A pesar de lo mucho que necesitaba descansar, el muchacho fue despertándose a intervalos, como si sus pesadillas tuvieran un motivo para hacerle abrir los ojos de tanto en tanto. La primera reacción al hacerlo siempre era la de mirar directamente a la cama de Hannah; su silueta, tapada con la manta, seguía allí, inmóvil, a salvo. Eso lo tranquilizaba y lo ayudaba a dormirse durante otro corto intervalo. A menudo, el concepto de la realidad se le mezclaba con el de los sueños y era incapaz de diferenciarlos, por eso tardó en reaccionar cuando, en una de esas ocasiones, algo ocurrió: al abrir los párpados vio que Gedeón ya no se encontraba en su cama.
Hizo un barrido rápido con la vista. Todo lo percibía borroso debido a la somnolencia, y se horrorizó al verlo caminando por una de las vías. De pronto, el gigante, con total impunidad, trepó al andén del extremo opuesto, desenfundó su machete y se acercó sigilosamente hasta el oscuro rincón donde Hannah dormía. Adam gritó tan fuerte que su voz retumbó como una explosión por toda la sala.
—¡NO! —aulló desde la cama.
Pero el desfigurado ya estaba colocado frente a ella; alzó su arma con ambas manos, volvió la cabeza en dirección al muchacho y sonrió.
—¡¡¡NO!!! —Adam volvió a chillar con la mano tendida hacia adelante, como si intentara detenerlo en la distancia mientras se apresuraba a cruzar los andenes. No le dio tiempo; el corazón se le detuvo cuando Gedeón dejó caer el filo de su arma y lo clavó de forma despiadada en el cuerpo cubierto de la chica, que se sacudió por el impacto.
Adam aún se encontraba lejos y, como si fuera él mismo quien hubiera recibido la puñalada, se dejó caer de rodillas, desfallecido. Con el rostro desencajado, lleno de impotencia, vio cómo Gedeón la masacraba varias veces mientras ardía en un frenesí enfermo y macabro. Aunque lo intentó, no pudo moverse; la conmoción de aquel horror lo había paralizado. Aquello no podía estar pasando, se negaba a creer que fuera real… De repente, su piel se enrojeció por la ira y se levantó, invadido por un odio tan profundo que lo quemaba por dentro. Volvió veloz hasta su cama. Ahí estaban su mochila y su pistola.
—Te lo dije. —Dos lágrimas resbalaron por su mejilla mientras agarraba el arma y le quitaba el seguro—. ¡¡Te lo dije!! —gritó, maldiciendo a Efraím más que nunca.
Con la pistola en alto se lanzó hacia el andén opuesto, donde el desfigurado, de espaldas a él, parecía observar con atención el filo de su machete. Ya nada ni nadie lo detendría: iba a matar a aquel hijo de puta.