27

La formidable semicircunferencia del London Eye se alzaba por encima de los edificios y las ruinas de la ciudad, carente de orgullo, como el esqueleto gigantesco de una criatura prehistórica. El despuntar del sol arrancaba fugaces destellos en algunos vértices de su metal abrasado. Pudieron divisar gran parte de su envergadura mientras avanzaban por la silenciosa Balham High, y de nuevo tras torcer por la comercial avenida de Clapham Road, que conducía hacia el nordeste. Sin embargo, a medida que recortaban distancias con la abadía de Westminster el aire fue oscureciéndose, hasta el punto de transformar el día en una noche química. Los vapores negros procedentes del Támesis se extendían y devoraban las calles más cercanas como una maldición. Su textura ardía, y llegó un momento en que empezó a quemarles en la piel. Daniel y Hannah comenzaron a toser y, al poco rato, todos optaron por protegerse el rostro con el tapabocas y los anteojos. Efraím volvió a cubrirse con su capucha; normalmente la llevaba puesta en los momentos de más luz o de más calor. De ahí en adelante, les costó sortear los escombros, así como los árboles caídos, cuyos restos yacían carbonizados unos sobre otros a ambos lados de la calle.

Adam fue el primero en trepar por una gran acumulación de tierra y maleza que bloqueaba la calle y que, debido a su acentuada pendiente, casi conseguía vedar el paso. Una vez arriba se secó el sudor de la frente y depositó la mochila junto a sus pies para echar una rápida ojeada de trescientos sesenta grados. La avenida entera parecía una jungla de cristal, ceniza y suciedad, castigada por la inmundicia desapacible de la civilización muerta. La destrucción era interminable; los fuegos del pasado habían ardido con una violencia excesiva en aquella zona. Todo, desde las fachadas de los edificios hasta los interiores de los locales y tiendas se mostraban negros como la antracita. Se sorprendió cuando, abajo a la izquierda, a pocos metros del montículo de escombros, le pareció reconocer los vestigios de un restaurante donde, de pequeño, él y sus padres iban a cenar a menudo… aunque un segundo después ni siquiera estuvo seguro de que tales recuerdos fueran reales; su memoria se había diluido tanto en el tiempo que le era imposible identificar algo con certeza.

El ruido de unas botas pisando los deshechos lo hizo girarse. Vio a Hannah, que era la siguiente en subir. Le tendió la mano para ayudarla, pero ésta lo ignoró y trepó por el último tramo sin demasiadas dificultades. Una vez arriba, la chica se subió los anteojos a la frente y lo miró con cierta desfachatez.

—Intentaba ser amable —le explicó el muchacho, sin terminar de creerse que ella pudiera haberse molestado por eso.

Hannah lo ignoró de nuevo y observó en silencio al resto, que se encontraba por la mitad de la pendiente, con Efraím en la cola. Volvió a cubrirse el rostro y, con determinación, empezó a bajar por el otro lado.

—Pero qué coño le pasa… —gruñó Adam para sí mismo. Recogió su mochila y, pensando en que era la mujer más extraña que había visto en la vida, descendió tras ella hasta el siguiente tramo de calle.

Continuaron adelante, manteniendo la distancia unos con otros, aunque sin perderse nunca de vista entre ellos. Cruzaron por el centro del triste y castigado estadio del Brit Oval. Despojado ya de la mayoría de sus muros y gradas, sería del todo irreconocible para cualquiera que lo hubiera contemplado en su época gloriosa. En la pista, donde antes se extendía una capa verde de césped, ahora yacía un gran cráter nacido de las bombas del pasado, como un testigo silencioso y certero del poder del átomo. A partir de allí, todo fueron barrios y parques quemados, con plagas de cucarachas y ratas asombrosamente grandes como única compañía.

Transcurrida media mañana de trayecto escarpado, Hannah y Adam fueron los primeros en rodear las ruinas del hospital de St. Tomas y aparecer por fin ante la explanada este del largo puente de Westminster. Lo primero que les llamó la atención fueron los boquetes de la calzada; eran tan grandes que costaba creer que aún se mantuviera en pie. A derecha e izquierda de su estructura, decenas de columnas de humo negro ascendían desde el cauce seco del Támesis como cascadas invertidas que, ahí arriba, sustituían el cielo azul por un mar de vapores oscuros y cobrizos. En el aire se mecían infinidad de partículas ardientes que acarreaban un intenso olor a azufre. Y allí, sin más remedio que sentirse insignificantes, fijaron la vista al frente, al extremo opuesto, y contemplaron, boquiabiertos, el exorbitante palacio del Parlamento. Su arquitectura gótica se erguía a duras penas, perecedera en el tiempo. Las partes de los muros que no habían sido destruidas o quemadas exhibían líneas de pináculos dorados, tan llenos de mugre que no captarían los rayos del sol aunque los cielos volvieran a despejarse. Algunas estatuas de los antiguos reyes cubrían la fachada, sucias y mutiladas como muñecos monstruosos. A la izquierda, enroscada en lo alto del mástil roto de la Torre Victoria, ondeaba la tela quemada de la bandera de Inglaterra. Y justo enfrente, la colosal torre del Big Ben, cuyo reloj se había detenido hacía mucho tiempo, rascaba el cielo con su cima roída e incompleta.

