31

Victoria Street era tan amplia de acera a acera que, a pesar del caos urbanístico, no les costó transitar por ella; su espaciosa calzada siempre tenía partes libres de obstáculos. Sobre todo, era a ambos lados donde yacían docenas de coches y autobuses rojos derribados y esparcidos de cualquier forma, incluso incrustados en las plantas bajas de los edificios, como si una potente onda expansiva los hubiera hecho volar por los aires de forma brutal y aleatoria. En la lejanía llevaba sonando desde hacía rato una voz metálica. A medida que avanzaron pudieron escucharla con más claridad. Pronto descubrieron que se trataba de una especie de grabación en forma de bucle. Cuando llegaron al cruce con Broadway Road se detuvieron un instante, intrigados, al comprobar su procedencia. Salía de las profundidades de una boca de metro situada en la parte baja de un edificio. El acceso a la estación permanecía cerrado a cal y canto por una reja con barrotes de acero. Tras ella, había un estrecho pasadizo que conducía bajo tierra y que ofrecía temor y oscuridad a partes iguales. La voz que nacía de su abandonada garganta se perdía en el vacío de Londres con un eco decreciente, repitiéndose una y otra vez:

«Por favor, los residentes con tarjeta de identificación clase A diríjanse a los andenes de la línea circular. Los que posean una identificación clase B, sigan descendiendo hasta el túnel de la línea del distrito. Para todos aquellos que no dispongan de una tarjeta de identificación, esperen instrucciones de un oficial».

—¿Por qué motivo se mantuvo cerrada esta entrada? —preguntó Efraím momentos antes de retomar la marcha.

—Las estaciones del centro de Londres se llenaron rápido de supervivientes. Seguramente la sellaron para que no entrase nadie más —contestó Adam, que compartía el peso de Daniel con él.

—O para que no saliera nadie… —puntualizó el albino.

Ninguno de los dos hizo más comentarios al respecto. Tampoco tenían tiempo ni ganas de buscar la explicación a cómo era posible que una grabación de aquellos días siguiera aún activa. Aunque a Adam, saber que esa voz llevaba años sonando y retumbando entre los muros de las profundidades de aquella estación sin que ningún ser humano la escuchara le resultó tan inquietante que tuvo que esforzarse por quitársela de la cabeza.

Siguieron adelante. En seguida alcanzaron el cruce directo con Buckingham Gate. A Adam las pupilas se le dilataron y el pulso se le aceleró sin querer. Fue como si hubieran llegado de golpe. Habría jurado que no estaba tan cerca. Una sensación agridulce, difícil de explicar, germinó en él. Era su calle, su vecindario, el mundo cuerdo de su niñez. Los edificios, por ejemplo. Aún se podían divisar las obras a medio terminar en algunas de las fachadas. De pequeño lo maravillaba ver cómo usaban aquellas grandes máquinas para restaurar y construir los bloques de pisos cercanos a su vivienda. Y esa esencia a evolución que desprendían… Ahora no eran más que aparatos inservibles de varias toneladas desmoronados sobre las aceras, recubiertos de hongos y de maleza negra. Miró al frente y no pudo evitar mezclar la imagen actual con la de una década y media atrás; donde antes circulaban coches lujosos y personas civilizadas ahora se arrastraban la materia muerta y el polvo, mecidos por el viento de una atmósfera deprimente. El último tramo lo hicieron en silencio, él más que nadie. El suyo era un silencio físico, pero también mental. No habría podido pronunciar ni una palabra aunque hubiese querido.

Detenerse y encontrarse cara a cara con el portal de su antiguo edificio lo obligó a respirar hondo.

—Es aquí. El cincuenta y ocho de Buckingham Gate —pronunció en tono solemne, acordándose del número, puesto que ya no existía ningún cartel que lo indicara.

El inmueble no tenía grandes dimensiones, era como una modesta isla en mitad de una hilera de bloques residenciales, en su día, más modernos; el único de ladrillo rojo con los marcos de las ventanas cuadrados y blancos. Aunque la mayoría de las construcciones de alrededor habían caído o estaban a punto de hacerlo, aquélla se conservaba sorprendentemente bien. Tenía una altura de cuatro pisos; en el tercero se encontró una vez su hogar.

