Después de vislumbrar la señal al otro lado que indicaba que Adam y Hannah también habían cruzado, Daniel, a regañadientes, se dispuso a intentarlo.
—Será mejor que vayas detrás de mí y que pises donde yo pise —le sugirió a Gedeón, antes de adelantarse.
No le gustaba en absoluto el modo en que el albino había ignorado sus advertencias. Si al final todos conseguían cruzar el puente de una pieza sería una hazaña casi irrepetible, producto del más improbable azar. A los pocos metros de trayecto el calor ya era difícil de soportar. Se volvió para observar al desfigurado, que lo seguía sin pronunciar palabra; de hecho, aún no le había hablado en lo que llevaban de expedición. Eso tampoco le gustaba; que lo hubieran emparejado con él era un hecho aún más humillante. A pesar de las altas temperaturas, mirar a aquel hombre le producía escalofríos; en sus ojos siempre se reflejaba un alma enferma y una maldad incorregible.
—Deberías estar atento al suelo… —le aconsejó, al comprobar que, incluso en esos momentos, no apartaba la vista de él.
Pero Gedeón no le respondió ni dejó de observarlo. Daniel, agobiado, se preguntó qué clase de pensamientos dementes estarían pasando por su cabeza. Intentó no pensar demasiado en ello, ni en lo mal que se sentía, así que se centró en sortear con cautela los peligros de la calzada. Para evadirse, ocupó su mente en tratar de mostrar sus respetos al puente; a cada saltito o paso corto que daba le suplicaba en susurros que no se derrumbara, que les permitiera cruzarlo. A veces el suelo vibraba y Daniel notaba cómo su corazón se encogía. A pesar de su incipiente miedo, todo fue bien hasta que llegaron a la mitad del recorrido, donde se vieron obligados a detenerse. A través de un formidable agujero ascendía una columna de humo de igual magnitud. No se había percatado de esa brecha cuando estudió el viaducto desde el lateral de la calle. Seguramente se tratase del bloque de asfalto que habían oído desprenderse minutos antes, cuando eran el muchacho y la chica quienes cruzaban.
—Mucho cuidado aquí. No hay que pisar fuerte —dijo sudoroso. Le gustase o no, Gedeón era su compañero y debía advertirle. Su rostro de preocupación se acentuó a medida que fue observando la cantidad de grietas y fisuras que yacían alrededor del boquete central—. Un mal paso y estamos muertos…
—¿Quién está muerto aquí? —gruñó Gedeón a su espalda.
Daniel lo miró con timidez, tragó saliva y, sin poder dejar de temblar, empezó a caminar como si lo hiciera sobre una cuerda floja. Recordó que unos cuantos años después de la guerra, en una ocasión, de noche, tuvo que atravesar junto a otros cuatro hombres un campo de minas termosensoriales. Estaban perdidos y, tras estudiar bajo la luz de una linterna los mapas, todos dedujeron que aquél era el único camino posible para poder alcanzar al día siguiente el primer puesto de control al sur de Canterbury. No supieron dónde se metían hasta que ya fue demasiado tarde. De los cinco que formaban la expedición, sólo él tuvo la suerte de lograr superar el tramo embarrado. En medio de la oscuridad de la noche empezó a ver de reojo destellos de luz teñidos de rojo, acompañados por gritos efímeros que se ensordecían en el acto por las correspondientes ondas expansivas. A medida que aquello ocurría, no tuvo el valor de pararse a mirar los restos de sus compañeros, ni siquiera de preguntarse cuál de ellos era el que en esos momentos se acababa de desintegrar. Sentía sus pantalones húmedos de orina y sabía que, en el fondo, desde el instante en que conoció la naturaleza del terreno que estaba pisando no hubo nadie más con él; se encontraba solo. Fijó la vista al frente, apartando la ética y los principios morales de su cabeza hasta que, al fin, cuando alcanzó el otro extremo y comprobó que nadie lo seguía, cayó de rodillas y un llanto incontrolado descendió por sus pómulos cubiertos de barro y sangre.
La sensación que experimentó al cruzar la parte central del puente lo transportó por completo a aquel momento traumático del pasado. «Me encuentro solo —pensó otra vez—. Solo con este psicópata en el peor sitio donde uno puede estar». El hecho de hallarse aislados entre las barreras de humo sin que sus compañeros pudieran verlos lo hacía sentir aún más inseguro.
Tras sortear, concentrado, la brecha que Adam había dejado a su paso, Gedeón, desde atrás, pareció molesto con algo. Daniel se volvió y se topó con la cara malhumorada del desfigurado observando su pie derecho: se le había quedado trabado entre una grieta del asfalto y estaba intentando, imprudente, tirar con la pierna para liberarse.
A Daniel se le congeló la sangre.
—¡Quieto, no sigas! —Hizo un gesto urgente con las manos para que parase.
Gedeón lo miró con desdén.
—Yo te ayudo… te ayudo, ¿de acuerdo? —siguió diciendo, angustiado, y fue acercándose a paso lento, con la lengua inquieta entre los labios. Se agachó junto al gigante con cautela y observó la postura de su pie: el talón se le había hundido en el asfalto sobrecalentado.
