39

—¿Otra copa? —Frank inclinó la botella y dejó caer un poco del whisky irlandés que guardaba para las ocasiones especiales en el vasito de cristal del invitado que tenía sentado frente a él; un hombre adulto de mirada penetrante y aspecto salvaje, con llagas supurantes en las mejillas y una barba larga y sucia. Vestía de negro y exhibía un tatuaje tribal que le recorría desde un lateral del cuello hasta la mitad de la frente. Con sólo mirarlo uno podía darse cuenta de que era un tipo peligroso, de costumbres sombrías, curtido en el asesinato y en el robo. Lo acompañaba un perro de tamaño medio, delgado como el hambre y lleno de pulgas. Su pelaje era oscuro y tan descuidado que se le enredaba en multitud de nudos imposibles de deshacer. No les quitaba el ojo de encima, sujeto con una correa en un rincón de la habitación. Frank había insistido especialmente en que lo dejara atado.

El hombre agarró el vaso y se bebió el líquido de color canela de un sorbo. Siseó como un reptil para saborear su ardiente regusto. Frank observó con los labios extendidos en una sonrisa, complacido, cómo lo hacía y luego paseaba la vista por tercera vez entre el lujo de sus aposentos, desde la mesa del tapizado verde hasta los cuadros con símbolos y estampas irlandesas.

—Vosotros vivís bien aquí… —dijo el tipo, seco, y plantó de vuelta el vaso en la mesa.

—¿Otra copa? —Frank volvió a lucir su mejor sonrisa. Pero su extraño invitado nunca contestaba, tan sólo se limitaba a esperar a que se la llenara de nuevo para volver a beber—. Intuyo… —mencionó mientras se la rellenaba— que en Nottingham no tenéis este tipo de bebida, ni nada parecido, como mucho el agua sucia y apestosa de vuestras cisternas oxidadas. No me extraña que no queráis ni lavaros…

—Tú me haces llamar para ver cómo sigue nuestro acuerdo y en vez de eso me insultas. ¿Acaso buscas reírte de mí con tu estúpida palabrería? —Cogió el vaso, bebió de golpe y volvió a estamparlo en la mesa—. ¡Más!

—No, por supuesto que no. —Frank soltó una pequeña risotada—. Pero ¿quién coño te crees que eres? ¿Un colador? Me parece que ya has bebido bastante a mi costa y aún no has soltado prenda sobre lo que quiero saber.

El hombre soltó un exabrupto y se levantó de la silla, enojado. Con un movimiento rapidísimo extrajo un cuchillo pequeño y herrumbroso que llevaba escondido en la manga de su jersey y presionó el filo contra el cuello de Frank. El perro, desde su rincón, empezó a gruñir entre dientes, sin llegar a ladrar. Sin embargo, Frank ni se movió.

—Sabes que no dudaría ni un segundo en rebanarte la yugular si lo creyera oportuno, puto irlandés arrogante —masculló el tipo, que mostró unos dientes podridos y amarillentos.

Frank se tomó aquello con su parsimonia habitual.

—Creo que me confundes con alguien a quien le intimidan los cuchillos… Y mira por dónde, yo creo que sí dudarías. El trato que te he ofrecido es demasiado bueno como para que tu orgullo se deje llevar por la patada que le acabo de asestar en los cojones… —Sonrió—. Tranquilo, norteño; pronto tendrás todo el whisky que quieras, cajas y cajas llenas de botellas…

—¡La Guarida entera! —puntualizó éste, sin retirar el arma.

—¡Por supuesto! —corroboró Frank, enfatizándolo con un movimiento de manos—. Todo este recinto será vuestro. Pero hasta que no cumpláis con vuestra parte del acuerdo no tendréis nada. Nada —remarcó—. Así que guarda esa mierda de cuchillo, porque francamente, es de risa, coño. Siéntate y dime de una puñetera vez que la situación en Londres está bajo control.