A pesar de que sabía lo que se iba a encontrar, Adam sintió una profunda tristeza al ver el palacio en aquel estado, con tanto lujo de detalles desastrosos.

El resto del grupo no tardó en reunirse con ellos. La atmósfera ígnea teñía de rojo los rostros de todos ellos, que, al detenerse, también parecieron querer guardar un minuto de silencio al contemplar de cerca, y con un nudo en la garganta, cómo el orgullo del antiguo corazón de Londres había sido mancillado de forma irreversible.

Daniel fue el primero en reaccionar. Dio unos pasos al frente y estudió con ojo crítico la mutilada superficie del puente, sus múltiples grietas y agujeros. En seguida pensó en lo inviable que resultaría intentar andar por allí más de dos metros en línea recta. Por cada una de sus cicatrices ascendían también finas espadas de humo. Con expresión sombría, fue hasta el reborde izquierdo de la calle para poder observar los pilares. Luego se asomó por encima de los restos del muro para mirar abajo, hacia el cauce seco del río, y su rostro se tensó.

—Dios santo… —exclamó, como si viera algo imposible—. ¿Po-podéis venir un momento? —masculló.

Adam y Efraím se acercaron. Hannah y Gedeón se quedaron vigilando la calle.

Su reacción al mirar hacia abajo también fue de completo desconcierto.

—Qué… demonios es eso —masculló Adam, con el gesto contraído.

Había imponentes brechas en el lecho del río, como si fueran ventanas mostrando el mismísimo infierno tras de sí. Muy por debajo de ellas, podía verse un mar de lava que galopaba imparable por las profundidades de la tierra, a través de un submundo de rocas y fisuras. Con el tiempo, el calor de ese fuego líquido había ido derritiendo parte del cauce, liberando de forma inagotable todo ese vapor al exterior. Sin duda, aquel día Adam estaba topándose con las visiones más impactantes de toda su vida.

—Me extrañaba que mi padre apenas hablara sobre las columnas de humo en su diario, tan sólo una breve advertencia de que nuestra piel no debe entrar nunca en contacto directo con ellas. Ahora sé por qué.

—¿Y del puente? ¿Hay algo que debamos saber antes de cruzarlo? —preguntó el albino.

—Sí… —contestó, sin poder apartar la vista. La dantesca y vertiginosa perspectiva de aquel abismo lo atraía e intimidaba a partes iguales—. El hormigón se ha vuelto frágil, se quebranta a cada paso. Menciona que se debe ir por el centro en la medida de lo posible, y que jamás crucen más de dos personas a la vez.

—No es de extrañar —apuntó Daniel—. Apenas se sostiene en pie. Además de los primeros impactos, lleva sufriendo desde hace años temperaturas demasiado elevadas. Las corrientes de convección que se generan sobre su superficie son extremas. Andar por él será como hacerlo entre arenas movedizas ardiendo. Fijaos: tres de los siete arcos están gravemente dañados. Y el calor ya ha fundido dos de ellos, ahí y ahí. —Señaló dos espacios vacíos donde ya no había pilares ni suelo donde sostenerse—. Tendríamos una oportunidad con tres pilares fuertes repartiéndose el peso, pero no con dos… Con dos sólo, no. Es un milagro que siga existiendo. Escuchad. —Alzó las manos como si pidiera una dosis de sentido común—. Tal vez parezca un cobarde, pero es una locura poner un pie en este puente. Más nos vale que haya otro modo de cruzar.

Adam negó con la cabeza.

—El puente de Lambeth era el más cercano, podía verse a un kilómetro al sur, pero se derrumbó totalmente durante la guerra. Hay otros a lo largo del río, aunque están muy lejos y su estado es incluso peor que éste. La única forma de cruzar sin demorarnos como mínimo dos días más es por aquí.