Adam dejó al curandero en manos de Efraím. Subió los tres escalones del porche y apoyó la mano en la puerta de acceso al edificio. Ésta se quejó al abrirse, como si fuera despertada después de un sueño de cien años. Con el corazón en un puño, asomó la cabeza. Olía a abandono. En un primer vistazo el interior le pareció oscuro, aunque sus ojos pronto reconocieron la luz que entraba por una de las ventanas superiores de la escalera para bañar unas paredes sucias y roñosas.

Se volvió para mirar a sus compañeros.

—Seguidme. —Le resultó raro decirlo. Él ya no vivía allí y no sabía qué se iba a encontrar, pero no dejaba de ser una invitación directa a que los demás indagaran en su pasado.

Las ventanas entre los rellanos de la escalera daban a la avenida, ahora desprovistas de cristales. El polvo y la porquería se habían colado por doquier desde el exterior. Al llegar a la tercera planta, echó la vista al frente y reconoció en seguida la puerta de su casa, si bien la recordaba muy diferente; ahora estaba reforzada con varas de acero en ambos lados y por una capa de barniz en la madera. Dos gruesas cadenas de hierro, unidas al pomo por un candado de aspecto pesado, cruzaban la puerta de izquierda a derecha; por lo visto era un candado cifrado. Se acercó y el suelo del pasillo crujió bajo sus botas. Para cuando el resto del grupo también llegó arriba, con Hannah ocupando su lugar para ayudar a Daniel, Adam se encontraba leyendo la combinación del mecanismo en el diario de su padre, que no dudó en introducir.

—Uno, tres, cero, tres, cero, siete… —repitió para sí mismo mientras giraba las pequeñas ruedecillas.

—¿Significan algo para ti estos números? —preguntó Efraím, detrás de él.

—No. No me suenan de nada —contestó. Se volvió y se fijó en el terrible aspecto que presentaba Daniel, apoyado en el hombro del albino, con la cabeza hundida. El ambiente cerrado donde se encontraban acentuaba el hedor de su carne chamuscada. Costaba creer que aún siguiera vivo—. Entremos.

Adam retiró el candado y las cadenas, lo que provocó un ruido ensordecedor; giró el pomo y abrió la puerta. Su ritmo cardíaco, que hasta entonces había conseguido controlar, se disparó. Al dar un paso al frente y respirar el aire del recibidor, tuvo el deseo incontenible de sonreír y correr hasta su habitación, en la otra punta del apartamento. Pero todo a su debido tiempo…

El recibidor era grande, como el resto del piso, y una cortina de plástico opaco lo separaba del salón. La corrió con la mano. Después de una primera ojeada se convenció de que su padre había puesto especial empeño en mantenerlo todo en orden; la mesa, el sofá, las estanterías… Era evidente que antaño regresaba allí muy a menudo, ya que hasta las paredes habían sido pintadas de nuevo. A pesar del polvo, permanecía todo casi igual que en sus recuerdos, incluso algunos cuadros. Por qué motivo jamás los llevó con él fue lo primero que se preguntó. La mayoría de los muebles estaban cubiertos con plásticos o mantas gruesas. Y las ventanas, sin persianas para dejar entrar la luz del día, habían sido reforzadas con cristales de seguridad, igual que las de aquella casa de Trinity Road. El suelo era lo único que daba muestras de haberse deteriorado en exceso. En él podían verse multitud de manchas amarillentas, seguramente debido a los detergentes para neutralizar los olores y al veneno para las ratas.

Pasado el impacto inicial, cruzó hasta el final del comedor y entró en la habitación que había a la izquierda, la de sus padres. La cama de matrimonio estaba cuidadosamente hecha, tapada con un plástico que apartó de un tirón.

—Traedle —dijo elevando la voz—, aquí hay una cama.

Cuando lo depositaron en ella, Daniel se quejó de forma lastimosa, débil. Ya tumbado, pareció recobrar algo de consciencia y se puso a temblar de nuevo. Todo su cuerpo supuraba sudor y pus. Buscó expresamente al muchacho con su vista desorientada y comenzó a balbucear sonidos extraños. Pese a que no articuló palabra, parecía como si quisiera hacerlo.

