—¡Traedme su bolsa! —bramó Efraím de vuelta a la explanada con Daniel a cuestas. Hannah, que estaba más cerca del equipo, le lanzó a Adam la mochila donde el curandero guardaba sus medicinas; el muchacho la atrapó al vuelo y corrió a ayudar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mientras lo depositaban con cuidado sobre el suelo. En ese instante vieron que Gedeón, manchado por el tizne del humo, terminaba de cruzar el puente sin prisa alguna.
—Ahora no es el momento más oportuno para hacer preguntas —murmuró el albino. Le abrió el chaleco a Daniel para descubrirle el pecho y colocó la palma de la mano sobre su corazón; le latía con fuerza, como si la sangre cabalgara con ira por sus venas.
Adam palideció al contemplar los daños incurables que había sufrido en el cuerpo. Una película de llagas supurantes, fluidos y ropa chamuscada le corroía las piernas y gran parte del abdomen como si fuera óxido sobre el metal. A pesar de permanecer inconsciente, el curandero se sacudía con espasmos rápidos y cortos.
—Está muy mal —se preocupó Adam, de rodillas—. Deberíamos…
No pudo terminar la frase. Daniel abrió de repente los ojos y, sin reconocer quién o qué tenía delante, estalló en berridos tan descontrolados que parecieron nacidos de una locura absoluta. Tuvieron que sujetarlo entre los dos para frenar sus convulsiones. Sus alaridos retumbaron por toda la ciudad muerta de Londres, sin nadie, excepto ellos, que los escuchara. Un grupo de cuervos, repartidos entre los pináculos más cercanos del palacio de Westminster, graznaron inquietos y observaron con sus ojos profundos y negros lo que su primario instinto reconoció en seguida como una probable fuente de alimento. Hannah, que contemplaba la escena unos metros por detrás, tuvo que apartar la vista.
—En su mochila hay sedantes. ¡Cógelos! —lo urgió Efraím. Tenía las manos manchadas por la sangre que segregaban las quemaduras.
Adam siguió sosteniendo a Daniel con una mano y con la otra empezó a sacar de la bolsa algunas gasas y raíces, también unas cuantas jeringuillas, no todas estériles. Al fin, sin saber qué era exactamente lo que necesitaban, optó por darle la vuelta a la mochila y dejar que cayera todo al suelo. Diversos botes de plástico que contenían hierbas, cápsulas y líquidos de distintos tonos en su interior se apelotonaron en torno al resto de utensilios.
—Ése. —Señaló Efraím uno de los recipientes, afanado en contener los espasmos de Daniel—. El del líquido blanco es morfina. Pon cien miligramos en una jeringuilla e inyéctaselos en alguna parte de su cuerpo que no esté quemada. ¡Aprisa!
Adam se apresuró a hacerlo ayudándose con la boca y la mano libre. Varias gotas gruesas de sudor le recorrieron la espalda. Pese a encontrarse fuera del puente, la temperatura en el entorno seguía siendo sofocante. En cuanto tuvo la inyección preparada introdujo la aguja con cuidado en el antebrazo izquierdo del curandero. Éste siguió gritando y retorciéndose hasta que, a los pocos segundos, el sedante hizo efecto y fue sumiéndolo en un abismo profundo y silencioso. La cabeza le cayó a un lado, con los ojos entreabiertos, y de su boca empezó a manar un hilo espeso de saliva.
Adam y Efraím dejaron de sujetarlo, aunque no se movieron del sitio ni apartaron la mirada de él.
—Deberíamos dejarlo aquí —sugirió Gedeón, a un lado. Su voz sonó intranquila.
Adam no se había percatado de que estaba de pie, junto a ellos, desde hacía rato.
—De ningún modo —protestó el muchacho, que miró a Efraím—. No vamos a abandonarlo así.
El albino dudó.
—Sería lo mejor —terminó admitiendo, guiado por la lógica—. Va a morir de todos modos. Y no podemos hacer gran cosa por él excepto morir a su lado.
—¡¿Pero qué coño estás diciendo?! —exclamó Adam, sin poder dar crédito a lo que oía—. ¡Él ni siquiera quería cruzar este maldito puente! ¡No podemos desentendernos sin más!
La armonía se rompió en el grupo cuando Gedeón desenfundó de pronto su machete y dio un paso hacia el cuerpo moribundo.
—Yo acabaré con su sufrimiento si nadie más tiene agallas para hacerlo —gruñó.
