Gedeón, apoyado en la pared del vestíbulo, con los brazos cruzados, llevaba un buen rato mirando con fijación a Hannah, devorando con la vista cada uno de sus detalles, su silueta, sus curvas… La chica no se sentía cómoda a su lado, y menos aún con el modo en que la observaba; la ponía nerviosa. Sin embargo, mantuvo el temple, con su atención puesta en la calle. Ya no había reflejos dorados sobre los metales y pronto tampoco se verían las siluetas del entorno. El período de oscuridad estaba a punto de dar comienzo.
—Eres una zorrita muy callada, ¿verdad? —terminó diciendo el desfigurado—. Apuesto a que te habrás follado a la mitad de los residentes de la Guarida. Con esos labios que tienes te deben de haber propuesto buenos trueques.
Hannah lo miró con la misma frialdad que lo habría hecho Frank; en cierto modo, había aprendido mucho de él. Quiso abofetear al gigante con todas sus fuerzas. No era de la clase de chicas que tuviera reparos a la hora de pegar a un hombre, ni siquiera a uno como Gedeón. Pero no era la situación más apropiada; había cosas más importantes a las que prestar atención. Finalmente lo ignoró y siguió atenta al exterior. El horizonte arrastraba el sol como si quisiera ahogarlo bajo su extensa curva. Su esfera rojiza, moribunda, ya casi se había ocultado en los confines de la Tierra.
—Vamos… —Gedeón dio un paso hacia ella, insistente, y la rozó con los dedos en el hombro—. Sé que te gustaría que me ocupara de ti. —Empezó a deslizar la mano por su contorno.
A punto estuvo de llegar a su pecho, pero Hannah se apartó entonces con un rápido movimiento, llevó su brazo a un lado y le pegó un revés tan fuerte en la cara que el desfigurado se tambaleó hacia la reja; aquel golpe lo había perfeccionado a base de usarlo incontables veces. La bofetada hizo que a Gedeón le brotara sangre de las encías; se llevó los dedos a la boca, los sacó manchados de rojo y escupió.
La chica alzó una mano por detrás de la cabeza, recordando a una garra, y le mostró un instante los dientes a modo de advertencia, como si fuera un felino salvaje que no quiere que se le acerquen.
Gedeón se puso tenso, incluso puede que aquello le gustase. Estaba dispuesto a devolverle el golpe, y lo habría hecho si en aquel momento no hubiera oído a Efraím y a Adam subir por la escalera. Se obligó a frenar sus impulsos.
—Jodida puta, ni siquiera sabes hablar bien. Pero si les cuentas una sola palabra de esto te desollaré como a un animal. —Estrujó con fuerza la empuñadura del machete atado a su cintura.
Hannah no apartó la mirada de él.
—El andén es seguro. Ya podemos cerrar. —El albino apareció desde las sombras y se acercó hasta las puertas de la estación. La tensión entre Gedeón y la chica no se le pasó por alto—. ¿Sucede algo? —preguntó al pasar junto a ella.
—No… —Fue el desfigurado quien contestó, dolorido, más en su orgullo que otra cosa—. Todo está en orden.
A Adam lo corroía por dentro ver cómo aquel condenado sádico salía siempre impune de sus actos. A juzgar por la expresión furiosa de Hannah, estaba claro que algo malo había ocurrido. Pero era como si Efraím prefiriese no encararse, no hacer nada al respecto. ¿Por qué?
Tal como sospechaba, la cosa no fue a más. Tampoco disponían de tiempo para discutir, pero le hubiese bastado con que el albino reaccionara de algún modo. Volvieron a cerrar la reja rápidamente y a colocar el recubrimiento de madera detrás. La oscuridad del vestíbulo los invadió y Hannah también tuvo que encender su linterna. Mientras descendían todos juntos, sin hacer ruido, de vuelta a los andenes, no tardó en llegarles el sonido demoníaco de los Nocturnos. Sus aullidos, saliendo en manada hacia la noche, se oían intensos bajo tierra, como si su eco atravesara los muros de aquellas estaciones más cercanas a Moorgate. Eran tan salvajes, tan violentos… Tenían toda una noche por delante para buscar y cazar, para obligar a esconderse a cualquier ser vivo que no fuera como ellos, para caminar sobre un mundo que nunca fue suyo. No obstante, Adam estaba ya tan acostumbrado a oírlos que esta vez pronto consiguió dejar de prestarles atención.
El destello de las hogueras los esperaba al final del túnel del techo ovalado. Una vez en la gran sala, la expresión de Hannah cambió por completo para pasar al asombro; cualquiera hubiese dicho que se le acababa de olvidar el incidente con el desfigurado. Adam pensó que, probablemente, fuese la primera vez que veía una estación por dentro. La chica no se detuvo; nadie lo hizo. Sin hablarlo entre ellos, fueron dispersándose para contemplar la magnitud de la cámara en todo su esplendor.
Tal vez por casualidad, pasado un rato, Adam terminó juntándose con ella en el andén más alejado. El muchacho la encontró en uno de los extremos, inmóvil, ante el hueco oscuro de una puerta que uno no podía ver si no estaba enfrente.
—Entremos —propuso él al acercarse. La chica lo miró, suspicaz, y asintió.
