24

Empezaba a anochecer.

—Ya deberíamos verlas —murmuró Adam, pálido, mientras observaba los edificios altos a su alrededor, que recordaban a oscuros acantilados erosionados por tormentas de arena—, deberíamos ver alguna de las puertas marcadas con un círculo rojo. —Sus palabras rompieron el silencio que desde hacía rato envolvía al grupo.

Efraím iba en cabeza, junto al muchacho, y se fijó en el mal aspecto que presentaba.

—¿Sabes? Tienes motivos para sentirte afortunado. Nadie sobrevive a un encuentro con los Nocturnos. Pero a ti te han hecho sangrar ya dos veces y en ambas has vivido para contarlo. Si es que algún día quieres contarlo…

Adam le dedicó una mirada breve —hacía tiempo que había desistido de averiguar cómo el albino sabía tantas cosas—, y siguió estudiando la periferia con semblante serio. Lo que en aquellos momentos le preocupaba de verdad era que las indicaciones de su padre no fueran válidas. Si así era, todos estarían muertos en menos de una hora.

—Tendrías que dejar que Daniel echase un vistazo a tu herida. Por tu olor y el color de tu piel es evidente que tienes mucha fiebre.

—Podrá hacerlo cuando encontremos uno de los refugios que menciona mi padre en los planos… —respondió. Lo cierto es que la herida en el pómulo le quemaba como si le hundieran en la carne un hierro candente, pero no podía pensar en otra cosa que no fuera dar con una de esas puertas.

—Lo hará. Te curará —afirmó Efraím, antes de adelantarse y dejarlo atrás—. No permitiré que seas tú, precisamente, el que nos complique las cosas.

Llevaban recorridos cerca de treinta kilómetros de colinas suavemente onduladas y ruinas escarpadas. Bajo la luz verdosa del sol, en ningún momento se habían desviado de las marcas de la carretera que conducía hacia al norte. Siguiendo su curso, atravesaron parques y campos marchitos engullidos por el desierto; caminaron a la sombra de autopistas elevadas que, en algunos tramos, mostraban brechas tan monumentales que a Adam se le hacía un nudo en la garganta al alzar la vista y contemplar sus destrozados esqueletos de hierro y hormigón. El camino también los llevó a adentrarse en pequeños municipios fantasma, como el de Sutton, cuyo cartel de bienvenida se mecía entre la niebla de su solitaria plaza principal.

Fueron momentos tensos y de extrema precaución cuando se vieron obligados a mezclarse con la calma total que reinaba en el interior de sus calles. A medida que avanzaron por los restos calcinados del municipio, fueron abordados varias veces por sonidos extraños, afilados, que nacían de todas partes, como si algo oculto en las entrañas de aquellos barrios deshabitados estuviera molesto por recibir la repentina visita de un puñado de humanos.

—No se os ocurra deteneros… —murmuró Efraím, con la vista fija en las casas que los rodeaban. Adam casi podría jurar que los huecos oscuros de las ventanas susurraban al verlos pasar—. Y, sobre todo, no se os ocurra echar a correr…

Nadie vio nada más allá de lo que su mente les hizo imaginar, pero cada uno de ellos siguió al pie de la letra las palabras del albino, y ninguno respiró tranquilo hasta que hubieron atravesado los arrabales del tenebroso pueblo de Sutton.

Al mediodía, un ave solitaria graznó mientras surcaba el cielo. Era la primera que veían; no era muy común encontrar aves por el territorio, ni siquiera por la Veguería. Hannah no desperdició la ocasión; se subió a un montículo de tierra, extrajo su arco y una flecha del carcaj y, con ojo experto, apuntó en la dirección que se movía el pájaro. La flecha silbó y alcanzó al animal con certeza, que cayó al suelo desde varios metros de altura. Adam pensó que él habría sido incapaz de acertar ese tiro, ni siquiera con su fusil. Se detuvieron cerca de unas rocas el tiempo justo para hacer un fuego y cocinar la presa. Tras comer en silencio, llegó la tarde y más kilómetros por recorrer. Sin embargo, las fuerzas para seguir adelante se fueron mitigando. El halo sombrío y desafiante que los había acompañado desde que se adentraron aquella mañana en la Zona Prohibida, y que ninguno de ellos habría podido entender o explicar, parecía ya pesar demasiado sobre el grupo. Las tierras con las que se habían topado desde entonces resultaban en todo caso perturbadoras y extrañas, llenas de vapores que ensuciaban el aire y de una dejadez y una quietud tan absolutas que, se mirara donde se mirase, era evidente que llevaban décadas sin ser pisadas por el hombre.

