23

Era una noche hermosa y argentada, con miles de estrellas que centelleaban en la opacidad del cielo, apenas mancilladas por unas pocas nubes cuyas formas componían poemas visuales que daban pie a la imaginación.

Bañado en tinieblas, Adam las contemplaba en silencio desde la plataforma exterior de su casa; aguardaba el momento en que su lento transcurso diese paso al esperado amanecer. En la superficie del Yermo, a cuatro metros por debajo, decenas de siluetas de ojos pardos no dejaban de observarlo… Ahora Ellos ya estaban más tranquilos. Durante las primeras horas de oscuridad se habían dedicado a rodear la casa con la vista alzada, nerviosos. Aullaban excitados al olisquear el aroma de la carne humana que acarreaba el aire. Ni siquiera entonces el muchacho les prestó atención. Por encima de la multitud de bramidos que reclamaban su sangre, él, desde un principio, tan sólo contempló, imperturbable, cómo el crepúsculo cabalgaba solemne sobre la bóveda celeste.

Minutos antes del alba, las siluetas fueron abandonando su sitio paulatinamente, como si un sexto sentido les advirtiera del inminente despuntar de luz en el horizonte, en una peregrinación muda hacia las ruinas de la estación subterránea. Algunas echaban la vista atrás y gruñían, resignadas, para luego seguir rumbo a su caverna. Cuando los primeros rayos de sol acariciaron el desierto, tan sólo mostraron las marcas de sus garras grabadas en el terreno. Entonces, el muchacho examinó por primera vez la tierra bajo sus pies. Un pequeño contorno húmedo se dibujaba en la arena, justo debajo de él. Se palpó las mejillas; las sentía irritadas. Entonces recordó que había llorado por su hermano durante casi toda la noche y sus lágrimas, teñidas por la sangre de la herida en el pómulo, habían caído en el desierto, para desesperación de los Nocturnos.

Devolvió la vista al frente. El viento susurraba a lo lejos, danzando entre la nada.

«Es la hora», se dijo.

Sin más, entró en la casa, recogió la mochila del suelo, estudió su interior e hizo un recuento de las provisiones que había tomado del refugio de los Belicci. Luego se dirigió a la cocina y cogió todo lo que pudiera resultarle de utilidad. Las píldoras de yodo, la caja de cerillas y la hoja de la navaja fue lo primero que guardó dentro. También tomó su abrigo, que estaba junto a la mesa, con el botecito de cianuro en el bolsillo. En una esquina, llenó la cantimplora con las últimas reservas de agua de la cisterna. Mientras apuraba hasta la última gota, se preguntó si volvería a hacer uso de ella en el futuro. Lo más probable era que no. Se colgó el fusil al hombro y se detuvo un segundo para observar con nostalgia la vieja gramola que tanto le gustaba a Caleb. Debido a que llevaba varios días sin usarse, había quedado cubierta por una capa fina de polvo. Pasó una mano por encima para barrer una parte y luego la acarició; aquél era el objeto que más le recordaba a su hermano, pensó con pesadumbre. Por último, echó una última ojeada al interior del refugio; aquel montículo de maderas, piedra vista y planchas de metal había constituido su hogar durante años. Pero ahora tenía un aspecto diferente, triste, y mucho más vacío, no tanto en objetos sino en espíritu. Sintió una especie de vértigo en el pecho. Tenía miedo del porvenir, de dejar todo lo conocido y embarcarse en un viaje cuyo retorno parecía más imposible que alcanzar el sol. ¿Se habría sentido así su padre cuando partió hacia tierras desconocidas por primera vez? Tal y como él le había dicho en una ocasión, del miedo nacía el valor. Y ahora Adam debía ser más valiente que nunca.

Con paso firme salió de nuevo al exterior. Por mera costumbre, cerró la puerta con la piedra imantada. Después hizo deslizar la escalera y bajó por ella.

