—Gedeón, jodido enfermo… —masculló Efraím, de cuclillas ante la cama.
Dos dedos amputados y los grilletes colgando de los hierros del jergón; eso fue lo único que hallaron en su lugar. El albino cogió de nuevo las esposas y se las colgó del cinto.
Un charco de sangre teñía el suelo, y de él nacían huellas rojas, irregulares, que se diluían de camino a las vías. Las siguieron. Al fondo de la estación, en el túnel donde Adam encontró la pequeña brecha, las rocas habían sido removidas hacia fuera de forma que cupiera un cuerpo humano.
—Podría volver… —apuntó el muchacho, severo, frente al derrumbe. Aquello los había cogido totalmente de improvisto y no estaba tranquilo, tampoco Hannah; sin embargo, Efraím mantenía su actitud impasible.
—No lo hará. Se encuentra herido de gravedad. Lo dejé al borde de la muerte; sabe que no tendría ninguna posibilidad si se enfrentase a nosotros. El hecho de que haya sobrevivido no es un problema. Terminará desangrándose ahí donde esté y morirá. Aun así volveremos a tapar bien este agujero. No sabemos hacia dónde lleva el túnel que hay más allá.
Adam intentó mirar a través de la brecha. La oscuridad era total y el viento que arrojaba gélido como el invierno. Fue el primero en dar un paso al frente, agarrar una piedra del suelo y colocarla en la base del agujero.
Entre los tres volvieron a cubrir la fisura. Una vez terminaron, Efraím les aconsejó que aprovecharan para descansar un rato. Poco se podía hacer ya, y la idea de dar caza al desfigurado a través del conjunto de túneles era demasiado arriesgada. Las heridas, o los Nocturnos, lo harían en su lugar.
—No debe de quedar mucho para el alba. Yo haré guardia hasta entonces —les dijo.
Con rostros cansados, se tumbaron en camas cercanas. A Hannah no le costó tanto como a Adam volver a cerrar los ojos y dormirse. Fue el propio abatimiento, junto al crepitar de las hogueras, lo que hizo al muchacho ceder por fin ante un sueño reparador.
Por seguridad, Efraím, linterna en mano, se dio una vuelta por la cámara. Gedeón no estaba escondido por allí, tal y como esperaba. Volvió hasta el derrumbe y se sentó junto a las piedras recolocadas sin quitarles ojo de encima. Y ahí esperó, sin mover un solo músculo. Si alguien lo hubiese estado observando habría sido incapaz de adivinar en qué pensó todo aquel tiempo. Pero lo hizo. Desde hacía años, en concreto desde su incidente, del cual jamás hablaba a nadie, Efraím apenas dormía unos minutos al día; un intervalo insuficiente como para llegar a desconectar, a soñar… Eso lo echaba de menos. No recordaba cómo había sido su último sueño, y en ello ocupó su tiempo, en tratar de acordarse. Casi cada noche, durante los ratos muertos, lo intentaba, aunque siempre sin éxito.
Al fin, la noche transcurrió sin más imprevistos. No hubo señales de Gedeón, ni tampoco se oyó a los Nocturnos volviendo a sus nidos subterráneos. Al parecer, su regreso siempre era silencioso, al contrario que su despertar. Cuando intuyó que la hora de marcharse había llegado, Efraím se levantó y avisó a Hannah primero. A Adam se le hizo un mundo tener que levantarse, pero no se quejó ni hizo ninguna mueca extraña, pese a que el cuerpo entero le dolía y los párpados le ardían.
Nada más salir al exterior, el brillo del nuevo día los irradió como una bendición. Había claroscuros en el cielo, pero en ese instante el sol de la mañana despuntaba radiante. Sellaron las puertas. Al parecer, a Efraím le molestó aquella luz tan directa, porque en seguida se encapuchó y tuvo que cubrirse el rostro con una mano por delante hasta que torcieron por la siguiente esquina. Al contrario que durante la noche anterior, transitaron de forma tranquila a través de la avenida desértica en dirección a la estación de Liverpool. Adam bostezaba de vez en cuando. Hannah también lo hacía, aunque de forma mucho más disimulada. Pasaron cerca del callejón con el contenedor calcinado. Como era de esperar, el Nocturno al que Efraím mató ya no estaba. Seguramente fue lo único que encontraron el resto de su horda y, por lo tanto, lo único que comieron aquella noche.
A pocos metros de terminarse la calle, Adam pudo contemplar mejor la titánica torre acristalada en forma de bala que se alzaba entre las ruinas. El día mostraba su vergüenza: era un edificio desnudo. Algunas bombas o misiles debieron de impactar en él sin piedad, porque le faltaban generosos trozos de estructura. Parecía un milagro que aún se mantuviera en pie. Tras las partes vacías se veía su armazón de hierros y vigas retorcidas. Muy pocos de sus cristales aún resistían, agónicos, colgando a duras penas de los ejes.
Atravesaron la zona en obras. Permanecía llena de excrementos y de sangre y por todas partes había señales explícitas de violencia. Posiblemente habrían terminado peleándose entre ellos… Tras cruzarla, se toparon de frente con el majestuoso edificio de la estación.
—Liverpool… —mencionó Adam abrumado.