—Tranquilo —le dijo Adam—, aquí estarás bien. —Le colocó una mano en la frente. Ardía. Efraím y Hannah esperaron unos instantes y salieron de la habitación. Ella parecía realmente cansada. Daniel no tardó en cerrar los ojos de nuevo, aún le duraba el efecto de la morfina, así que Adam también optó por marcharse y dejarlo reposar. Cuando volvió al salón se fijó en que Hannah estudiaba una estantería llena de libros con cierto interés. Pasaba el dedo de uno a otro, leyendo despacio los títulos, como si le faltara práctica.

Efraím y Gedeón, sin embargo, lo esperaban con los brazos cruzados.

—Lo hemos traído donde tú querías. Ya podemos irnos —farfulló de pronto este último, con un atisbo de provocación en la voz, tal vez buscando una reacción por su parte.

—Aún no… —le contestó Adam con aborrecimiento—. Primero quiero revisar el piso. Hay cosas que necesitamos.

—¿Dónde se encuentra el próximo punto seguro? —preguntó Efraím.

—En la estación de Moorgate, a cinco kilómetros de aquí.

—¿Una estación? —se sorprendió.

Adam asintió.

—En ella existe un andén que coincide con el final de una línea. Ahora está bloqueado por ambos lados y no se comunica con el resto de los túneles. Sólo se puede acceder a él desde la calle. Ahí estaremos a salvo durante la noche.

—Si se puede acceder desde la calle podrían hacerlo también los Nocturnos.

—No. El acceso está cerrado. Mi padre dejó en esta casa una copia de la llave que lo abre —explicó.

—Entonces será mejor que la busques, y también lo demás que dices que puede ser de utilidad. Hace rato que el sol desciende desde su cénit. No nos quedan muchas horas de luz.

—¿Y qué pasa con Daniel? —soltó serio. La pregunta sonó como un látigo.

—Vamos a dejarlo aquí. Creía que ya había quedado claro.

—Eso es una crueldad. No debería morir solo —protestó.

—Entonces mátalo, o no alces tu fusil si Gedeón intenta hacerlo en tu lugar.

El desfigurado esbozó una expresión triunfal.

—Podríamos pasar aquí la noche. Éste también es un refugio seguro —sugirió como alternativa.

—¿Y perder todo un día de viaje? ¿Acaso has olvidado que tienen a tu hermano? A cada segundo que pasa sus captores se alejan más de nosotros. Además, cuando llegue la noche, si Daniel sigue vivo empezará a chillar de dolor y atraerá a todos los Nocturnos de las inmediaciones hasta aquí. Decide ahora cuál es tu prioridad.

Maldita sea, pensó, el albino tenía razón. Adam apretó los puños y desvió la vista al suelo. Por supuesto que su prioridad era Caleb, pero abandonar así a un compañero moribundo hería su ética. Le vino a la mente de nuevo la imagen de cuando su padre lo obligó a pasar de largo ante el anciano desnudo que les pidió ayuda en aquellos primeros días de la hecatombe. Eso lo marcó de por vida; ya había aprendido la lección: en el nuevo mundo las reglas habían cambiado en función de la supervivencia. Primero era uno mismo, y luego, tal vez, los seres queridos. Los desconocidos o poco allegados siempre eran ignorados. Así pues, ¿qué le estaba sucediendo ahora? ¿Por qué se sentía así de mal?

—Cogeré lo que necesitamos —admitió al fin con pesadumbre, y se marchó hacia el pasillo. No tenía ningún sentido seguir discutiendo. Aunque quisiera intentarlo mil veces más, no lograría convencerlos.

Yendo de una habitación a otra, Adam dedicó unos instantes a observar cada una de ellas. Trató de recordar algunos detalles de su pasado mientras reconocía los distintos rincones. En la habitación de invitados, por ejemplo, su madre le gritó un día porque lo descubrió saltando encima de la maleta que su tía Margaret había depositado sobre la cama. Aunque no estaba de humor, no pudo evitar dibujar media sonrisa al visualizarlo. En el lavabo principal, una vez su padre se agachó para curarle un corte en el dedo. Luego le había removido el pelo, restándole importancia, y le dijo que era muy valiente por no llorar.

