hay Nocturnos en esta zona. Las bocas de metro se terminaron varios kilómetros atrás —contestó, como si ése fuera motivo suficiente para seguir andando—. Y por lo visto, tampoco hay refugios. —Hizo un amplio gesto con la mano abarcando el entorno desolado.
—Necesitáis descansar. O al menos ella. —Señaló con la cabeza al frente.
Hannah andaba por delante. Pese a que luchaba por no bajar el ritmo, se notaba que sus pasos eran más cansados que antes. Incluso a veces flaqueaba un poco en los movimientos.
—Tú… —dibujó media sonrisa— le gustas —añadió el albino—. Sí… Ha visto algo en ti. Y eso jamás había ocurrido con antelación.
Lo cierto es que a Adam no le apetecía demasiado hablar de Hannah. Más bien lo incomodaba.
—Pues yo creo que no me soporta.
A Efraím le hizo gracia el comentario.
—No…, te equivocas. Ella no te odia. —Los dos la miraron; caminaba a la suficiente distancia como para que no pudiera oírlos—. Sólo que le cuesta mostrar lo que siente en realidad, y a menudo la gente tiende a creer justo lo contrario.
—Sin embargo, tú siempre sabes lo que piensa con solo mirarla.
—Verás… yo sé muchas cosas. Mejor que no me pongas como ejemplo.
De repente, un primer rayo con decenas de ramificaciones cruzó el cielo. Su espectacular resplandor azul irradió la penumbra de los alrededores durante un segundo y, en el acto, el estallido de su trueno lo enmudeció todo.
—¿Has tomado tu dosis de yodo hoy? —preguntó el albino, mirando las nubes negras de encima de sus cabezas. En cualquier instante rompería a llover.
—Cada día lo hago.
—Aun así, exponeros a la lluvia durante mucho rato puede mataros. He aquí otra razón de peso para que os metáis en un refugio. Ése parece bueno —señaló.
A su derecha, a unos cuatrocientos metros, entre toda una extensión de campos masacrados, se veía una casa de dos pisos que todavía conservaba su estructura, como una roca solitaria en mitad del desierto. El muchacho no se percató hasta entonces de su existencia. Lo cierto es que había divisado algunas otras durante el trayecto, aunque hacía rato que no veía ninguna. Incluso su padre las mencionaba en el diario como posibles puntos donde cobijarse; tal vez los materiales con los que fueron construidas esas casas fuesen más resistentes que los de las otras que habían sido barridas o, tal vez, simplemente, el efecto de los fuegos y las bombas del pasado no se cebó tanto con ellas.
—Hablas sólo de nosotros dos. —Adam indicó con la cabeza a la chica—. ¿Es que a ti no te afecta la lluvia?
Efraím hizo un movimiento de cejas.
—Me afecta, sí…, pero no del modo en que te imaginas —mencionó. Acto seguido, le lanzó un silbido a Hannah para que se detuviera—. ¡Allí! —Elevó la voz cuando ella se volvió, y le señaló la casa.
La chica asintió, pero no expresó alivio alguno por el hecho de poder detenerse a descansar. Tenía gran entereza, mucho más que la mayoría de los hombres que Adam había conocido.
Los tres abandonaron la vía de tren por primera vez aquel día y empezaron a correr a trote hacia la casa, situada en medio de un gran terreno abierto. Cuando sólo habían recorrido la mitad de la distancia, un nuevo relámpago galopó con toda su furia entre la masa voluble de nubes. La consecuencia de aquello no se hizo esperar y una caudalosa cortina de agua les cayó encima al instante, como si un dios malhumorado acabara de golpear los cielos.
Todos forzaron el ritmo. La lluvia en seguida les impregnó las ropas de un olor fuerte, ácido. No llegaba a quemar pero hacía que les picara la piel.
—¡Rápido! —gritó Efraím por encima del ruido de la tormenta. Un viento huracanado comenzó a levantar tierra y lodo de los campos. Pese a que no les quedarían más de cincuenta metros, el refugio se había hecho prácticamente invisible tras el manto de agua.
Alcanzaron la casa completamente exhaustos. No tenía puerta ni ventanas, por lo que se colaron en el interior a toda prisa, sin pensarlo. Hannah y Adam se detuvieron en el vestíbulo, se quitaron rápido el equipo y los abrigos empapados para arrojarlos al suelo y se apoyaron las manos en las rodillas; les costaba respirar debido a los efectos nocivos de la lluvia. Efraím, sin embargo, no parecía afectado. Alzaron la vista y sólo vieron paredes resquebrajadas, vigas podridas y un techo de teja negra que goteaba por todas partes, sin muebles, sin objetos, sin recuerdos… Aquello era un refugio vacío, pero un refugio al fin y al cabo. Fuera, la tormenta aumentaba de intensidad por segundos, repiqueteaba en el techo como si ahí en lo alto se estuviera desatando el fin del mundo. Su intensidad ya era tal que al volverse hacia el hueco de la entrada no pudieron divisar la vía del tren, y una profunda sensación de aislamiento se cernió sobre todos ellos.
