Una vorágine de alaridos surgió desde varios puntos de la ciudad y ensordeció el mundo. Debía de haber cientos de Nocturnos emergiendo en esos momentos desde las profundidades de Londres para llenar el reinado de la noche.
Adam se apartó de la puerta.
—No es culpa mía… —dijo, nervioso, antes de preparar también su arma—. Las llaves tendrían que estar ahí. ¡No es mi culpa!
Ni en sus peores pesadillas habría imaginado oír a tantos a la vez, rugiendo como una auténtica plaga imparable. Se fijó de forma fugaz en la quietud desagradable con la que Gedeón lo miraba.
—No es mi culpa —insistió.
—Nadie ha dicho que lo sea —mencionó Efraím sin perder la calma, al tiempo que echaba un vistazo alrededor en busca de un plan alternativo—. ¿Cuánto tardarán en llegar hasta nosotros?
—La estación más próxima se encuentra a algo más de un kilómetro al norte, pero en este distrito hay muchas —masculló Adam, aún desconcertado.
—Eso nos da muy poco tiempo…
Multitud de chillidos se mezclaban de tal forma que parecía el inicio de un nuevo cataclismo; un alzamiento atronador y furioso que no hacía más que propagarse y frustrar cualquier intento de sacar conclusiones; era imposible saber por qué calles se acercaban o desde qué esquinas aparecerían… Tal vez por todas a la vez.
Daniel se tapó los oídos con las manos, como si estuviera oyendo la voz de la mismísima muerte.
De pronto, Efraím dejó de estudiar las posibles alternativas para fijar su atención en el autobús. Se acercó para tocar sus hierros calcinados y comprobó que fueran firmes. Satisfecho, guardó su arma, tomó impulso y empezó a trepar por ellos. Bajo la atenta mirada de todos, en un par de movimientos ágiles consiguió colocarse sobre el techo.
—¿Qué estás haciendo? —se inquietó Adam. Subirse allí no les iba a suponer ninguna ventaja; las criaturas les darían caza igualmente.
—Creo que podré alcanzar la ventana abierta del segundo piso. —El albino señaló hacia la casa desde su posición elevada—. Trataré de abriros la puerta desde dentro.
Adam observó, incrédulo, la distancia que separaba el autobús de la ventana y le pareció imposible que alguien pudiera superarla de un salto. Quiso advertírselo cuando ya fue demasiado tarde: Efraím flexionó las rodillas, dio tres poderosas zancadas y, apurando hasta el último centímetro de la superficie del techo, efectuó un impresionante salto que acompañó con un grito de esfuerzo desgarrador. Su silueta se mezcló un breve instante con el cielo del ocaso y a punto estuvo de caer cuando alcanzó, por muy poco, el alféizar de la ventana; una mano le resbaló y tuvo que rectificar con rapidez para no caer. Al fin, consiguió sostenerse con las manos y los pies presionados contra el muro. Adam contempló boquiabierto cómo escalaba el tramo que quedaba hasta el hueco y desaparecía en silencio por la negrura del segundo piso. La ventana se cerró una vez estuvo dentro.
Hannah, por primera vez, varió su semblante inexpresivo y perfiló una media sonrisa que indicaba que ya le había visto hacer algo parecido con antelación. Adam pensó que debía de confiar mucho en el albino, ya que en ningún momento se había mostrado inquieta o aterrada. El resto se quedó a la espera, aunque de forma tácita fueron reagrupándose en torno a la puerta, sin perder de vista la calle. El asfalto vibraba, las paredes de las fachadas retumbaban con el eco de los gritos cada vez más cercanos. Medio minuto más y tal vez sería el fin.
Transcurrieron los segundos sin que desde el interior de la casa les llegara ningún ruido ni señal.
Gedeón rugió, airado, y desenfundó su machete.