Con la llegada del declive, cuando los tonos violetas del cielo bañaban sus caras lánguidas y cansadas, todos se sentían ya demasiado aturdidos. Algunos se formulaban, inquietos y en silencio, la pregunta de si existirían en realidad esos puntos seguros.

A esas alturas nadie se atrevía a pensar lo contrario.

Gedeón se frotó los ojos; le picaban. Llevaba rato jadeando profundamente; Hannah y Daniel caminaban unos metros por detrás, cabizbajos, aunque siempre alerta, sin hacer apenas ruido.

—No lo entiendo —insistió Adam, mientras volvía a mirar el plano de calles plasmado en el diario. Sobre el papel había cruces repartidas muy cerca de donde se suponía que estaban pasando—. Ahí enfrente está el Támesis —señaló. Tres kilómetros al norte, un contorno largo y árido, desprovisto de vida, agua y peces, cruzaba serpenteante las antiguas construcciones urbanas. Sobre su eje se alzaban diversas columnas de humo negro y, en torno a él, se extendía una ciudad muerta, repleta de palacios decadentes, estructuras dañadas y puertos olvidados—. Y la avenida ancha de ahí delante que cruza la carretera no puede ser otra que Trinity Road —añadió—. Deberíamos ver ya alguna de las casas marcadas por mi padre, maldita sea.

—¿Y se puede saber qué coño vamos a hacer si no encontramos ninguna de esas puertas? —gruñó Gedeón desde atrás—. El sol se oculta, mocoso.

Adam no le contestó; ni siquiera lo miró.

Puede que Efraím también se sintiera cansado, aunque, curiosamente, no parecía sufrir las consecuencias del desgaste físico; se mostraba igual de fresco que durante la mañana. El albino se adelantó unos metros y se detuvo justo en el centro del cruce con Trinity Road. Era una avenida diáfana que ofrecía una perfecta vista periférica de sus hileras de casas de estilo victoriano, pese a que no todas se mantenían en pie. En una esquina se reconocía a duras penas el edificio gris de la estación de Tooting Bec; su techo se había derrumbado sobre los cimientos y la entrada permanecía sellada al exterior bajo toneladas de escombros. Alguien tuvo que demolerla en el pasado con alguna clase de explosivo. Al menos era una estación de la que no tendrían que preocuparse, pensó mientras le echaba una rápida ojeada.

Invadido por aquel enorme espacio abierto, Efraím giró sobre sí mismo, taciturno, para estudiar el desorden que reinaba en el distrito. Las ventanas de algunas casas seguían abiertas y sus cortinas, chamuscadas, oscilaban hacia afuera como sombras burlonas. Algunos papeles amarillentos, cuya tinta se debió de borrar muchos años atrás, se mecían con suavidad sobre el asfalto. Se fijó en los excrementos que había esparcidos por el suelo y dedujo, inexpresivo, que aquel cruce se trataba de un lugar frecuentado por los Nocturnos durante sus oscuras peregrinaciones. Veinte metros a su izquierda, un autobús yacía quemado sobre la acera; su parte delantera se había empotrado contra una vivienda de la que ya sólo quedaba un montón de ruinas. Lo observó fijamente cuando le pareció distinguir algo a través de sus hierros negros y abrasados. Se acercó para rodear su monstruoso chasis de metal. Justo detrás descubrió otra de las tantas casas adosadas de dos pisos con cristaleras; las ventanas de la planta de arriba habían sido tintadas y una de ellas permanecía medio abierta. Se fijó en la puerta. Se conservaba en buenas condiciones, y extendió la comisura de los labios en una sonrisa al verlo. Ahí estaba: un círculo rojo difuminado por la intemperie.

