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Desde el cielo podían divisarse cuatro hileras de diminutas huellas que cruzaban de una punta a otra la superficie embarrada de St. James’s Park. Apenas les quedaban unos metros para dejar atrás el parque y adentrarse de nuevo en las inhóspitas calles londinenses cuando el grupo se detuvo para beber de sus cantimploras; lo cierto es que aún no se habían recuperado de la deshidratación que padecieron al cruzar el puente de Westminster.

El palacio de Buckingham se alzaba a su izquierda, a ochocientos metros de distancia, entre la soledad del paraje. Su imagen funesta, lúgubre, llegaba acompañada por la conmovedora quietud de sus muros. Por nada del mundo a Adam le hubiera gustado tener que acercarse más de lo que ya estaban. Tuvo suficiente con contemplarlo desde lejos.

El muchacho bebió con ímpetu, sin apartar la vista de la mansión y sus grandes columnas centrales, y se secó la boca con el puño. Trató de imaginar cómo sería antes aquel hogar de reyes, con la Guardia Real vestida con extraños uniformes desfilando por la plaza principal en perfecta sincronización; o al menos eso es lo que le contó una vez su padre. Pero nada de esa elegancia quedaba ya. Ahora, con total seguridad, sus ornamentados pasillos y sus salones dorados no eran más que nidos plagados de ratas y alimañas, o de algo peor.

No hizo falta que ninguno de ellos pronunciara las palabras; cuando estuvieron listos se miraron en una especie de acuerdo tácito y, simplemente, prosiguieron el viaje.

El fantasma de Daniel siguió muy presente en la mayoría de ellos durante toda la tarde. Fue una peregrinación, por lo general silenciosa y triste, aunque sin mayores dificultades. El sol y su luz era lo único que los reconfortaba; su dios protector. Mientras brillara allí en lo alto sabían que estarían a salvo.

Para llegar a la estación de Moorgate primero tuvieron que cruzar por una intersección de calles conocida en la antigüedad como Picadilly Circus. En el edificio de su esquina norte, se asombraron al contemplar las grandes pancartas eléctricas que antaño habían exhibido cientos de famosos y llamativos anuncios de neón. Algunos paneles se habían desprendido y estrellado contra el suelo de la calle; los que aún se mantenían en su lugar, del todo apagados, tenían fisuras de distintas envergaduras de las que brotaban flores de cables y hierros.

En las avenidas de alrededor abundaban los restos de tiendas, así como de varios teatros. Cada dos travesías siempre cruzaban por alguna plaza en donde se alzaban estatuas incompletas o fuentes llenas de porquería. Un sinfín de carteles medio quemados anunciaban aquí y allá, en las paradas de autobús, en los muros de los edificios, una variedad de espectáculos, objetos y prendas de ropa que parecían pertenecer a otros mundos. Se notaba que el distrito en donde se encontraban había sido un lugar céntrico y de ocio de una civilización que ninguno de ellos alcanzaba a comprender del todo. De algún modo, aquellas calles seguían siendo frecuentadas; el suelo estaba lleno de excrementos y de manchas de sangre que indicaban una fuerte presencia de Nocturnos en los períodos de oscuridad. Adam no prestó atención a eso; miraba otro tipo de detalles de la zona, a menudo con la boca abierta, lo mismo que Hannah. No podían verse esas esculturas, esas estructuras cosmopolitas, ni nada similar, en toda la Veguería.

La proximidad del ocaso trajo consigo el frío. Pero tras pasar de largo los mercados abandonados de Covent Garden, pudieron volver a ceñirse a la curva del Támesis por su lado norte, y el calor cercano de las combustiones del lecho del río les proporcionó abrigo. Mientras andaban, Adam iba estudiando con frecuencia el mapa dibujado en el diario. Hubo un momento en que alzó la vista y sorprendió a Hannah observándolo. Ésta apartó la mirada en seguida. «Qué chica más misteriosa», no paraba de repetirse. Pero había algo en ella, algo místico y tremendamente cautivador.

Un laberinto de calles adoquinadas, pasajes estrechos y patios traseros de casas los fue llevando poco a poco hasta su destino.

