37

Rodeados por la oscuridad de las calles, los tres abrieron las puertas de Moorgate, salieron al exterior en completo silencio y volvieron a cerrar el acceso. Mientras, Adam siguió dándole vueltas a lo sucedido. La rapidez y la frialdad con la que el albino actuaba y tomaba decisiones era extraordinaria. Siempre parecía regirse por unas reglas, por un código estricto y eficaz. Pertenecía a esa clase de personas que el señor Belicci no habría dudado en etiquetar de «poco comunes». Muchas cosas cobraron sentido en los últimos minutos… Tras la tragedia del curandero, Efraím nunca se desentendió de la maldad de Gedeón, sino que esperó el momento oportuno para actuar, sin que nadie sospechara nada. ¿Cómo lo hizo? Pensó que las explicaciones más detalladas ya llegarían.

En el mismo instante de girar la llave y bloquear la reja, una extraña sensación de libertad se cernió sobre Adam. Sabía que el verdadero depredador se encontraba ahí fuera, pero prefería aquel momento, aquel miedo, a la tensión que llegó a experimentar los días anteriores en compañía del desfigurado.

Agachados como si fueran espías, cruzaron en fila la calzada hasta la esquina más próxima. Allí apoyaron la espalda en la pared y Efraím asomó la cabeza para otear la siguiente avenida. La luna era una fina sonrisa en el firmamento, y su pobre luz perfilaba con dificultades las siluetas de la ciudad. La bruma danzaba entre las calles, lechosa, tétrica. Aun así, el camino parecía despejado. En la distancia, el aire acarreaba sonidos de locura. Los Nocturnos ejercían su reinado lejos de aquel distrito, en los lugares más céntricos de la necrópolis. Adam no pudo evitar pensar de nuevo en Daniel, en su cuerpo a oscuras, rodeado de alaridos estridentes. Deseó que descansara ya en paz.

De pronto, el albino le colocó una mano sobre el hombro.

—Dime cuál es nuestro siguiente objetivo. No prometo nada pero intentaremos llegar hasta él. Yo caminaré siempre por delante y os indicaré cuándo debéis seguirme.

—La estación de Liverpool se encuentra a cuatro travesías de aquí —contestó Adam, tan bajo que apenas se lo oía. Hacía frío, y un vaho blanquecino le salió por la boca—. Desde allí nos alejaremos de Londres siguiendo las vías de tren exteriores. Está en esa dirección. —Señaló hacia el este. La avenida era diáfana, sombría, tan quieta que parecía el paisaje desolado de un cuadro.

—Bien, cada segundo cuenta. En marcha. —Efraím echó a correr el primero, siempre ágil. Igual que un cometa cruzando la bóveda celeste, nada ni nadie se habría dado cuenta de su presencia a no ser que mirara en su dirección por casualidad.

Al llegar al siguiente tramo de calle se pegó a la persiana de un quiosco y, tan pronto lo creyó oportuno, les hizo un ademán con la mano para que se movieran.

Fueron avanzando a intervalos cerca de quinientos metros, en absoluto orden y disciplina. Únicamente podían distinguir bien los contornos de los edificios una vez se pegaban a ellos; en cuanto se alejaban unos pasos desaparecían en la oscuridad.

A medida que iban acercándose a la nueva estación, Adam reconoció un poderoso perfil en forma de bala que se elevaba hasta el cielo negro; se trataba de una torre acristalada acabada en punta, un verdadero reto de la arquitectura antigua. Aunque no pudo calcular a qué distancia estaba, conjeturó que debía de tener unos doscientos metros de altura. Era incapaz de acordarse del nombre con el que había sido bautizada, pero era un nombre extraño, eso sí lo sabía. No la habría vislumbrado entre las sombras del entorno de no haber sido porque las pocas cristaleras que aún cubrían su silueta reflejaban los destellos tenues y argentados de las estrellas. Le habría gustado contemplarla de día, tal y como fue concebida.

Dejó de mirarla e intuyó que algo ocurría cuando Efraím alcanzó el final de la avenida, junto al cruce con Liverpool Street. El albino se detuvo y les hizo una seña para que esta vez se acercaran despacio.

Cuando el muchacho llegó, Efraím le cedió su puesto para que asomara la cabeza. Lo que vio fue suficiente para volver a retirarla de inmediato. La estación de Liverpool se encontraba a menos de cincuenta metros de su posición, precedida por un tramo de calle en obras que quedaba más iluminado que el resto debido al reflejo de los cristales del edificio en forma de bala. Decenas de Nocturnos se repartían entre los cascotes industriales de la zona, quietos como estatuas, con la cabeza alzada. Parecían fantasmas observando el firmamento.

Adam apretó el fusil contra su pecho.

—¿Qué vamos a hacer…? —susurró.

—Lo primero, no te pongas nervioso… —contestó Efraím, que echó una nueva ojeada—. Es imposible cruzar por aquí. Debemos retroceder y escondernos. No podemos permanecer más en la calle, ya no. —Esperó unos instantes. Uno de ellos empezó a moverse en su dirección, aunque aún no los había visto—. Venga, atrás, despacio.

Recularon unos metros como si caminaran por un campo de minas, antes de darse la vuelta y echar a correr.

Sus pasos se volvieron más rápidos a medida que se alejaban. Cuando hubieron desandado gran parte del camino, Efraím les indicó:

—Por aquí.