Cuando pisó tierra giró sobre sí mismo para observar la periferia. Estaba solo, nada lo esperaba debajo del refugio excepto el enorme manto extendido del desierto. Miró hacia el sur, pero aún estaba demasiado oscuro como para distinguir algo. Sintió cierta decepción, a la vez que una nueva punzada de temor. Al parecer tendría que cumplir su amenaza y partir solo sin esperar a nadie. Por un momento se arrepintió de haberle entregado tan a la ligera el diario a Frank. Aunque por otro lado, su padre hizo lo que hizo en el pasado sin ayuda de nadie; partió de cero. Tal vez él también lo lograra, si ése era su destino. Ni su vida ni su muerte importaban ahora, sólo importaba encontrar a Caleb y traerlo de vuelta, ésa era la única voluntad que iba a guiar sus pasos. Y si fracasaba en ello, al menos no lo haría siendo un cobarde.

Echó a andar en dirección norte, hacia las ruinas de Londres. Llevaba recorridos pocos metros cuando oyó el eco de una voz, apenas un suspiro en la lejanía, que lo hizo detenerse.

Se dio la vuelta, pero no consiguió ver nada.

—¡Viajero! —retumbó la voz en la madrugada.

Adam prestó más atención y estudió con ojo atento la negrura que aún engullía los páramos del sur. Entonces los vio; cuatro puntos que avanzaban con rapidez hacia su posición, como manchas solitarias sobre un cuadro abstracto y oscuro. Las manchas se volvieron siluetas humanas, que pronto dejaron de correr para andar a paso rápido. Adam distinguió al albino. Iba en cabeza, encapuchado con una túnica gastada y oscura que se enroscaba sobre su hombro y apenas se mecía con su forma de moverse, ágil y elegante. Para su sorpresa, la chica que estaba junto a Frank el día en que casi lo mataron en la Guarida iba justo detrás. Identificó también al desfigurado, Gedeón, así como a un tipo bajito con barba que Adam no había visto en la vida; estos dos los seguían bastante más alejados. Se sorprendió al experimentar algo parecido al alivio. Puede que no fuesen la mejor compañía para llevar a cabo su misión, y el hecho de que también viniera ese animal de Gedeón no le gustó en absoluto, pero aun así, no le quedó más remedio que admitir que con ellos tendría muchas más posibilidades de sobrevivir a su periplo.

Efraím se detuvo a un metro de él. Adam intuyó la forma de su pequeña ballesta bajo la túnica. Atados a la cintura llevaba unos grilletes. Se inquietó al imaginar para qué los traería. La chica se paró a su lado, armada con un arco de caza recurvado y un carcaj en la espalda. Era realmente atractiva, pensó el muchacho cuando la vio de cerca —aunque no varió su expresión ni un ápice—, más atractiva que cualquier mujer que él hubiera visto en años, puede que en la vida. Vestía con cueros y tejidos rotos de tonos grises y un cubrecuello oscuro que le caía sobre los hombros. Su mirada profunda y sus rasgos exóticos parecían rebelarse contra el mundo, en contraste con una melena rojiza cuyos mechones se sacudían a merced de las ráfagas de viento. Un sudor perlado salpicaba su tez morena y aún jadeaba ligeramente por la carrera. No pronunció palabra, igual que la primera vez que la vio.

Adam apartó de su mente aquel pensamiento.

—Habéis venido… —mencionó después, como si el hecho de tener compañía fuera algo trivial y sin importancia.

—Y tú has cumplido tu amenaza; estabas dispuesto a marcharte sin esperar a nadie… —repuso el albino, que clavó los ojos en él como si fuera capaz de ver en el interior de su alma—, ¿o me equivoco?

Adam desvió la mirada. Bien sabía que había parte de verdad en sus sospechas.

—¿Cómo habéis conseguido cruzar la Veguería siendo aún de noche? —preguntó.

Efraím se echó la capucha hacia atrás, descubriendo su piel de fantasma.