—¿Cuánto durará esto? —preguntó Adam, recobrando el aire.
—Quién sabe… Horas, días, un ciclo entero… —repuso Efraím.
—No puedo esperar tanto tiempo. —El muchacho apoyó una mano en el marco de la puerta. El exterior se había convertido en un muro gris, en un océano opaco que rugía con la fuerza de un terremoto.
—Míralo del siguiente modo: esta tormenta debe de extenderse a varias jornadas de distancia. Si nosotros estamos aislados, sin poder movernos, los captores de tu hermano también lo estarán.
—Eso no me tranquiliza —replicó. Esperó unos segundos, dio media vuelta y echó a andar en dirección a la escalera—. Inspeccionaré la parte alta de la casa —dijo al pasar al lado del albino y de la chica.
—Parece que también hay un sótano. —Efraím se fijó en una esquina donde se formaba un hueco con escaleras que descendían—. Nosotros nos encargaremos de comprobarlo —añadió.
Adam no se pronunció al respecto y siguió rumbo al segundo piso; necesitaba estar solo un rato.
Los peldaños de la escalera se conservaban en muy mal estado y fueron partiéndose a medida que el muchacho los pisaba. Una vez arriba, se topó con un pasillo con el suelo de madera que separaba dos habitaciones espaciosas, las cuales ocupaban la misma extensión que todo el piso de abajo. Entró en una de ellas. Permanecía vacía, con una sola alfombra muy estropeada en el suelo y un agujero en el techo por donde se colaban pequeños regueros del agua de la lluvia. Le llamó la atención que una de sus paredes estaba repleta de pinturas con dibujos infantiles que apenas conservaban el color original. Se tomó su tiempo para estudiarlos; no podía asegurarlo, pero por su forma y tonos hubiese jurado que habían sido dibujados por una niña. Luego volvió al pasillo para entrar en la otra habitación, mucho mejor conservada. En ella encontró una cama con el colchón desmullido y lleno de mugre, sobre el cual yacía un osito de peluche desaliñado y al que le faltaba un ojo. Con el que le quedaba parecía mirar directamente hacia la pared opuesta, a una estantería medio derruida que sostenía varias columnas de libros con las tapas de cuero podridas. Sobre uno de sus estantes reposaba una caja fuerte de tamaño medio que había sido desencajada y abierta de mala manera. Se acercó para comprobar su interior. Nada. Aquella casa había sido saqueada de arriba abajo mucho tiempo atrás.
Dedicó unos segundos más a observar las dependencias y regresó abajo.
—El sótano es un refugio atómico con paredes de hormigón. Se encuentra inundado hasta los cimientos —le explicó Efraím. Luego señaló hacia el final del vestíbulo—. Y tras aquella puerta de allí está el salón, pero no tiene ni paredes, es todo ruinas abiertas al exterior.
Adam se sentó en el segundo peldaño de la escalera, angustiado, cansado.
—En ese caso tendremos que dormir en el piso de arriba; hay dos habitaciones que al menos tienen techo. —Miró hacia la inexistente puerta de la entrada—. Y la tormenta no parece que vaya a parar…
—No lo hará —le confirmó Efraím—. Pero la casa es segura. Podemos guarecernos aquí dentro el tiempo que sea necesario. Id vosotros a las habitaciones de arriba. Yo prefiero pasar la noche en el vestíbulo.
Nada más decir eso, Hannah, con el rostro serio, cogió sus cosas, se dirigió a la escalera y, pasando de largo a Adam, subió hasta la segunda planta.
El muchacho la siguió con la vista un instante y luego dijo:
—Aquí abajo hace frío. ¿Seguro que no quieres venir?
—Me gusta el frío. —Sonrió y se encaró al exterior. Era difícil adivinar si ya era de noche; la tormenta sumía las tierras en una penumbra casi absoluta, sólo quebrantada por el destello espontáneo de los relámpagos—. Y el sonido de la lluvia… —añadió—. Estaré bien.
—Como quieras… —dejó ir un suspiro. Se levantó, cogió su mochila del suelo y se dispuso a marcharse arriba—. ¿Te importa si me voy ya? Estoy agotado.
—Nada me parecería mejor dado tu aspecto.
—Entonces, buenas noches —dijo.
—Lo mismo digo. —El albino observó cómo se iba.
Hannah ya ocupaba la habitación donde estaba la cama. Se había sentado sobre el jergón y extraía una manta de su bolsa. Debía de haberla tomado de la estación de Moorgate. Al pasar Adam por el pasillo, se detuvo y ambos intercambiaron una mirada breve. Ella se levantó, fue hasta la puerta y la cerró delante de él con delicadeza.
