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Hacía demasiado rato que los tres se habían reunido en el lado oeste del puente y esperaban, atentos, callados, a que Daniel y Gedeón apareciesen entre la espesa humareda…, algo que no llegó a ocurrir. El muchacho tuvo un mal presentimiento, una sensación que lo obligó a vigilar al frente con la expresión sombría, sin mover un solo músculo, segundos antes de que en la distancia estallaran los alaridos de dolor del curandero.

Efraím lo miró, carente de emociones, casi de vida.

—No me sigas —le advirtió.

Todo sucedió muy de prisa. El albino se precipitó hacia el puente, guiado por los gritos de Daniel. Éstos se volvieron escalofriantes; transmitían una agonía tan perturbadora que dolía en los oídos.

Adam no estaba dispuesto a quedarse de brazos cruzados, de modo que, a pesar de la advertencia del albino, tuvo la instintiva reacción de seguirlo. Se sorprendió cuando Hannah lo agarró rápido de la ropa para frenarlo.

—¡Suéltame! ¡Tengo que ir! —gritó el muchacho.

La chica lo cogió entonces del antebrazo y negó, nerviosa, con la cabeza.

—¡Pero están en apuros! ¡Pueden morir! —Señaló hacia la plataforma. A Efraím ya no se lo veía, engullido por el torbellino de vapores. Ella siguió negándose, y esta vez lo agarró con ambas manos, contundente.

¿Por qué diablos reaccionaba así?, pensó.

—¡Suéltame, Hannah! —gritó. Se zafó y echó a correr.

—¡NO! —oyó de repente a su espalda.

Fue un sonido fugaz, tan frágil y puro como el tacto de una brisa cálida, pero tan poderoso como el del primer trueno que rompe la calma en un cielo de tormenta.

Y eso sí lo detuvo.