—Date prisa, brujo, o salgo a la fuerza —gritó Gedeón, impaciente.
—Si intentas sacar la pierna sin más, esta superficie también se va a desprender y nos caeremos. —Lo miró desde abajo—. Y yo no soy ningún brujo… —añadió.
El desfigurado masculló algo ininteligible, aunque pareció entrar en razón. Daniel, con mucho cuidado, empezó a escarbar en el asfalto voluble y quebradizo que rodeaba su pie. El suelo quemaba y hubo un instante en que soltó un grito y tuvo que apartar rápido la mano. Le dolió más cuando vio que tenía el guante carbonizado y dos dedos chamuscados, en carne viva.
—Creo… creo que ya está… —murmuró. Se sentía mareado; los gases y el intenso hedor a azufre casi no le permitían respirar—. Ahora no hagas ninguna tontería —le advirtió mientras retrocedía hacia atrás con lentitud—. Trata de dar un paso adelante de forma suave… muy suave… —repitió, del todo atento a su movimiento.
Gedeón le hizo caso, por primera vez en su rostro se intuyó cierto interés, levantó el pie despacio y dio un pequeño paso. Daniel, que a punto había estado de sufrir un colapso nervioso, se irguió y respiró tranquilo cuando vio que avanzaba más de un metro sin que el suelo se desprendiera.
El gigante tensó la comisura de sus labios mutilados y formó una mueca monstruosa que no se parecía en nada a una sonrisa.
—Por poco… —bufó con sarcasmo.
Daniel también forzó una sonrisa.
—Sí, por poco… Ahora sigamos. Y a ser posible evita acercarte a todas estas brechas —señaló justo detrás del gigante, donde precisamente había una de un tamaño considerable.
Gedeón volvió el rostro para mirarla pero no mostró intención de apartarse.
—No… —Negó con la cabeza—. No… Antes de continuar quiero agradecerte que me hayas salvado… —Le tendió una mano.
—No es necesario —dijo Daniel, incómodo, al ver sus dedos llenos de callos y magulladuras—. Podrás hacerlo cuando terminemos de cruzar.
—¿Es que no quieres ser amigo de Gedeón? —insistió éste, en apariencia decepcionado, sin apartar el brazo.
Daniel lo miró un par de segundos. No quería pecar de exceso de confianza ni tener formalidades con él, ni entonces ni nunca, pero algo le advertía de que si lo rechazaba iba a verse en problemas, del tipo que uno luego ya no puede contar.
—Está bien —aceptó al fin, y se la estrechó—. De nada. —Fingió cordialidad—. Acepto tu gratitud… y sí, somos amigos.
Fue a soltarse, pero Gedeón se mantuvo firme y lo agarró con fuerza.
—Suéltame —dijo angustiado, casi sin voz. Tenía la boca seca por el calor y el miedo—. Debemos seguir.
—Aún no —se negó el gigante—. Necesito preguntarte algo.
—N-no me hagas daño, por favor —tembló Daniel.
—Quiero que me describas qué se siente.
El curandero quiso liberarse de nuevo, pero fue inútil. Gedeón le apretaba tan fuerte la mano que le hizo crujir los dedos.
—¡Por favor, déjame ir! —imploró—. ¡Suéltame!
El gigante lo miró de una forma perversa, y en ese instante sus macabras intenciones fueron reveladas. De repente tiró del brazo endeble de Daniel, lo atrajo hasta él y lo suspendió sobre la brecha que había a su espalda. El grito del curandero pasó del sobresalto inicial al dolor más insoportable cuando su cuerpo quedó colgado en el aire y entró en contacto con el vapor candente que ascendía por el orificio.
—¡Grita! —vociferó Gedeón sin soltarle el brazo, mientras dejaba que se quemase vivo—. ¡Grita más fuerte! ¡Más!
La agonía de sus berridos estalló sobre la combustión del fuego subterráneo. Hubo un momento en que sus miradas se cruzaron de manera fugaz; una de tremendo sufrimiento, la otra de auténtica locura.
—Voy a contarte un secreto —le confesó excitado, mientras Daniel seguía retorciéndose y chillando como un animal torturado—. No sé por qué hago esto… pero me hace sentir jodidamente bien.
Aguantó unos segundos más viéndolo sufrir y se dispuso a soltarlo. Pero no lo llegó a hacer: una mano salió de la nada y agarró a Daniel con exactitud y agilidad, frustrando su intento de arrojarlo al foso de lava.
Gedeón se volvió con los ojos inyectados en sangre. No había oído llegar a nadie. Se sobresaltó y se apartó rápido al ver que se trataba de Efraím. Éste, con la expresión fría como el acero, tiró del cuerpo destrozado y flácido del curandero para ponerlo a salvo, fuera de la combustión letal. Tenía quemaduras graves en ambas piernas y el abdomen. Gran parte de la ropa se había derretido y adherido sobre la piel ensangrentada. Seguía vivo, aunque había perdido el conocimiento.
—¡Se cayó! —gritó el desfigurado—. ¡Lo juro! ¡Tropezó y no pude hacer nada!
Efraím no se detuvo a escucharlo. En silencio, cargó el cuerpo humeante de Daniel sobre su hombro y se lo llevó fuera del puente.