Se metieron en un callejón tan estrecho que casi podían tocarse ambas paredes con los brazos extendidos. En él había un contenedor de plástico prácticamente derretido, y fueron a ocultarse detrás de su masa informe, donde se agacharon y se miraron entre ellos.

—Me precipité al pediros que nos marcháramos de la estación —mencionó el albino con fastidio—. No debería haberlo hecho. ¿En qué estaría pensando? —se reprochó—. Nos guste o no, tendremos que esperar y partir al alba.

—Al menos lo hemos intentado —repuso Adam—. De todas formas, estamos muy cerca. Siempre podemos volver… o escondernos en cualquier edificio.

Efraím dudó.

—No. —Negó al fin con la cabeza—. Una cosa es caminar sobre terreno abierto, en el que puedes ver desde dónde acechan esas cosas, y otra muy distinta es hacerlo por un laberinto de calles de las que todos los rincones han sido su morada durante más de una década. Si tu padre marcó unos puntos seguros en su diario es porque son los únicos lugares posibles donde esconderse en esta condenada ciudad. Será mejor que nos ciñamos a ellos.

El muchacho y la chica terminaron asintiendo, por mucho que les desagradara a todos la idea de volver a Moorgate.

—¿Qué pasó ahí abajo, Efraím? —preguntó de golpe Adam.

El albino tardó en contestar. Su atención, con el cuello estirado por encima del contenedor, estaba puesta en la avenida de enfrente.

—Gedeón siempre fue un psicópata incorregible. Pero Frank conseguía calmar sus ansias de matar asignándole el puesto de verdugo en eventos como el Día de la carne. —Al oír aquello, Adam no pudo evitar recordar el desagradable encuentro que tuvo con él en la Jaula de la Guarida—. Le aconsejé que no lo uniera a esta expedición, pero no me escuchó, así que decidí tomar precauciones. —Efraím hablaba rápido y en voz baja, sin dejar de estudiar la calle—. Espero que comprendas que no pude actuar antes. Gedeón no era alguien al que se pudiera reducir a no ser que se lo cogiese por sorpresa. Fijaos, allí —señaló.

En la calzada principal, un Nocturno solitario, tal vez el mismo que habían visto moverse antes entre la horda, se aproximaba en su dirección, agazapado como una araña. De su garganta nacían sonidos guturales mientras olfateaba y lamía con su lengua viperina el suelo. Hannah fue a sacar lentamente su arco de la espalda, sin hacer ruido, pero Efraím la detuvo con la mano.

—Espera… —dijo, y se volvió para mirarlos. Había algo en sus ojos. Pese a la oscuridad del callejón, Adam habría jurado que acababan de volverse de un color rojo sangre—. Sabe que andamos cerca, y una flecha no lo matará. Yo me encargaré. No os mováis de aquí. —Su voz se tornó grave.

Antes de que el muchacho pudiera ni siquiera discutírselo, Efraím salió disparado de detrás del contenedor y corrió como una flecha hacia la criatura. Ésta alzó la cabeza justo en el momento en que él le saltaba encima con la mano en alto. El potente zarpazo del hombre le arrancó parte de la piel blanda y supurante de la cara. Sin dejarle tiempo para aullar y delatarlos, Efraím le agarró con rapidez el maxilar inferior y el superior y tiró tan fuerte en ambas direcciones que el cráneo del Nocturno se rompió en dos pedazos con un poderoso crujido. Su masa cayó desplomada en el suelo al instante.

—¡Aprisa! —les indicó acto seguido.

Adam ya estaba acostumbrado a ver a Efraím realizar cosas inexplicables, que desafiaban las leyes humanas, pero sus habilidades seguían pareciéndole asombrosas. Sintió un ligero mareo cuando estiró las piernas para levantarse de golpe. Corrieron pegados a los edificios hasta llegar de nuevo a las puertas de la estación de Moorgate. A pocas calles de distancia, algo ocurría: movimiento, alboroto. En esos momentos, Ellos ya sabrían de su presencia. Pero no los alcanzarían; esta vez disponían de tiempo.

Volvieron a abrir la reja de la estación con manos nerviosas, y, una vez dentro, la cerraron a toda prisa y colocaron la plancha de madera detrás. Hannah y Adam apoyaron la espalda en la pared del vestíbulo y recobraron el aire.

—Dios… Menudo día… —resopló el muchacho.

Efraím pegó la oreja a la superficie de madera de la entrada para escuchar mejor los sonidos del exterior.

—Relájate, por lo menos nos quedarán treinta más por delante —afirmó.

Aguardaron hasta que el mundo recobró su silencio habitual. Sólo entonces se dispusieron a encender las linternas y a bajar por las escaleras de vuelta a los andenes. Por fortuna habían reaccionado a tiempo. En el recorrido imaginaron qué habría pasado si se hubieran encontrado más lejos de la estación, si aquel grupo de Nocturnos los hubiese visto mucho antes, o si la criatura solitaria a la que Efraím dio muerte hubiera tenido tiempo de advertir a los demás. Imaginaron tantas cosas… que, tal vez, abandonar la estación fue una imprudencia alimentada por la traición completamente necesaria que cometió el albino. Lo que jamás habrían imaginado es que cuando llegaron abajo y miraron hacia la cama donde habían dejado encadenado a Gedeón, su cuerpo ya no estaba.