—Yo lo haré primero —intervino Efraím, con la mirada fija en los pilares. En sus pupilas danzaba el reflejo rojizo de las brasas subterráneas—. Cargaré con gran parte de nuestro equipo. Una vez consiga atravesarlo y compruebe que es seguro, tendréis que repartiros el peso por parejas. Hannah y Adam serán los siguientes. Daniel, tú irás con Gedeón.

Adam asintió, pero Daniel se puso nervioso.

—Insisto, no es una buena idea. —Dio un paso hacia el albino—. N-no lo es… Deberíamos buscar una alternativa. Tal vez podríamos ir hacia el norte, analizar el estado de los otros puentes… Estoy convencido de que…

—No podemos permitirnos perder tanto tiempo para comprobar algo que ya sabemos —lo interrumpió Efraím. En su interior, Adam estuvo de acuerdo con eso.

—Me niego a cruzar por aquí, ¡maldita sea! —se escandalizó el curandero.

El albino, sin dejar de estudiar la estructura dañada, dijo:

—Tienes razón…, empiezas a parecer un cobarde. Aunque en breve tendrás la oportunidad de demostrar que te equivocas. Inténtalo y vive, o muere solo. —Lo miró de tal forma que lo hizo enmudecer. A continuación, dio media vuelta y fue a explicarles el plan al resto.

Adam no supo qué decir ante la incómoda situación que se generó.

—Fui obligado a venir por mis conocimientos sobre medicina y física —remarcó Daniel, abatido—. ¿Para qué coño los necesitáis si mi opinión no os sirve?

—Tan sólo tenemos que cruzarlo una vez —trató de tranquilizarlo el muchacho—. No tiene por qué salir mal.

—Tú lo ves como un solo trayecto de ida, yo veo más de trescientos metros sobre una superficie inestable y letal —replicó, pálido. Negó con la cabeza y fue a reunirse con el resto—. Que Dios nos proteja…

Frente a la calzada del puente, Efraím repasó el plan con el grupo una vez más. Luego cargó sobre su espalda y ató a su cintura el equipo de Hannah y de Daniel, además del suyo propio. No puso objeción cuando Adam le dijo que prefería quedarse con su mochila. Gedeón tan sólo llevaba encima su machete y lo que había en sus bolsillos, así que el albino ni siquiera le propuso portar su carga.

—El humo que sale de las brechas del puente me ocultará a intervalos de vuestro campo de visión. Si todo va bien no debería tardar en cruzar más de lo que llevamos aquí parados. Cuando llegue al otro lado os haré una señal desde aquel punto. —Señaló un pedestal que había a la derecha de la explanada opuesta. Sobre él sólo quedaban los pies de una estatua arrasada.

La expectación se apoderó de sus rostros cuando el albino, una vez listo, se dirigió hacia el puente y se agachó para colocar la palma desnuda de su mano sobre el primer tramo de asfalto, como si quisiera sentir su textura y vibraciones. Entonces, sin detenerse, empezó a caminar sobre él y a sortear los escombros con la lividez de un fantasma. Su cuerpo no tardó en desaparecer de la vista, engullido por la negrura de las primeras humaredas. Cuando volvieron a ver su silueta se encontraba ya en la mitad de trayecto; a Adam le pareció que había transcurrido una eternidad. Oyeron chasquidos y el ruido de piedras cayendo al vacío. Efraím se ocultaba y cuando ya empezaban a temer lo peor, siempre aparecía de nuevo entre brincos ágiles y rápidos. Su figura se volvía más pequeña cada vez que se dejaba ver en la distancia. Al cabo de unos quince minutos, tal y como les había dicho, vieron cómo su sombra estilizada se erguía sobre el pedestal del lado opuesto y les hacía una señal con el brazo.

Hannah se recogió la coleta. Adam también se preparó y ambos se miraron de forma tácita; era su turno.

El muchacho respiró hondo cuando echó a andar. Imaginó que Caleb se encontraba en algún punto más allá de ese puente. Los que lo raptaron, por fuerza tuvieron que pasar por allí. Eso le dio valor.