El hombre resopló de mala gana, pero terminó guardando el arma y sentándose de nuevo.

—Lo está… —masculló. Estiró las piernas y las apoyó sobre la mesa. Sus botas estaban sucias, llenas de barro o de algo peor. A Frank no pareció hacerle ninguna gracia—, pero habéis perdido a uno.

—¿A quién? —soltó por acto reflejo.

—Al de menor estatura.

—¿Daniel? —Frank se llevó una mano al mentón, pensativo, y elevó las cejas—. Aceptable. ¿Qué hay del resto? ¿Han salido ya de la ciudad?

El tipo se encogió de hombros.

—La última vez que los vi se metieron en el interior de una estación. Es la que utiliza mi gente como refugio. Pero tranquilo, seguimos vigilándolos.

—Dirás la que utilizaba Noah Reichert —lo corrigió.

—Ahora la utilizamos nosotros —repuso en tono amenazador—. Y no nos hace falta ninguna llave para entrar.

Frank gesticuló con la mano, restándole importancia a un más que posible nuevo enfrentamiento. Para él, aquel tipo era un ser inferior, poco inteligente aunque hábil en el sigilo. Podría hacer que lo aplastaran con un simple chasquido de dedos, o incluso podría aplastarlo él mismo. Pero eso originaría tensiones con los norteños de Nottingham. Además, era su informador y lo necesitaba. El problema era que lo estaba empezando a cabrear de verdad.

—Bueno, y ahora dime: ¿el mocoso os ha causado problemas?

El hombre negó con la cabeza.

—No. Hemos hecho con él exactamente lo que nos pediste. Al principio era un chico valiente, contestón, pero el dolor terminó ablandándolo.

Frank dibujó una sonrisa apática.

—Por favor, ahórrame los detalles. Con que me digas que todo sigue su curso me vale.

—Ya te lo he dicho; todo está bajo control. —Se reclinó aún más en la silla y observó de nuevo la habitación. Había un cuadro en la pared con un trébol verde de tres hojas que debía de llamarle mucho la atención, porque no dejaba de mirarlo. En esos momentos se hizo audible un ruido seco, lejano, nacido de la nada, como si algo impactara contra una compuerta de metal. Sucedió varias veces y ya no dejó de hacerlo—. ¿Qué mierda es eso? —preguntó.

—Oh, estamos remodelando el sótano —contestó en tono amable—. Preparándolo para los nuevos inquilinos. —Le guiñó un ojo.

—¿Estáis haciendo arreglos para nosotros? —repitió con recelo. Aquel ruido no sonaba como tal, sino más bien como si algo pesado estuviera a punto de romper una puerta.

—Eso he dicho —reafirmó, juntando las yemas de los dedos.

El tipo vaciló, pero pareció conformarse con la explicación.

—A propósito, nos pediste que los vigilásemos, que no los atacásemos, igual que hicimos con el holandés hace años, pero nunca nos has dicho hacia dónde se dirigen todos ellos. Me pregunto por qué. Pides cosas muy raras, ¿sabes?

—No es de vuestra incumbencia. Además, si no recuerdo mal, Noah Reichert os la jugó. ¿Cómo coño un solo tío de carne y hueso pudo daros esquinazo a vosotros, eh? —Se fue encendiendo—. Asesinos, ladrones… os hacéis llamar los Reyes del sigilo, ¿estáis de coña?

—¡Vuelves a insultarme! —Se levantó de nuevo. Frank también lo hizo.

—¡Me cago en la puta, claro que sí! ¡Es que sois rematadamente inútiles! ¡Sólo teníais que seguirlo cuando tuvisteis la oportunidad y le perdisteis el rastro! ¿Acaso tienes idea de los dolores de cabeza que me habríais ahorrado en el pasado?