—Sí… Buenas noches para ti también… —murmuró el muchacho para sí mismo.
Se metió en la otra habitación. Dormiría en el suelo. No es que tuviera reparos en hacerlo, ni en dejarle la cama a Hannah, se suponía que eso era lo correcto, pero no terminaba de entender su actitud esquiva hacia él. En la estación de Moorgate había llegado a creer que, al menos durante un corto intervalo de tiempo, fueron algo parecido a amigos.
Cogió la pequeña alfombra del suelo y la colocó en una de las esquinas, lo más alejada posible de las goteras que caían del techo. Se tumbó sobre ella y se acurrucó de lado, hecho un ovillo, con los brazos cruzados y las manos debajo de las axilas. Se hubiese tapado con su abrigo, pero aún estaba húmedo, tirado en el suelo del vestíbulo. Realmente hacía frío, aunque al menos no tenía hambre. El hecho de no poder dejar de pensar en su hermano le quitaba el apetito. Cerró los ojos y pensó… pensó en qué haría si se reencontraba con él, en cómo lo abrazaría fuerte y le diría que jamás volvería a dejarlo solo. Siempre se imaginaba eso cuando disponía de unos momentos para que su mente divagara. Aquellos pensamientos fueron alargándose hasta que Adam terminó durmiéndose de puro agotamiento y entró en el reino de las pesadillas…, sus eternas pesadillas. En una de ellas se vio a sí mismo andando por un desierto de hielo. Soplaba un aire gélido. En lo alto de una montaña helada, al frente, vio dos figuras. Estaban tan lejos que no pudo apreciar quiénes eran, así que echó a correr. Al llegar hasta el pie de la montaña comprobó que una de ellas era Caleb; la otra, uno de sus captores, un tipo de rostro tiránico. Intentó chillar el nombre de su hermano, llegar hasta él trepando, pero ambas figuras se encontraban en un lugar inalcanzable, demasiado alto y resbaladizo. Por más que lo intentaba siempre resbalaba, mientras Caleb, de pie en la cima del mundo, observaba su impotencia con ojos llorosos…
Él también lloraba cuando se incorporó de golpe en mitad de la noche.
—¡Caleb! —gritó en la oscuridad, desorientado. Pero no obtuvo respuesta.
Su cuerpo entero temblaba sobre el frío suelo. En el exterior, el ruido de la lluvia y los relámpagos no cesaban. En uno de sus múltiples destellos pudo reconocer la habitación de las goteras; no se había movido de aquel rincón. Los dibujos infantiles de la pared le parecieron mucho más siniestros bajo el fulgor plateado e intermitente que se colaba por las ranuras. ¿Cuánto tiempo habría dormido?
Apenas sentía las extremidades, por lo que empezó a frotárselas. El frío se le clavaba como mil agujas en la piel y en los músculos agarrotados. Cuando recuperó algo de movilidad se arrastró hacia atrás y apoyó la espalda en la pared. Se acurrucó rodeándose las rodillas con los brazos. Quiso calentarse las manos con el aliento, pero al hacerlo sintió un frío tan intenso en las piernas que tuvo que volver a cubrírselas con un abrazo. Y allí, sentado en su soledad, sin poder dejar de temblar, algo que jamás hubiese esperado ocurrió.
El resplandor de uno de los relámpagos alumbró la silueta de Hannah bajo el marco de la puerta de la habitación. Adam dispuso del tiempo suficiente como para apreciar su cara de preocupación al verlo en ese estado. Cuando la oscuridad volvió a invadirlos, oyó sus pasos acercándose hacia él.
—¿Q-qué haces aquí? —Los labios del muchacho tiritaban. Todo él sufría espasmos incontrolados.
Ella lo cogió de la mano. El calor de su piel fue reconfortante.
—Ven —fue lo único que le dijo.
Tuvo que ayudarlo a ponerse en pie y, entre destello y destello, Adam advirtió que lo estaba llevando hacia la otra habitación. Hannah lo tumbó en la cama con cuidado, se echó a su lado y tapó sus cuerpos con la manta. Luego lo rodeó por la espalda con sus brazos.
—Tranquilo… —le susurró, y le dio su calor corporal.
Para Adam, en una era de locura sin fin, en una vida de pobreza y peligros constantes, de desapariciones, frío y hambre, aquélla fue la sensación más agradable del mundo. Tardó un buen rato en dejar de temblar, pero ni siquiera entonces ella dejó de abrazarlo. Cuando el dolor y el entumecimiento se desvanecieron, el muchacho se sumió en una extraña paz interior.
—Gracias… —pronunció exhausto. Los ojos se le cerraron.
Pese a la lluvia, pese al frío que rodeaba la casa, la calidez de sus cuerpos los abrigó y terminaron durmiéndose el uno junto al otro, como si fueran dos almas gemelas reunidas en un solo ser puro y hermoso.