Adam apretó con fuerza el rifle entre sus manos… Habría jurado que a través de los hierros del autobús acababa de ver una forma plateada moverse veloz por el cruce de la carretera en dirección sur. El chasis calcinado los ocultaba parcialmente y el Nocturno no debió de haberse percatado de la presencia del grupo. No tardaría en hacerlo. Los demás ya casi estaban ahí; el primero que pasara por delante los vería. El muchacho presionó aún más la espalda contra la entrada de la casa. Casi dio un traspié cuando, de repente, el cierre de la puerta emitió un chasquido metálico y ésta se abrió hacia dentro. Se volvió sobresaltado. Cubierto por las sombras del recibidor, vio a Efraím llevarse el dedo índice a los labios indicando silencio. Entonces les hizo un gesto con la cabeza para que entraran.
Todos se deslizaron hacia el interior sin perder ni un segundo, excepto Gedeón, que escupió sobre el asfalto antes de entrar. El albino cerró la puerta con sumo cuidado y una oscuridad total los invadió. Durante unos instantes tan sólo respiraron, respiraron…
—¿Creéis que nos han visto? —sonó la voz asustada de Daniel.
—No, aunque pronto sabrán que nos encontramos cerca —se oyó susurrar al albino—. A partir de ahora silencio absoluto.
Desde el otro lado de la puerta empezó a oírse un sinfín de roces, gemidos y ruidos metálicos, como si unas cuantas criaturas avanzaran por encima de los restos de los coches. Los Nocturnos ocupaban ya la calle.
Adam hizo frotar el fósforo contra la lija y la llama de una de sus cerillas iluminó por debajo las caras tensas de Hannah, Daniel y Efraím. Se volvió. Gedeón permanecía a su espalda, inmóvil, mirándolo con ojos gélidos. Los tonos anaranjados crearon sombras tortuosas entre las mutilaciones de su cara.
—¿Acaso el mocoso quiere matarnos a todos? —pronunció el desfigurado con insolencia. Se rozó el lateral del rostro con la punta de su machete—. Sigo queriendo algo de ti…
—Gedeón, si lo que quieres ahora es vivir, cállate… —El albino masticó las palabras.
Gedeón esperó un par de segundos antes de hacerse a un lado. Adam, molesto, dio un paso al frente e iluminó el pasadizo. Al fondo había unas escaleras abatibles que ascendían hasta el segundo piso, aparte de eso, nada; todas las puertas de esa primera planta habían sido tapiadas con argamasa y en su lugar sólo se dibujaban unas densas manchas grises.
Efraím se adelantó hacia la escalera. Al pasar junto a Gedeón se detuvo, como si fuera a decirle o a reprocharle algo, pero no lo hizo; continuó por el pasillo. El resto lo siguió con extremo sigilo hasta el piso de arriba. Una vez allí, Adam dejó caer la cerilla al suelo. La segunda planta era una buhardilla amplia y cuadrada, sin separaciones. Aquella noche la luna brillaba especialmente y su luz conseguía colarse de forma tenue a través de los cristales tintados; lo suficiente como para no estar del todo a oscuras. Se fijó en que todas las paredes estaban forradas con goma fonoabsorbente. En la estancia no había nada excepto tres sacos de dormir esparcidos por el suelo.
«Uno para Caleb, uno para mi padre y otro para mí…», pensó Adam con una punzada de melancolía.
Después de recoger con sumo cuidado la escalera y tapar el suelo con la trampilla, el grupo se repartió por el altillo; Adam se sentó en una esquina, la herida en el pómulo le dolía tanto que sólo encontró cierto alivio si cerraba el ojo izquierdo. Daniel se acercó y se agachó junto a él.
—Déjame curártela —dijo en voz muy baja mientras abría su faltriquera y sacaba una pequeña linterna dinamo, de la cual hizo girar la manivela e iluminó el interior de la bolsa.
Adam no se negó. El hombrecillo fue extrayendo el material necesario para aplicarle la cura: hilo de coser, gasas y líquido desinfectante.
—Te dolerá… Procura no gritar. —Hizo una mueca como excusándose.
—He pasado por cosas mucho peores… —murmuró el muchacho, y cerró los párpados.
—Como todos… —Con cuidado, deslizó sobre su piel el algodón húmedo de alcohol para limpiarle la sangre seca—. Te diré algo: yo voy a morir en este viaje.