La ciudad era un mundo vacío de almas, con una paz que los seres vivos no habían experimentado en millones de años, así que cualquier sonido se intensificaba de forma atronadora; el repicar de alguna piedrecita desprendiéndose de una pared, o pequeños fragmentos de cristal que terminaban rindiéndose y cayendo desde las alturas de un edificio de oficinas. Cuando eso sucedía, el grupo reaccionaba e intentaba colocarse en formación defensiva. Esperaban unos instantes, y tras comprobar que nada malo ocurría, seguían adelante, conviviendo con una tensión perpetua.

El temor a la noche hizo mella en ellos cuando el cielo comenzó a extender sus enormes alas violetas. Fue un temor precario, pues apenas les quedaban dos travesías para llegar a la estación —estaban dentro del límite de tiempo—, pero la simple visión del sol empezando a ocultarse tras los edificios más altos los ponía nerviosos.

—Al pie de aquella grúa se encuentra la calle de la estación —señaló Adam. El gigante metálico, de por lo menos cuarenta metros de altura, sobresalía por encima de las construcciones cercanas. Como si estuviera malherida, la enorme grúa se apoyaba sobre la fachada de hormigón de un edificio que jamás llegó a terminarse.

—Esperemos que esta vez no haya sorpresas —añadió el albino.

—Pronto lo comprobaremos —sentenció Adam, que apretó la llave de acceso en su puño.

Casi como si estuviera esperándolos en la base de un edificio rojo, resaltada por la soledad de la calle, la entrada de la estación de Moorgate permanecía intacta, al menos en apariencia. Una compuerta con rejas de acero se encargaba de hacerla impenetrable. Tras ella había una segunda chapa de madera que impedía ver el interior. Adam se acercó, contuvo la respiración e introdujo la llave en la cerradura. La intensidad de sus miradas pronto se relajó cuando el engranaje cedió con un chasquido. Acto seguido, Efraím lo ayudó a deslizar la pesada valla lo necesario como para que todos pudieran colarse dentro.

Cuando apartaron también la plancha de madera encontraron el vestíbulo totalmente vacío, incluso limpio. El suelo estaba algo húmedo, pero no se veía rastro de ratas por ningún lado. No había túneles ni ramificaciones que les crearan desconfianza aparte del hueco de la escalera principal, que descendía hasta la penumbra más absoluta. El albino se asomó por él.

—Antes de cerrar el acceso de nuevo propongo que nos aseguremos de que los niveles inferiores son seguros —mencionó—. Hannah, quédate vigilando la entrada. Nosotros tres descenderemos hasta la zona de los andenes y lo comprobaremos.

La chica asintió con la cabeza.

—Yo también me quedo aquí —soltó Gedeón.

—No. Si tenemos problemas ahí abajo te vamos a necesitar —rechazó Efraím.

—Y ella también si algo se acerca desde la calle.

Efraím miró a Hannah, que, aunque no le hizo mucha gracia, asintió conforme, segura de sí misma.

—No es una buena idea —le susurró Adam al albino, que lo cogió con disimulo del brazo.

—No discutamos ahora. No hay tiempo. Acabemos con esto cuanto antes.

—Encendió su linterna.

A Adam no le gustó en absoluto tener que dejar a Hannah a solas con el desfigurado. Receloso con esa idea, preparó su arma y siguió a Efraím.

—No tardaremos —anunció mientras se iban, más bien a modo de advertencia.

El recorrido los llevó, a través del juego de escaleras que descendían, hasta las profundidades del metro. Todos los accesos y puertas que encontraron estaban cerrados. En el nivel más bajo los esperaba un único túnel recto, con el techo ovalado y las paredes de mármol. Se adentraron en él. En su interior había muchísima humedad, se notaba en la piel y en el olfato. No era largo, pues el halo de luz del albino lamió en seguida su final.

—¿Te fías de él? —dijo Adam de pronto, en susurros. La pregunta no cogió por sorpresa a su compañero.

—Dime, ¿de mí te fías? —contestó éste mientras andaban por el pasadizo, sin perder la concentración. En aquel momento pasaron junto a una puerta de mantenimiento. Efraím tiró del pomo. También estaba cerrada.

—Por el momento no tengo motivos para no hacerlo.

—Verás, si aún seguimos con vida a día de hoy, en parte es porque los que quedamos no nos fiamos de la gente. No te pido que confíes en mí, pero tanto si lo crees como si no, mantengo mi palabra: cuando partimos de la Veguería te dije que Gedeón no te causaría problemas. Y no lo hará.