Adam se incorporó con rapidez y se interpuso entre él y Daniel. Su primera reacción fue la de apuntarle con el rifle.
—Ni se te ocurra, joder.
Un hilo invisible de extrema tensión se materializó entre todos ellos.
Gedeón señaló a Daniel con el dedo.
—¿Sabes qué me dijo momentos antes de tropezar y caerse por el agujero? Dijo que mientras te curaba en esa casa, de noche, le confesaste que ibas a abandonarnos tras rescatar a tu puñetero hermano, y que le pediste que después te ayudase a matarnos mientras durmiéramos. Te tenía miedo…
Adam no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Es eso cierto? —intervino Efraím.
—Desde luego que no. —Apretó los dientes sin dejar de apuntar al desfigurado—. ¡Miente!
El albino desvió la vista hacia Hannah, que permanecía seria y callada, aunque siempre parecía saber transmitirle lo que pensaba con sólo mirarlo.
—Efraím, eres como mi hermano —declaró Gedeón, llevándose el puño al pecho—. Te aseguro que jamás te mentiría en algo así. Dame tu consentimiento y acabaré también con este crío. Es un traidor. No lo necesitamos a él, sólo su diario… No es de los nuestros —añadió con voz profunda.
—Inténtalo —lo desafió Adam, con el fusil en alto.
—Basta los dos. —Efraím dio un paso al frente y se colocó frente al desfigurado—. Es cierto, tú y yo hemos pasado por mucho juntos… —Hizo un ligero gesto de reconocimiento con la cabeza que aquél recibió con orgullo, aunque su expresión en seguida se ensombreció—. Pero ahora quisiera que enfundaras tu acero. No puedo aprobar lo que pides. Tú y yo —clavó los ojos en Adam— discutiremos luego. Por el momento baja el arma, no toleraré que apuntes a nadie más del grupo con ella.
El muchacho hubiese querido gritar de rabia. ¿Cómo el albino podía creer lo que dijera un asesino psicópata como aquél? Habría apostado su vida a que él fue el culpable de que Daniel cayera por la brecha y yaciera ahora en el suelo, medio muerto. No obstante, hizo lo que se le pidió.
—Mi antigua casa está muy cerca de aquí —dijo a continuación, resignado, mientras se agachaba de nuevo junto al curandero—, a algo más de un kilómetro. Quisiera llevarlo hasta allí y decidir su suerte entonces, no aquí… Por favor —añadió.
Efraím asintió.
—Me parece bien. Sigues siendo nuestro guía. Mientras tú no lo olvides yo tampoco lo haré.
Gedeón intentó no reflejar su inquietud cuando recogieron el cuerpo del suelo. Dudaba de que en ese estado tan lastimoso llegase a despertar de nuevo. Si lo hacía, tendría que encargarse de callarlo de forma permanente, pensó.
Para repartirse el peso muerto, Adam y Efraím le pasaron ambos brazos sobre sus respectivos hombros, de modo que los pies le arrastraban por el suelo una vez echaron a andar. Al muchacho le hubiese gustado poder moverse más rápido y llegar cuanto antes, pero entre Daniel y el equipaje que llevaba a cuestas parecía que sus botas estuvieran recubiertas de plomo. La avenida diáfana en la que se encontraban tenía su origen a los pies del Big Ben, justo donde terminaba el puente, y su gris soledad se prolongaba a través de la devastación de los edificios del núcleo urbano. Un cartel borroso y agujereado que yacía en el suelo de una de las fachadas le recordó a Adam su nombre; se trataba de Victoria Street. De pequeño la había recorrido miles de veces, cuando ofrecía una imagen cosmopolita y muy diferente a aquélla, llena de comercios y turistas fotografiándolo todo.
A su izquierda, fueron dejando atrás la abadía de Westminster y sus jardines convertidos en capas de barro y arena, llenos de pancartas amarillentas y ennegrecidas con mensajes de otra era, de cuando la gente se movilizaba en masa para protestar ante el palacio del Parlamento.
Hannah se puso en seguida en cabeza, con una flecha preparada en el arco, para asegurarse de que los cruces con las calles perpendiculares permanecieran libres de amenazas inesperadas.
Gedeón, por su parte, se mantuvo el último, sin apartar los ojos de la espalda del muchacho. Hubo un momento, cuando nadie le prestaba atención, en que observó su gruesa mano y se palpó el rostro.
«Paciencia —sonrió—, su cara pronto será mía».