Se apresuró a volver junto al grupo y señaló hacia la casa.

—Nuestro refugio se encuentra detrás de ese autobús. Id hacia allí, no nos queda tiempo —miró a Adam—. Tu padre estaba en lo cierto.

El muchacho asintió y corrió para verlo con sus propios ojos. Tan pronto se topó con la marca en la puerta, una sonrisa de alivio le cruzó el rostro. No sólo habían hallado un lugar seguro donde descansar y guarecerse, también era una prueba categórica de que lo que decía el diario era cierto, de que podían fiarse perfectamente de las anotaciones que su padre había plasmado en él. De algún modo, aquello fue como volver a tenerlo a su lado…

Abrió de nuevo el diario por la parte donde hablaba de esos primeros refugios.

Gedeón se plantó delante de la casa, subió los tres escalones y empujó la puerta con el hombro, pero ésta no cedió; permanecía cerrada a cal y canto. El grupo intercambió una mirada tensa, excepto Adam, que seguía leyendo con apremio las explicaciones de su padre. El gigante pareció impacientarse y volvió a empujar con más fuerza; las venas del cuello se le hincharon como cables por el esfuerzo. Al ver que no conseguía abrirla le dio un golpe fuerte con la mano. Acto seguido, retrocedió unos pasos, jadeante, para coger carrerilla y arrollarla.

—¡Espera! —le gritó Adam en el último momento—. ¡Hay otra forma! De este modo la romperás y nos encontrarán.

—Gedeón está harto de esperar. —Se detuvo un segundo, con la intención de proseguir—. ¡Gedeón no acepta órdenes de un mocoso!

—¡¿Por qué no me escuchas?! ¡He dicho que existe otra forma! —Se desesperó ante aquella estupidez mientras sujetaba el diario en alto.

—¡Gedeón! ¡De mí sí las aceptas! —intervino Efraím, autoritario—. Y te exijo que te alejes de esa puerta.

El desfigurado frunció el ceño, se volvió y caminó hacia él, despacio. Resoplaba cuando acercó su horrible rostro a pocos centímetros de la cara del albino.

—¿Es que ahora estás de su parte? —masculló con palabras cargadas de desprecio—. Gedeón se pregunta si Espectro ha olvidado quiénes son sus amigos…

Efraím, que medía un palmo menos que él, no apartó la mirada. Aborrecía cuando el gigante se enfurecía y hablaba de sí mismo en tercera persona.

—¿De verdad quieres desafiarme? —mencionó con voz fría.

Por un momento, Gedeón pareció vacilar.

—Podría… —gruñó. Al fin se apartó, malhumorado, y dedicó una expresión de odio a Adam.

El muchacho agradeció con la mirada el juicio del albino y avanzó hasta el muro de la casa. Allí se apresuró a palpar los ladrillos rojos del costado izquierdo de la puerta. Después hizo lo mismo con los del lado opuesto.

—Mi padre cambió todos los bombines de las casas seguras —explicó, concentrado—. La llave tiene que estar escondida tras uno de estos ladrillos…

La luna empezaba a perfilarse en el firmamento y las sombras se desdibujaban sobre el asfalto; apenas quedaba ya un resquicio de luz diurna en el entorno.

Adam seguía enfrascado en su tarea cuando, de repente, por el este, llegó un primer aullido que cabalgó entre las calles sin vida con la rapidez de un fantasma. Acto seguido estallaron más. Daniel, que sudaba de manera copiosa, se puso nervioso y miró en derredor. Hannah preparó su arco, extrajo una flecha de su carcaj y adoptó una posición defensiva; Efraím hizo lo mismo con su ballesta de mano.

—Date prisa, chico —murmuró este último sin mover ni un músculo.

Adam trató de alejar de su mente los angustiosos recuerdos que le traían aquellos sonidos terribles y estridentes. No dejó de palpar con urgencia las paredes, hasta que deslizó la mano por encima de un ladrillo bajo que pareció moverse ligeramente. Se agachó. Con dedos nerviosos lo extrajo todo lo rápido que pudo y metió la mano en el hueco.

Su cara se transformó en un gesto de completo estupor cuando llegó hasta el fondo y comprobó que no había nada dentro.