Siguió adelante. La última puerta la abrió con sumo cuidado; era la de su habitación. En el momento en que la contempló por primera vez después de tantos años, se dio cuenta de hasta qué punto la había echado de menos. Habría estado exactamente igual que en su memoria de no haber sido porque era ahí donde su padre había guardado todos los objetos útiles para sus viajes: baterías, munición, distintas copias de llaves y bandas magnéticas, pequeños recipientes cerrados y llenos de agua, píldoras de yodo, decenas de papeles y documentos…, todo meticulosamente colocado sobre las estanterías y la mesa donde antes tenía Adam el ordenador. En las paredes había clavados varios mapas de Londres con multitud de rutas trazadas con rotulador rojo y puntos específicos marcados con círculos.

—Te conocías todos los rincones de la ciudad… —murmuró asombrado.

Frunció el ceño al ver un estante que sólo tenía encima un pequeño marco con una fotografía. Se aproximó despacio para cogerlo, casi con miedo de estropear aquel instante, y lo acercó hacia su cara. Se le hizo un nudo en la garganta. Era él de pequeño, junto a sus padres. No se acordaba muy bien de aquel momento exacto, pero sin duda debió de ser uno de los más felices de su vida, ya que los tres se abrazaban sobre la arena de una playa y sonreían, con un mar azul y centelleante de fondo.

Se oyeron pasos en el pasillo. A los pocos segundos entró el albino en la habitación, pero Adam no dejó de observar la imagen.

—Caleb no salió nunca en ninguna fotografía —murmuró melancólico. Los ojos se le humedecieron—. Él vino después de la Guerra y de la muerte, cuando ya no quedaba nada como esto. —Acarició el cristal polvoriento del marco.

—Mucha gente no tendrá nunca la oportunidad de recuperar el tiempo perdido, pero quizá algún día él sí pueda hacerlo —repuso con amabilidad.

—¿En qué momento dejamos de ser personas, Efraím? —le preguntó de repente. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla y cayó sobre el vidrio de la fotografía.

—En el momento en que ansiamos continuar siéndolo.

Adam asintió con pesar.

—¿Estás bien? —quiso saber el albino.

—Sí, en seguida acabo —contestó el muchacho. Era consciente de que tenían prisa, pero necesitaba unos segundos. La visita a su antigua casa lo estaba afectando más de lo que creía.

—¿Puedo? —El albino se acercó y solicitó con la mano la fotografía. Adam lo miró extrañado, pero no puso ninguna objeción en dejársela. Éste la estudió con atención—. ¿Así que éste era tu padre, Noah?

—Sí…

—Eres su viva imagen, sin duda. —La conservó unos instantes y se la devolvió—. Te dejaré a solas, tómate tu tiempo. —Dio media vuelta y salió de la habitación.

Con la fotografía en la mano, Adam fue hasta su ventana y contempló las calles. Las vistas habían cambiado tanto… La última vez tenía seis años; un mar de luces y explosiones salpicaba una ciudad en guerra, como si un manto de estrellas parpadeantes hubiese caído del cielo nocturno. Respiró hondo. Cuando decidió ponerse en marcha, volvió a la mesa y empezó a introducir en su mochila lo que, habiendo repasado ya multitud de veces el diario, sabía que les iba a ser imperativo para el viaje: munición para el rifle, que aprovechó para recargar allí mismo, y una batería nueva para la lente de visión nocturna; dos tarjetas magnéticas de identificación con rostros desconocidos y con el emblema del ejército británico en el dorso, tantos recipientes de agua como le cupieron en la bolsa, un frasco con alcohol y una pistola que encontró por casualidad en un cajón, en la inscripción de la culata se leía que era una Glock 9mm, lo comprobó y estaba cargada; se la encajó entre la cadera y el pantalón. Por último, también cogió la llave de la estación de Moorgate. Estaba mezclada con otras muchas dentro de una cajita de madera, pero según la descripción era la única negra con el perfil grueso; fue fácil dar con ella.

Se despidió de su habitación haciendo un barrido con la vista y luego cerró la puerta con cuidado. Cuando volvió al salón no había nadie y Adam se extrañó. Oyó unos ruidos en la cocina, así que se dirigió hacia allí para averiguar qué eran. Encontró todos los cajones abiertos. Gedeón estaba sacando los trastos de los armarios de mala manera. El gigante se percató de que Adam lo estaba observando y dejó caer al suelo un envase metálico que hasta entonces sostenía en la mano.