Lo primero que sintió cuando se adentró en la calzada fue un calor tan asfixiante que, a pesar del tapabocas, el aire caliente le quemaba en los pulmones. A través de sus anteojos vio cómo todo se volvía trémulo de repente; las corrientes sofocantes del cauce del Támesis distorsionaban la materia en forma de espejismos. A su derecha, por encima del paraje, sobresalía el armazón incompleto del London Eye, más grande y cercano que nunca; tras la cortina de gases vibraba como si un temblor fuera a derrumbarlo definitivamente. Un huracán de ceniza roja azotaba la superficie que pisaban. Cuando llegaron al primer gran agujero, el humo que ascendía por él era tan denso que la visibilidad en el entorno disminuyó de forma drástica. Hannah le tocó el hombro a Adam y le hizo una señal para que lo sortearan por el flanco izquierdo, en el derecho había demasiados tramos inexistentes de asfalto. Lo rodearon pasando entre los esqueletos de unos coches y en seguida trataron de recuperar el centro de la vía. En ese punto el resto del grupo ya no pudo verlos; se encontraron aislados entre barreras hostiles de humo y calor. Seguir avanzando no les costó tanto como decidir por dónde hacerlo; el suelo estaba repleto de boquetes de distintas envergaduras. A cada paso, a cada pequeño salto… el asfalto sobrecalentado crujía y amenazaba con desintegrarse bajo sus pies. Cuando alcanzaron la mitad del recorrido, empapados en sudor, el calor se incrementó de forma insoportable. Adam se percató entonces de que el suelo se reblandecía. Levantó las botas y observó, nervioso, varias tiras viscosas; la goma de sus suelas se estaba derritiendo.

—¡Hay que darse prisa! —le gritó a Hannah, que iba un par de metros por delante.

Intentó acelerar el paso, pero tuvo que detenerse en seco cuando se oyó un fuerte chasquido y el trozo de superficie que pisaba se sacudió con violencia. Hannah también se paró y ambos se miraron. Adam, con el corazón en un puño, sintió cómo de repente la gravedad tiraba de él; la porción de asfalto bajo sus pies se desprendió y se inclinó hacia abajo. Las vigas internas de la calzada se doblaron como el barro húmedo, pero no llegaron a ceder, lo que impidió que cayera al vacío. Al muchacho no le había dado tiempo a saltar y se dio de bruces contra el suelo en suspensión, se deslizó hacia abajo medio metro, hasta que la fricción de su cuerpo lo frenó. La pendiente aún no era lo suficientemente inclinada como para hacerlo caer, aunque eso podía cambiar en cuestión de segundos. Se quedó inmóvil. Si intentaba trepar de vuelta a la calzada perdería el agarre y el bloque de hormigón podría inclinarse más o desprenderse del todo.

Sintió cómo la proximidad del fuego le quemaba las piernas. Quiso gritar a Hannah para que lo ayudara, pero no le hizo falta; ésta apareció rápida por encima de su cabeza. De un modo interno y fugaz, a Adam le sorprendió encontrarse con su rostro de preocupación. Ella tendió el brazo para agarrarlo y tiró hacia atrás con cuidado. El muchacho consiguió apoyar mejor los pies y trepar, pero al hacerlo el bloque de hormigón crujió con fuerza y se inclinó aún más, lo que lo arrastró de nuevo hacia abajo. La gravedad volvió a actuar, esta vez implacable, dispuesta a llevárselo. La situación pronto se tornó crítica. Adam quedó medio suspendido en el aire, sin sitio donde apuntalar las botas. Ambos tuvieron que hacer acopio de todas sus fuerzas y medios para intentar superar aquella trampa letal, hasta que en el último segundo, Hannah consiguió tirar de él con los dos brazos, exhausta. Eso le dio al muchacho la oportunidad de colocar un pie en uno de los rebordes y tomar impulso. Echó su cuerpo hacia adelante justo cuando la placa de suelo desprendida rugía como un monstruo y se precipitaba al vacío. La inercia los hizo caer juntos hacia atrás y rodar sobre el asfalto en un abrazo involuntario, que culminó con ella tumbada encima de él. Transcurrieron unos instantes de insólito silencio, ambos sin moverse, sin apartarse la mirada, tan sólo recobrando el aire el uno a escasos centímetros del otro, antes de que Hannah reaccionase: se hizo a un lado y se puso en pie.

En sus ojos se adivinaba cierto rubor.

Adam hizo lo mismo.

—Gracias… —dijo, intentando aún recuperar la respiración.

Hannah asintió escueta, tal vez incómoda, como sorprendida de algo que no esperaba. Así que prefirió actuar como si aquel contratiempo no hubiese tenido lugar y retomó en seguida la marcha. Adam tenía chamuscadas algunas partes de su pantalón. Se sacudió rápidamente la ceniza de la pierna y la siguió. Él también agradeció el hecho de tener que ocupar su mente en superar el tramo que quedaba de plataforma. Los últimos metros resultaron más sencillos. No entendía muy bien la sensación extraña que acababa de experimentar tras el despliegue de adrenalina, cuando sus cuerpos se juntaron por accidente. Pero se dijo que aunque la chica llegase a dirigirle la palabra algún día, él jamás le hablaría de ello.