La estación de Liverpool tenía que haber sido una de las más grandes de la ciudad. Era un hermoso recinto a nivel de superficie que ocupaba una extensión de varias calles. Se colaron dentro a través de una barrera frondosa de maleza que había crecido a pesar del asfalto circundante. Una vez dentro, se escondieron detrás de las primeras columnas y observaron el interior. Las paredes habían sido construidas de ladrillo rojo siguiendo un estilo gótico, y pese a que no conservaba el techo, a juzgar por la cantidad de vidrios rotos en el suelo era evidente que en su día fue acristalado. Multitud de espadas de luz entraban por doquier desde arriba y a través de los grandes ventanales apuntalados de los muros, donde algunos cuervos se apoyaban como si fueran los eternos guardianes del lugar. Varias hileras de altos arcos metálicos se prolongaban desde el enorme vestíbulo hasta una plataforma uniforme de vías exteriores.
Una vez intuyeron que no había peligro, atravesaron el vestíbulo sin prisas, casi con respeto, y contemplaron los detalles; decenas de locales y restaurantes hechos añicos se repartían por todo su perímetro. Había diversos paneles informativos aquí y allá, apagados, inservibles, que jamás volverían a marcar ya ningún destino. Vieron un par de accesos a líneas de metro subterráneas, pero éstos permanecían cerrados con sus correspondientes rejas o tapiados con alguna clase de cemento. Aquella estación era una tumba. Costaba creer que hubiese sido lugar de tránsito de varios miles de personas cada día.
Saltaron los hierros del control de vías y llegaron a la zona de andenes exteriores. Se detuvieron frente al que, según un cartel escrito a mano, marcaba como final de línea el aeropuerto de Stansted.
—Mi padre anotó que este recorrido es el que se debe tomar. A partir de ahora, el camino debería volverse menos… complicado. El trayecto es de unos sesenta kilómetros hacia el norte —informó.
—Esto sí que podría llamarse una buena vía de escape —comentó Efraím.
Bajaron hasta los rieles y echaron a andar por el camino que éstos les marcaban. Siguieron adelante sin salirse de sus límites hasta que el sol alcanzó su cúspide, y ni siquiera entonces se detuvieron. Poco a poco fueron dejando atrás las ruinas de Londres para adentrarse en zonas más pantanosas y desérticas, sin apenas casas que no hubieran sido barridas por la Guerra; sin ruidos ni sombras extrañas. Las ruinas de la ciudad muerta fueron desvaneciéndose en la lejanía, carentes de alma, sumidas en el silencio, en el olvido más absoluto.
Pasado el mediodía, se detuvieron en los restos de un apeadero del extrarradio para descansar las piernas, comer y beber de sus reservas. Los tres habían hablado poco durante los primeros kilómetros, absortos en sus pensamientos, y así siguieron una vez parados. Se mantuvieron alejados entre ellos, a un grito de distancia. Hannah escogió sentarse junto a un muro, a la sombra, con su arco sobre las piernas; allí sacó su cantimplora y bebió pequeños sorbos que retuvo unos segundos en la boca. Adam reconoció que a raíz de lo sucedido con Gedeón, su actitud hacia él había cambiado; volvía a ser la misma chica reservada y arisca del principio. No recordaba haber hecho nada desde entonces que pudiera haberla molestado.
El muchacho extrajo de una de las mochilas un trozo de carne envuelta con hojas de flora del desierto y comió despacio. Estaba fría y dura, y lo más seguro es que también estuviera pasada. Mientras masticaba observó a Efraím. El albino permanecía de pie en un punto alejado de la vía, encarado hacia el norte, se había quitado la capucha y las suaves ráfagas de viento removían su melena lacia y blanca. Cuando Adam engulló el último bocado de carne, se le acercó despacio.
—¿Qué pasaría si Gedeón sobreviviera a lo que le hicimos? —Se colocó a su lado con las manos en los bolsillos.
—¿Crees que aportará algo hablar de ello ahora? —contestó el albino con rostro serio. Parecía muy concentrado en el horizonte.
—Me da igual si aporta algo o no. —Se encogió de hombros—. Tú lo conocías bien. Quisiera saber tu opinión.
Efraím no apartó la vista de enfrente.
—Entonces te diré que es improbable que en estos momentos siga con vida, pero si así fuera, Gedeón se sentiría tremendamente furioso y traicionado. Querría buscarnos a toda costa… y, esta vez, el factor sorpresa estaría de su lado. Si eso llegara a ocurrir, sin duda, sería algo malo…, malo para nosotros.
A Adam le costó formular la siguiente pregunta. No sabía cómo se la iba a tomar.
—¿Lo respetabas, verdad? Por eso preferiste marcharte de la estación cuando le disparaste, pese a que aún fuera de noche.
Para su sorpresa, Efraím le contestó con rapidez.
—Hubo un tiempo en que sí: lo respetaba. —Frunció el ceño—. Ahora ojalá lo temiera. Eso me aseguraría no bajar nunca la guardia.
Adam no necesitó preguntarle nada más; siguió la trayectoria de su vista y ésta lo llevó a mirar también hacia el norte. Ahí a lo lejos, en el cielo, asomaban nubes negras, eléctricas, tan densas que ensombrecían los confines de la tierra.
Se avecinaba tormenta.