—Tu padre ni siquiera tenía comida decente. Debió de alimentarse sólo de insectos —masculló en tono burlón, y miró hacia el suelo; junto a su bota yacía una cucaracha que acababa de aplastar.

Sobre la encimera únicamente había un par de recipientes pequeños cuya etiqueta estaba tan descolorida que apenas se distinguía qué era lo que contenían. Gedeón los agarró y se los guardó en los bolsillos de su chaleco. Era todo cuanto quedaba.

—Eres un gilipollas, ¿lo sabías? —le espetó Adam. Había un destello de odio en sus ojos—. Apuesto a que naciste ya con esas cicatrices en la cara. Me pregunto cómo lo superas cada vez que te topas con tu reflejo por accidente.

Las venas del desfigurado se hincharon a lo largo de su cara enrojecida por la ira. Definitivamente había encajado muy mal sus palabras. Se miró la mano, que le empezó a temblar, y se tocó el rostro. Fue apartándola despacio, a medida que sus ojos se clavaron en los del muchacho.

—Empieza a rezar. —Caminó hacia él.

Adam dio un paso al frente y lo apuntó con la pistola que acababa de encontrar. Gedeón se detuvo, pero no vaciló al desenfundar también su machete. Cada vez más congestionado, amenazaba con saltar encima de Adam de forma inminente. Sin embargo, el muchacho no movió ni un solo músculo, hasta que, de pronto, alguien salido de las sombras que proyectaban los muebles lo empujó con fuerza y rapidez, lo que lo hizo trastabillar hasta la pared del salón.

—¡Maldita sea, Adam! —Vio que se trataba de Efraím, enojado, que por segunda vez aquel día se vio obligado a intervenir y a colocarse en medio de ellos dos para evitar una carnicería—. Te dije que…

—Me dijiste que no volviera apuntar a nadie del grupo con mi rifle —terminó la frase por él. El empujón había hecho que la mochila se le cayera al suelo—, y no lo he hecho. —Recogió la mochila y efectuó un ligero movimiento de muñeca para mostrar la pistola.

El desfigurado, que seguía frenético de ira, gritó desde la cocina:

—¡Te mataré! —Y descargó un potente puñetazo contra la pared que dejó un boquete enorme en el yeso.

No obstante, de algún modo, la presencia del albino bajo el marco de la puerta conseguía contenerlo.

—Ve a ver a Daniel. No va a despertar, pero puede que quieras despedirte de él. Nos vamos ya —sugirió con un brillo extraño en la mirada. Tal vez para que se apartara rápido del campo de visión de Gedeón que, con los ojos inyectados en sangre, no dejaba de desatar su ira contra los estantes y las paredes de la cocina.

—No seguiré viajando con él —advirtió Adam en el momento de alejarse.

Hannah estaba dentro de la habitación de sus padres. Supuso que fue ella quien había abierto un poco la ventana para que corriera algo de aire fresco. Le sostenía con delicadeza la mano al curandero. A Adam lo cogió por sorpresa ver que estaba despierto, lo contrario de lo que Efraím le había dicho. La chica lo miró preocupada, había oído la refriega con Gedeón; de hecho, se habría podido oír en varias calles a la redonda. Dejó su puesto, y cuando pasó junto a Adam, le puso una mano en el hombro.

—No pelees con él. No lo provoques. Sólo sigue caminando y espera —pronunció con aquella voz tan desconocida como mágica.

—De repente me ayudas y hablas conmigo, ¿por qué? —Se volvió, pero ella ya salía por la puerta, que cerró tras de sí.

Daniel temblaba. Sus ojos se clavaban en el techo. Tenía la expresión contraída por el dolor y respiraba con exhalaciones cortas y rápidas, como un animal fatigado. Su cuerpo presentaba cada vez peor aspecto.

—Vais… vais a abandonarme… —No sonó como una pregunta.

Adam se acercó hasta el lateral de la cama; su silencio lo confirmó.

—Al fi-nal t-tenía razón: moriré en este vi-viaje —tartamudeó. Su respiración desbocada le impedía pronunciar con claridad. Intentó sonreír, pero lo que le salió fue más bien una mueca espantosa.

—Si lo deseas puedo volver a sedarte.

—No… —negó con un ligero gesto—, no… Quiero que m-me oigáis…

Adam bajó la cabeza.