—Del mismo modo en que cruzaremos toda Gran Bretaña hacia el norte: con el guía adecuado. —Perfiló una ligera sonrisa. Luego sacó de su faltriquera el diario de cuero—. Toma. Necesitarás esto —dijo, y se lo lanzó a Adam, que lo encajó entre su pecho.

En aquel momento, Gedeón y el otro hombre llegaron algo sofocados y también se detuvieron junto al grupo. El muchacho no pudo evitar mirar al gigante con recelo.

—A Gedeón ya lo conoces… Tranquilo, no te causará problemas —apuntó el albino al imaginar su desconfianza. Gedeón gruñó de forma escueta, desenfundó su enorme machete, cuyo filo curiosamente estaba manchado de sangre reciente— sin duda había hecho uso de él durante el trayecto, —y lo limpió en sus ropas—. Creo que con Hannah también has coincidido en alguna ocasión. —Señaló a la mujer, tan silenciosa como un abismo—. El que nos acompaña es Daniel. Se ha ofrecido a venir, y posee conocimientos que nos pueden ser útiles.

—Pu-puedes llamarme Dan —tartamudeó el tipo bajito, que en absoluto daba la sensación de que se hubiese unido al grupo por voluntad propia—; es más rápido de pronunciar si hay algún peligro cerca —añadió con una sonrisa tímida—. Por cierto, esa herida del pómulo no tiene buen aspecto… Puedo examinártela luego… si quieres…

Adam no dijo nada. Se fijó en que le faltaban dos dedos de la mano derecha y el pulgar de la izquierda. Le hizo un gesto asertivo con la cabeza y se dirigió al grupo:

—Al anochecer deberíamos encontrarnos cerca del cauce seco del Támesis. Según las anotaciones de mi padre, a tres kilómetros al sur de la abadía de Westminster hay puntos seguros donde ocultarse de la noche.

—Eso es mucho trayecto para recorrer en un solo período de luz. ¿Acaso no lo sabía tu papaíto? —protestó Gedeón, desafiante, sin apartar la mirada de su machete, cuya hoja afilaba ahora con una piedra de mano que, al friccionarla, producía pequeñas chispas.

—No hay otra forma… —Se mantuvo firme en su decisión.

—Y así será —intervino Efraím, dando por zanjada la corta discusión. Dio un paso al frente y se puso en línea con Adam. Ambos se encararon hacia el caos arquitectónico que reinaba en el horizonte y lo observaron con semblante serio. El resto, excepto el desfigurado, que siguió ocupado en su menester con el cuchillo, hizo lo mismo. Durante unos instantes permanecieron en silencio, puestos en fila, asimilando la visión de lo desconocido, cada uno con sus propias reflexiones internas.

—Guíanos, viajero —pronunció de pronto el albino.

—Sí… —contestó Adam sin vacilar. Echó la vista abajo, al diario de su padre, y lo apretó con fuerza entre los dedos—. Sí, pongámonos en marcha.

Medio círculo solar ya asomaba sobre el cielo de levante cuando el grupo echó a andar para adentrarse poco a poco en las tierras hostiles del mundo inhabitado. No tardaron en cruzar la carretera y sobrepasar la frontera con la Zona Prohibida; un límite que ninguno de ellos había quebrantado desde antes de la Guerra. Adam se sintió extraño al dar un paso más allá del punto más lejano que había llegado a pisar; fue como desafiar a un gigante, como romper las leyes que habían regido su existencia. El aspecto de las ruinas que los rodeaban se volvió de repente mucho más amenazador y oscuro, como si una bruma mística las cubriera; la calidez de los últimos días descendió de golpe hasta convertirse en un frío espeso y estancado… o eso fue lo que percibió. Tan pronto dejó atrás el sector de la Veguería, por la mente de Adam pasó la fugaz idea de regresar algún día, de volver a pisar aquella tierra árida y arenosa que lo había visto madurar y convertirse en el superviviente que era ahora.

Aún desconocía que, ni para él ni para ninguno de los que lo acompañaban, ese hecho jamás se iba a volver a repetir.