Adam permaneció en silencio.
—Sólo tienes que mirarme —continuó diciendo—, no pesaré más de cien libras. El Yermo no está hecho para gente como yo, no señor.
—¿Entonces por qué aceptaste unirte al grupo?
Daniel se detuvo un segundo, con la aguja y el hilo entre sus manos.
—¿Crees que tuve elección?
Adam abrió los ojos.
—Siempre hay elección. No somos bestias enjauladas.
—No todos… —Negó con la cabeza—. Morir aquí o hacerlo en la Guarida, ésas fueron mis opciones… En los asentamientos como del que procedo, negarse a hacer cosas mata.
—Entonces lo siento… Sé de lo que las personas son capaces. Por eso mi hermano y yo vivíamos solos —murmuró con rostro serio.
Daniel le dedicó una mirada triste.
—Algunos creen que tú lograrás guiar a la gente, cambiar el mundo —repuso, tan vacío de esperanza que sus palabras sonaron como un reto imposible a oídos del muchacho.
—Yo sólo quiero recuperar a mi hermano. El único motivo por el que estoy aquí es por él. —Su rostro se endureció—. He perdido la fe en el ser humano, curandero. No malgastaré ni mi tiempo ni mis esfuerzos en algo en lo que no creo.
—Pues se espera mucho más de ti.
—No debería ser así. Yo no soy mi padre.
—No… —admitió Daniel—. Eres su legado. Tú preocúpate de vivir lo suficiente y el tiempo revelará cuál es tu verdadero destino. —Acto seguido le alzó la barbilla—. Por favor, no te muevas mucho, estamos casi a oscuras. —Clavó la aguja en su carne y, en silencio, comenzó a suturarle la herida.
Gedeón, por su parte, se acercó a los tres sacos de dormir, agarró uno de ellos y se lo enroscó bajo el brazo, de modo que ya sólo quedaron dos libres. En seguida se topó con la mirada fría del albino. El desfigurado esbozó una sonrisa cómplice con sus labios mutilados, pero al ver que no le era correspondida, su expresión volvió a ser la de antes. Caminó hasta la esquina opuesta de donde se encontraban Adam y Daniel y extendió el saco en el suelo. Al sentarse sobre él, la oscuridad del rincón lo cubrió casi por completo; sólo una fina línea blanquecina le iluminó la franja de los ojos durante un fugaz instante, antes de echar la cabeza atrás y desaparecer entre las sombras.
Efraím decidió ignorarlo y fue hasta los ventanales tintados. Allí se quedó, de pie, contemplando la calle; ellos no podían verlo desde fuera. Hannah también se acercó y se puso a su lado.
Los Nocturnos se movían nerviosos a lo largo y ancho de la calle; era evidente que ya se habían percatado del paso reciente de humanos. La mayoría avanzaban por el suelo como arañas plateadas, sin rumbo fijo, al tiempo que lo olisqueaban todo. Algunos aullaban, otros se habían subido a varios entarimados y restos de coches y contemplaban, bamboleantes, el resplandor de la luna y las estrellas, erguidos sobre sus patas combadas. Muy cerca de la casa hubo uno que se abalanzó sobre otro sin motivo aparente y, como si de golpe hubiese enloquecido, empezó a atacarlo con violentos zarpazos y dentelladas. El agredido intentó defenderse, pero, en el acto, dos más lo rodearon y también arremetieron contra él. No tardaron en despedazarlo allí mismo, mientras berreaba de dolor. Luego, con las garras y las fauces manchadas con su sangre, los tres que lo habían atacado se mezclaron con el resto y dejaron lo que quedaba del cadáver tendido sobre el asfalto.
Hannah miró a Efraím, taciturna.
—Perciben mi presencia, más que cualquier otra —murmuró el albino, sin apartar la vista del cuerpo destrozado de la criatura—. Y no lo soportan…
La chica cogió su mano con delicadeza y apoyó la cabeza sobre su hombro.
Adam, mientras Daniel terminaba de coserle la herida, se fijó en ese gesto.
Ni él ni ella se movieron de la ventana hasta bien entrada la medianoche.