—Lo siento de veras. Ojalá te hubiésemos hecho caso… El puente no era seguro.

El curandero abrió mucho los ojos; necesitaba que supiera la verdad.

—¡N-no! No fue el puente… Fue él… Gedeón… Es-es un monstruo.

Su confesión no sorprendió al muchacho en absoluto, pero sí que incrementó su impotencia y su desprecio hacia el desfigurado.

—Lo vi en sus ojos… Piensa, piensa mataros… a t-todos.

—No le tengo miedo —repuso Adam, inexpresivo.

—Lo tendrás… Sí, l-lo tendrás… —Daniel tosió y su cuerpo sufrió una rápida convulsión. Empezó a ladear la cabeza de un lado a otro, como si quisiera quitar de su mente el terrible dolor de las quemaduras—. No puedo soportarlo —se quejó entre dientes, y se echó a llorar de una forma que hizo que el muchacho se sobrecogiera.

Con sentimientos de pena y rabia batallando en su interior, Adam le dejó sobre la mesita de noche uno de los recipientes con agua que había cogido. Luego fue retirándose para dejar que el curandero se consumiera en su sufrimiento; ya no había nada que él pudiera hacer para evitarlo.

—¡Chico! —consiguió exclamar éste, antes de que se fuera. Adam se detuvo, ya de espaldas a él—. Cambia el mundo… —fue lo último que le dijo.

El muchacho permaneció quieto unos instantes, como si su mente estuviera grabando a conciencia aquellas palabras. Asintió, aunque no pudo prometérselo.

—Gracias por curarme la herida del pómulo —se despidió, y se obligó a ser fuerte. Cerró la puerta y regresó al salón.

Allí, aparentemente, las tensiones se habían suavizado.

—Podemos irnos —dijo cuando pasó por delante de Efraím y de Gedeón en dirección al recibidor. Este último aún respiraba de forma agitada, y pudo notar su mirada de odio clavada en la nuca. No sabía hasta qué punto podía confiar en Hannah, o incluso en el albino, a la hora de contarles lo que Daniel le había confesado. Pero se dijo que tendría que pensar rápido en algo para librarse del desfigurado para siempre.

Giró el pomo de la puerta principal y salió al pasillo del edificio. Allí esperó a que el resto también se encontrara fuera para volver a colocar las cadenas y el candado en su sitio. La sensación que tuvo al encajar el mecanismo y sellar el acceso a la casa con Daniel dentro le resultó de lo más desagradable.

Tal vez fuera por su bajo estado de ánimo, pero habría jurado que el día se había vuelto más gris cuando pusieron de nuevo un pie en la calle.

Echaron a andar por Buckingham Gate. Al menos para Adam fueron pasos difíciles de dar. Acababan de cometer un acto terrible, abandonar a un buen hombre, cercano a la muerte, de la forma más despreciable que cupiera imaginar. Sin embargo, el sabor desapacible que le dejaba aquella situación le resultó demasiado familiar. Se odió a sí mismo porque sabía que, en el fondo, terminaría superándolo pronto. No era la primera vez que la vida le enseñaba lo frío que uno debía volverse.

Aún no habían avanzado mucho cuando empezaron a oírse los gritos de Daniel. Llegaron amortiguados por una brisa de mal augurio que penetró en la mente y los oídos de todos ellos como una maldición.

Adam miró al grupo de reojo. A Hannah se le notaban las ganas de llorar, y de un modo silencioso terminó haciéndolo. La expresión de Efraím también se ensombreció, con la mirada fija al frente y la mandíbula apretada. Y en cuanto a Gedeón… el muy desgraciado sonreía, sin percatarse de que Adam lo observaba, de que conocía sus enfermizas intenciones.

«Pagarás por esto», juró en silencio.

Torcieron por Caxton Street en dirección norte, la única calle de las de alrededor que no estaba bloqueada por las barricadas o por las ruinas. Al frente, a través de los esqueletos de unas casas calcinadas, pudieron divisar la gran zona rojiza donde antes se extendían los magníficos jardines de St. James’s Park, ahora convertidos en vastas hectáreas de desierto estéril y lagos muertos. Allí es adonde se dirigieron.

Nadie volvió la vista atrás en ningún momento, pese a que los gritos del curandero los acompañaron durante un largo rato a través del silencio sepulcral de la ciudad.