Tras los primeros metros, la oscuridad del pasadizo se hizo tan intensa que, a pesar del silencio sepulcral que la acompañaba, parecía estar viva. Adam se adentró en ella unos pasos y se detuvo para agudizar los sentidos; el ruido de unas gotas de relente repiqueteaba a lo lejos, sobre las vías de cualquier túnel húmedo y profundo. Estudió el suelo a través de la lente del arma. El halo verde mostró una cantidad ingente de restos humanos —o de otra clase— que formaban un manto corrosivo de piel y huesos mutilados. El olor que lo envolvía, empujado por las brisas cavernarias, era como un castigo atroz para su respiración agitada, como una barrera invisible que, por sí sola, haría que cualquier hombre carente de una voluntad incorruptible girase sobre sus talones y saliera corriendo de vuelta al exterior, ahogado en arcadas.
Sin embargo, Adam contuvo las náuseas y avanzó de manera lenta y temerosa. La mugre y la humedad cubrían las paredes del pasillo como una segunda piel. Los muros descendían ante él en forma de tubo y se prolongaban hasta más allá del alcance de la visión nocturna; unas profundas tinieblas era lo único que se distinguía hacia el final de la pendiente. A Adam todo aquello le hizo sentir una sensación extraña de irrealidad y no pudo evitar moverse de forma tensa e imprudente. Maldijo por dentro cuando un trozo de cráneo crujió bajo el peso de su bota. Se paró un segundo para escuchar lo que le devolvía el silencio. Nada excepto el murmullo sordo del vacío. Pensó que, aunque resultara difícil, tenía que mantener la mente serena. Cada paso que diera, cada metro que recorriera de aquel mundo subterráneo podía ser el último si no era cauto. A saber dónde se escondían ellos. Puede que ya lo estuvieran observando con sus ojos pardos perfectamente camuflados tras los muros y conductos de ventilación; o bajo sus pies, en los pasos auxiliares y tapaderas de mantenimiento de la red del metro, abandonados por los operarios décadas atrás. Sintió un terrible escalofrío al imaginarse a su hermano siendo arrastrado por los Nocturnos túnel abajo.
Necesitaba tanto encontrarlo con vida…
A medida que fue adentrándose en las entrañas del pasadizo, también lo hizo en los albores de su propia locura. Empapado en sudor, movía el arma de un lado a otro en un intento por tener controlados todos los flancos. El círculo verde lamía el suelo y las paredes para luego expandirse y desaparecer cuando enfocaba a la lejanía. Un súbito chasquido lo hizo volverse para comprobar qué había a su espalda, y de golpe oyó otro estertor por delante que logró rasgar su entereza. No vio que nada se moviera y Adam, intimidado, temió estar perdiendo la cordura.
Avanzó unos pasos y se paró. Contuvo la respiración y agudizó el oído. Repitió el mismo proceso una y otra vez, hasta que, cuando ya casi había llegado al final del túnel, empezó a visualizar por delante una sala diáfana llena de escombros. Volvió la vista atrás. La luz se colaba por el hueco de la entrada, aunque ésta se intuía ya diminuta e inalcanzable.
¿Cuántos metros habría descendido? