Volvía a ser de noche. Adam se encontraba en la calle, ante la casa marcada con el círculo rojo; Gedeón, frente a él, embestía la puerta con todo el peso de su cuerpo, pero ésta no cedía. Cada uno de sus golpes provocaba un ruido ensordecedor que llegaba como un martillazo a la mente del muchacho.
Echó un vistazo al caos repentino de las calles. Todo transcurría a su alrededor como a cámara lenta. Las personas corrían de un lado a otro despavoridas, huyendo de algo. Por todas partes se oían gritos de niños, hombres y mujeres que se mezclaban con los aullidos agudos de algo que, hacía escasos minutos, había surgido de la nada. Varios fuegos se alzaban desde las casas y refugios del distrito y llenaban el aire de virutas ardientes. Algunos hombres, con la expresión desencajada, se cruzaban con otros y les advertían, aterrados, algo acerca de unas espantosas criaturas procedentes del mismísimo infierno, pero nadie parecía saber con exactitud lo que estaba sucediendo, tan sólo se seguían unos a otros mientras intentaban alejarse todo lo posible de los aullidos y los incendios. Adam divisó a lo lejos sombras muy rápidas abalanzarse sobre la gente y arrancarles la vida igual que hienas hambrientas. Aquella noche, algo completamente nuevo, temible y lleno de maldad, había aparecido en la superficie del Yermo…
Gedeón se volvió hacia él y masculló:
—¡Ayúdame, hijo! ¡Aprisa!
Adam sintió su pulso acelerarse; aquella voz no sonaba como la del desfigurado. De pronto, una chispa encendida llegó por el aire y le impactó en el pómulo izquierdo. Sintió abrasarse la carne de su mejilla. Cerró con fuerza los ojos y se frotó la cara; le escocía. Al abrirlos, descubrió asombrado que era su padre el que intentaba echar abajo la entrada de la casa. Y ya no estaba en Trinity Road, junto a la puerta marcada con el círculo rojo. Ahora se encontraba en el asentamiento de Bexley, al este de Londres, ante el primer refugio exterior donde se cobijó con su familia tras el año de cuarentena que pasó bajo tierra, en una época en la que los supervivientes de la hecatombe no necesitaban vivir en las alturas o aislados tras gruesas murallas, en la que aún podían salir de noche y sólo temían a la radiación y al hambre.
—¡A qué esperas! —gritó histérico Noah—. ¡Tu madre y tu hermano están encerrados ahí dentro!
Adam se apresuró a ayudarlo. No tendría más de quince años pero ya era un muchacho alto y fuerte, más que la mayoría de los chicos que había conocido en el asentamiento.
Ambos golpearon al unísono la puerta. Estaba cerrada por dentro. La madera, sin embargo, era frágil y no tardó en resquebrajarse.
Su padre llamó a su familia, muy asustado:
—¡Katherine! ¡Caleb! —vociferó una y otra vez—. ¡Caleb!
Pero en el interior nadie contestó.
Al fin consiguieron echar la puerta abajo. Padre e hijo cruzaron el salón, lleno de grietas y muebles rotos, y subieron por la escalera a toda prisa. Los peldaños crujieron bajo el peso de sus botas.
—¡Katherine, tenemos que irnos, debemos huir hacia el sur! —gritó su padre, al tiempo que llegaba enronquecido hasta la puerta de la habitación del segundo piso.
Al abrirla se detuvo y el mundo pareció pararse con él. Adam, que llegó justo detrás, vio cómo su expresión se volvía tan rígida como la de un cadáver. Echó también la vista al frente y se encontró con algo difícil de comprender y de encajar: su madre intentaba quitarle la vida a Caleb con sus propias manos. El pequeño tenía la cara amoratada y su cuerpo se sacudía con fuertes espasmos; lo estaba asfixiando.
—Dios mío… —se horrorizó Noah—. Dios mío, Kate, ¡No! ¡NO! —Corrió para apartarla, pero ella gritó y se resistió con todas sus fuerzas.
—¡Tengo que hacerlo! —exclamó, sin dejar de apretar el cuello del pequeño—. ¡Qué clase de mundo es éste para crecer! ¡Dímelo, Noah!
En un arrebato desesperado, él la rodeó por la cintura y tiró de ella de forma brusca y desafortunada. Katherine, que se vio arrancada del cuerpo de su hijo, se precipitó hacia atrás y se golpeó la parte trasera del cráneo contra la pared de piedra. Adam, paralizado, vio cómo se desplomaba. De la cabeza empezó a manarle un lago de sangre que se extendió por el suelo hasta los pies de la cama. El muchacho quiso gritar, pero no pudo hacerlo, fue incapaz de apartar la vista de los ojos de su madre, tibios, posados en un vacío infinito. Noah, desencajado, cayó de rodillas y se arrastró hasta ella. Le sostuvo la cabeza entre los brazos y pronunció su nombre con voz quebrada. Los ojos se le inundaron de lágrimas, y cuando comprendió lo que había hecho, soltó un grito de dolor tan intenso que a punto estuvo de enloquecer. Caleb, sobre la cama, se retorcía y tosía con fuerza para recuperar el aire mientras, en la calle, los gritos de la gente y los aullidos no cesaban…
Fueron esos mismos aullidos los que despertaron a Adam de golpe, pese a que llevaban toda la noche presentes. Tenía la ropa empapada en sudor. Tardó unos segundos en ser consciente de que no estaba reviviendo aquel episodio sombrío de su pasado; sólo se trataba de otra de sus pesadillas. Procuró tranquilizarse al reconocer el lugar donde se encontraba: en la buhardilla del refugio, junto al grupo, a salvo de los Nocturnos… Sobre él tenía uno de los sacos de dormir puesto a modo de manta. Hannah dormía en el interior de otro, cerca de Efraím, que permanecía sentado en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared. Con la escasa luz de la estancia, Adam no pudo distinguir si el albino dormía o se mantenía despierto, inmerso en algún estado de reflexión interna. No vio a Gedeón, aunque supuso que no se habría movido del otro lado de la habitación. El pequeño curandero yacía cerca del muchacho, tiritando de frío al no tener nada con que taparse. Adam no recordaba en qué momento se quedó dormido, e imaginó que Daniel, tras curarlo, esperaría a que lo hiciese para cubrirlo con el saco. Se destapó, ahora lo molestaba y le daba demasiado calor, y lo colocó con cuidado sobre su cuerpo. El hombrecillo, inconsciente, se estremeció y dejó de temblar.
Aún debían de faltar un par de horas para que amaneciese, pero dudaba que pudiera dormir más; los sonidos hostiles del exterior no lo dejarían. Además, la herida cosida empezaba a palpitar y volvía a dolerle. Sin hacer ruido, agarró la linterna dinamo del suelo y extrajo de su mochila el diario de su padre.
Se disponía a iluminar los siguientes fragmentos que hablaban del paso por las ruinas de Londres cuando se le ocurrió volver la vista hacia donde se encontraba Efraím. El cuerpo entero del albino era una sombra. Poco a poco, deslizó el halo de luz por el suelo, hasta llegar a sus botas y su ropa. Alumbró su rostro y se topó con que él también lo miraba con ojo crítico.
—Yo que tú no enfocaría con esa linterna tan a la ligera, y menos cerca del ventanal —murmuró. Entre las manos tenía una especie de tubo pequeño de color negro. Adam no distinguió bien lo que era.
—Lo siento. —La apartó en seguida. Sintiéndose estúpido, volvió su atención al diario y se dedicó a leerlo en silencio.
Cada vez que los cimientos de la casa crujían, Adam levantaba la cabeza de las páginas y esperaba hasta estar seguro de que no eran Ellos colándose por la planta baja. Entonces continuaba leyendo. De vez en cuando también se oían ruidos aparatosos procedentes de fuera; objetos metálicos que chirriaban contra el asfalto, como si algo estuviera arrastrando pesados contenedores, pero Efraím no reaccionaba ni se alteraba cuando eso sucedía, así que supuso que no había motivo para preocuparse. Finalmente, la noche transcurrió sin mayores contratiempos y, minutos antes del alba, los sonidos de la calle fueron apagándose. Adam se puso en pie y fue a contemplar, a través del ventanal templado, cómo el mundo recuperaba poco a poco su fantasmagórica paz. Los primeros rayos de sol empezaron a dar forma al frente entrecruzado de edificios y casas devastadas. Y no tardaron en distinguirse de nuevo los vapores negros de alrededor del Támesis; se recortaban sobre la tierra gris y se elevaban hacia el cielo, hasta que las altas corrientes de viento borraban su rastro. Pese a que siempre los había divisado a lo lejos, desde los límites de la Veguería, no fue hasta aquel momento que el muchacho sintió verdadera inquietud por su origen; se preguntó qué demonios serían.
—¿Qué crees que ocurrió? —mencionó de pronto el albino, sentado en su rincón—. ¿Por qué no estaba la llave en su sitio?
—No lo sé. —Adam se encogió de hombros—. Puede haber mil explicaciones.
—Verás, a mí sólo me interesa una…
—Entonces, cuando dé con ella serás el primero en saberlo —contestó. Luego respiró hondo y cambió de tema—. Caleb no tiene más que doce años. No está preparado para esto…
—Créeme, ahora mismo su mayor problema no es el mundo triste y asolado que tienes ante tus ojos.
Adam apretó los puños.
—Los mataré —masculló, presa de una rabia repentina—, mataré a todos los hijos de puta que se lo han llevado.
—En ese caso reza para que los interceptemos por el camino. Si llegan hasta Nottingham, a sus laberínticas calles y fábricas, tus deseos de venganza deberán ser menos ambiciosos —repuso Efraím. Luego añadió—: Recoge tus cosas. El período de luz ha comenzado. —Se levantó y, uno a uno, se encargó de despertar al resto del grupo.
Una vez en la calle, todos se ajustaron sus mochilas y comprobaron su equipo y armamento. El escenario no tenía nada que ver con el día anterior. La basura sintética había sido aplastada o arrastrada por el suelo; los restos metálicos de los vehículos yacían en un lugar distinto, hasta las grietas en el asfalto parecían haber aumentado de número, como si la calle entera hubiese sido sacudida por la furia de un tornado. Efraím tampoco vio el cuerpo del Nocturno muerto, tan sólo algunos huesos inclasificables. Multitud de cucarachas correteaban por la avenida, atraídas por la brisa matutina que transportaba el hedor de los excrementos.
Daniel no tenía muy buena cara, tosía y era evidente que había pasado una mala noche. Hannah se recogió el pelo hacia atrás y se hizo una coleta. Todos parecían esperar a que Adam iniciase la marcha y los sacara de aquel tétrico emplazamiento.
—¿Y bien…? —dijo Efraím, que miró al muchacho—. Has estado leyendo el diario gran parte de la noche. ¿Qué ruta debemos seguir?
Adam se encaró hacia el cruce de la avenida.
—Tomaremos Balham High en dirección norte —señaló. Había un tono extraño en su voz—. Existe un lugar en el antiguo corazón de Londres donde tendremos que detenernos. Mi padre guardaba allí un material que necesitaremos más adelante.
—¿Qué clase de material? —preguntó—. Espero que no te moleste mi suspicacia, pero entenderás que si tenemos que desviarnos para recoger algo, esta vez prefiero no encontrarme con sorpresas.
Adam miró al grupo. Por la expresión de sus caras, alguna más adusta que otra, todos parecían estar de acuerdo con el albino.
—Son baterías, tarjetas de seguridad y… —tensó los labios— una llave.
Gedeón lanzó un bufido.
—¿Una llave…? —repitió Efraím, elevando de forma casi imperceptible una ceja.
Adam asintió.
—No nos llevará demasiado tiempo.
El albino miró a Hannah, que le hizo un gesto asertivo con la cabeza.
—Está bien… —dijo—. Entonces en marcha.
Retomaron el viaje. Llegados al cruce, torcieron a la derecha y siguieron por Balham High Road hacia el norte.
Efraím, que no se apartó de su lado, le dijo:
—¿Vas a contarme qué lugar es ése exactamente?
—Un edificio… —respondió el muchacho, sin apartar la vista de la calle; a lo lejos, su gris recorrido se fundía con el cielo—. Se encuentra en Buckingham Gate. En él está el apartamento donde yo crecí.