Nada más poner un pie dentro comprobaron que el habitáculo era un lavabo. Había cascotes de ladrillos en el suelo que crujieron bajo sus botas. El mármol blanco que recubría las paredes estaba incompleto, tan lleno de moho que apenas brillaba bajo el círculo luminoso de la linterna. Desde alguna parte sonaba un goteo constante. Enfocaron y vieron que una tubería del techo permanecía desencajada; por ella caían gotas de agua oscura, casi negra, que se estrellaban contra una pila oxidada. Luego, hueco por hueco, miraron en toda la hilera de retretes. Sólo encontraron uno que no estuviera resquebrajado por completo, pero la porquería acumulada era tal que hacía desaconsejable su uso.
Aquéllos debían de ser los lavabos más sucios que Adam había visto en la vida, aunque tampoco es que hubiese visto muchos. Salvo esa conclusión, nada destacable.
Salieron de vuelta al andén y lo recorrieron sin prisa alguna. Hannah empezó a fijarse con especial interés en los carteles publicitarios de la pared, sobre la hilera de camas. Anunciaban distintos espectáculos teatrales con imágenes que otrora seguramente fueran muy llamativas, pero que ahora estaban del todo descoloridas o manchadas. La chica se detuvo a contemplar uno de ellos. Según sus letras era una especie de musical, y las personas que salían en la imagen llevaban disfraces que imitaban a extraños animales sobre un fondo arenoso.
—El… rrreey —leyó con dificultad— le-le…
—El rey león —la ayudó Adam, a su lado—. Debió de ser un espectáculo muy bueno, con cantantes y todo. Por las calles de Londres he visto restos de muchos carteles que lo anunciaban.
—El rreey… león —pronunció la chica, despacio—. El rey león —repitió, y extendió la comisura de los labios.
—Eso es —sonrió Adam.
Hannah tocó la imagen con sus dedos, maravillada, e imaginó cómo debía de ser ver a un grupo de personas actuando y cantando a la vez, o qué clase de historia escondería ese título. Le costó hacerse una idea. Jamás había visto nada parecido, la gente ya no cantaba nunca; a veces actuaban, pero no de aquel modo, sino para engañar o conseguir algo en su beneficio.
En ese punto ya dieron por sentado que estaban explorando la estación juntos. Adam saltó a la vía, la cruzó de dos zancadas y trepó al andén central; ahí esperó a Hannah y le tendió la mano para ayudarla a subir. Esta vez, ella sí la aceptó. Empezaron a rebuscar con detenimiento entre las estanterías de las barracas, relativamente cerca el uno del otro. Sobre un estante, Adam encontró un bulto polvoriento cubierto con una tela. Al destaparlo resultó ser una especie de casco de color negro. Lo cogió y, frunciendo el ceño, le dio vueltas; tenía unos símbolos rojos que imitaban unas llamas. Antes de la Guerra, había visto muchos. Sí… en el pasado, la gente los utilizaba cuando se montaba sobre una especie de vehículos de dos ruedas, o quizá para ocultar el rostro si alguien no quería ser identificado. Sintió curiosidad y quiso probárselo. Le encajó a la perfección. Cuando Hannah lo vio no pudo evitar soltar una pequeña risilla. Era la primera vez que Adam la veía reír. Le pareció desconcertantemente hermosa, pero se sintió tan ridículo que se lo quitó en seguida.
—No creo que esto sea de ninguna utilidad para alguien como yo —carraspeó, muerto de vergüenza. Ella le mantuvo la mirada y la sonrisa un segundo y luego, divertida, siguió estudiando las estanterías. Adam tardó un poco en que le bajara el tono rojizo de sus mejillas. Agradeció el hecho de que hubiera poca luz y la penumbra no dejara apreciar bien esa clase de detalles.
Ni él mismo alcanzaba a entender el motivo, pero la verdad es que empezaba a sentirse realmente bien con ella al lado. Tal vez se tratara de aquello que había oído hablar a algunos mayores acerca de las chicas bonitas, que hacían volver a los hombres torpes. Hasta entonces, él jamás había estado cerca de ninguna. Que él recordara, excepto su madre y la señora Belicci, ni siquiera había hablado nunca con una mujer.
Al final, no dieron con nada en especial. Estaba claro que todo lo útil que pudo haber allí algún día se lo habían llevado. No obstante, el muchacho vio unos bultos pequeños en una mesa apartada que le llamaron mucho la atención. A medida que iba acercándose, sus sospechas se fueron confirmando. Cuando estuvo enfrente creyó que le iba a faltar el aire. Eran restos de comida reciente: recipientes de conserva vacíos pero que aún mantenían sus paredes recubiertas de jugo, un hueso de animal que, al cogerlo, estaba húmedo, y la piel de algún tipo de alimento que no supo identificar, pero que, desde luego, no estaba podrido y todavía conservaba su olor dulce.
—¡Efraím! —anunció nervioso, tratando de no elevar demasiado la voz. El albino, que se encontraba en el primer apeadero, sacando de las mochilas los suministros para la noche, dejó lo que estaba haciendo y se apresuró hasta el andén central. Hannah también se aproximó a mirar—. Alguien ha estado aquí hace poco. —Les mostró los restos de comida.
Efraím cogió el envase y lo olfateó. Al soltarlo se quedó pensativo, con la vista perdida en la mesa.
—Sí… Y hace menos de lo que imaginas. Estas sobras son de ayer. —Lo miró muy serio—. Por lo visto no estamos solos en Londres. Alguien más se mueve por la misma ruta que nosotros… y conoce bien los secretos de la ciudad.