—¡Deja de insultarme! —El hombre no aguantó más y, rojo de la rabia, extrajo de nuevo su cuchillo. En el momento de hacerlo, Frank lo cogió veloz por el pescuezo y estampó su cabeza contra la mesa. Un chorro de sangre brotó al instante de su nariz y su boca, acto seguido, tomó un abrecartas que tenía a su alcance y se lo clavó en la mano, de modo que se la dejó incrustada en la madera del escritorio.

El espía soltó un enorme berrido. Su perro empezó a ladrar y a tirar de la correa, fuera de sí, pero estaba bien atado y no podía soltarse. Uno de los matones de Frank, mal vestido y corpulento, entró a toda prisa en la habitación, aunque al ver cómo estaba decantada la situación se quedó quieto, sin actuar.

Frank agarró con fuerza de los pelos al norteño, que gesticulaba de dolor, y acercó la boca a su oreja.

—Y ahora escúchame bien, puto retrasado de los cojones. Te garantizo que vas a oírme insultarte más en los próximos treinta segundos de lo que has oído a nadie hacerlo en toda tu miserable vida, desde que la zorra de tu madre te trajo al mundo hasta que tu culo apestoso se ha levantado de esa silla. El hecho de que seas más feo que el feto de un orangután, ¿sabes lo que era un orangután? No, por supuesto que no… Pues el hecho de que seas condenadamente desagradable a la vista no me ha de hacer pensar que eres un jodido incompetente que no sabe realizar bien su trabajo. Y resultas bueno en lo tuyo, en serio… Tu problema, puñetero mamón de mierda, es que haces demasiadas preguntas cuando tendrías que dar mejores respuestas. Así que ahora te vas a ir de este refugio con el rabo entre las piernas, igual que lo hará tu perro maricón, vas a reunirte de nuevo con los tuyos y vais a seguir vigilando a mi gente hasta que se acerquen a Nottingham para asegurarte de que todo sale según lo previsto. Y no te equivoques, saco de ladillas, ahí termina vuestra tarea. Cuando pasen de largo, convencidos, sobre todo el más joven, de que no hay ningún niño con vosotros, de que no sois más que una panda de desgraciados hambrientos con un coeficiente intelectual nulo, vais a dejar que se alejen sin hacer preguntas. Porque entonces, sólo entonces, pedazo de lerdo, tú y tu gente podréis arrastraros hasta aquí, disfrutar de nuestra hospitalidad y lavaros ese corrosivo olor a mierda que os acompaña incluso cuando jodéis con vuestras rameras. ¿He sido lo bastante claro, gilipollas? —Frank le desclavó el abrecartas de la mano y lo apartó de un empujón en la cara—. Y ahora lárgate, coño. Mira que hay que ser completamente estúpido para venir a mis dominios y amenazarme con un cuchillo.

El tipo estaba en estado de shock. Se cogió la mano chorreante de sangre, temblorosa, y se la apretó contra el pecho. Contrajo los labios sin pronunciar palabra. Tenía los ojos muy hinchados. Era difícil deducir si lloraba de dolor, de rabia o de indignación.

—Oh, por favor. —Frank puso cara de desprecio—. Dime que eso que mancha tu pantalón no es orina, joder. —A continuación le chasqueó los dedos al vigilante de la puerta—. Haz que le miren la mano y luego acompáñalo a él y a esa bola de pelo asquerosa hasta la salida, ¿quieres? —ordenó—. Creo que ya ha quedado todo muy claro entre nosotros.

El perro había dejado de ladrar, pero se movía de un lado a otro, nervioso, todo lo que su correa le permitía.

Frank soltó el aire despacio. Luego destapó la botella de whisky y se sirvió un poco en un vaso de cristal tallado. Mientras su hombre se llevaba al animal y al norteño de la habitación, este último giró un instante la cabeza para volver a mirarlo, dolorido y humillado.

—Me alegro de volver a verte, por cierto. —Frank alzó el vaso en su honor y se bebió el líquido de un trago.