—¿Como no se los causó a Daniel? —replicó desafiante.

—Por lo que sabemos, lo que pasó en el puente fue un accidente.

Adam iba a decirle que se equivocaba, que el desfigurado era un peligroso asesino, mucho más perturbado y retorcido de lo que nadie se imaginaba, pero se vio obligado a posponerlo, ya que ambos enmudecieron al poner un pie en la gigantesca sala que había tras el túnel. Con la linterna no alcanzaron a ver cuán larga era, pero a lo ancho había tres amplios andenes separando dos vías. Desde la lejana oscuridad llegaba un rumor sordo y profundo. Eso no aportaba tranquilidad, precisamente; daba la impresión de que se habían metido de lleno en las tripas del monstruo.

A pocos pasos de su posición encontraron algo.

—Dame luz —pidió Adam al acercarse.

Se trataba de un cubo oxidado; contenía trozos de madera de las vías a medio quemar. A saber cuánto tiempo llevaban allí.

El muchacho no esperó para rociarlos con un poco de alcohol que sacó de su mochila y prenderlos con una de sus cerillas.

Los desgastados leños chisporrotearon cuando brotaron las llamas; su luz anaranjada se expandió a través de un techo con grandes arcos. Y de pronto, un pequeño mundo subterráneo se abrió ante sus ojos.

De hecho, todo estaba preparado para poder refugiarse en aquel lugar durante días, incluso semanas.

Multitud de camas, con colchones sucios y raídos, se acurrucaban en torno a las paredes, tanto por el lado de su andén como por el opuesto. El andén central, sin embargo, recordaba a la calle de un bazar lleno de tienduchas, donde algunos toldos sostenidos con palos cubrían una hilera de mesas, sillas y estanterías metálicas de fácil montaje. En un primer vistazo no se intuía en ellas nada de utilidad salvo alguna manta vieja, envases vacíos y restos de materia orgánica totalmente descompuesta. Abajo, en las vías, podían verse más cubos que en algún momento habían contenido hogueras. La sala, en efecto, era el final de una línea; uno de los extremos era un muro de hormigón desnudo, y los dos túneles que partían hacia el este permanecían bloqueados de arriba abajo por toneladas de tierra y rocas, como si un brusco terremoto hubiese derrumbado sus techos y sellado el acceso para siempre.

—Esto no pudo hacerlo mi padre solo… —mencionó Adam. Su voz se perdió en el vacío de la sala.

—No, unas cien personas debieron de vivir aquí durante los primeros ciclos —contestó Efraím, que movía la linterna de un lado a otro. Había abundante porquería entre las paredes y el suelo—. Esto fue un refugio de la Guerra. Tu padre daría con él años más tarde. —Dio unos pasos para alejarse del muchacho—. Revisemos esto rápido. Tú ve por ahí. —Señaló en dirección opuesta a la suya.

Adam asintió y bajó a la vía de un salto. Allí encendió otra hoguera. Parecía mentira la claridad que aportaba a la estancia cada una de ellas. Poco a poco se fue apreciando más su condición de refugio atómico. El muchacho vio incluso restos de ropa de los antiguos residentes por el suelo. Extrañamente, no encontraron ningún cadáver. Se dirigió hasta el final y prendió la hoguera que quedaba más cerca de los túneles bloqueados; esta vez, sus llamas empezaron a danzar como espíritus burlones. Intrigado, dio unos pasos lentos hasta la base del derrumbe y extendió la mano. Una suave brisa cavernaria le acarició la palma. De algún modo el aire se colaba desde el otro lado a través de alguna pequeña grieta inapreciable en la penumbra, tal vez del tamaño de un puño. Ése era el ruido que había oído antes, aunque allí su murmullo era mayor. La corriente era fría y se estremeció.

—Parece seguro —dictaminó Efraím a sus espaldas tras su vuelta de reconocimiento—. ¿Qué opinas?

—Sí… eso parece —le costó admitir.

—Bien. Regresemos arriba.

Adam lo siguió sin pronunciar palabra. Mientras se iban volvió un instante la vista atrás. Lo cierto era que aquel túnel sellado le daba mala espina.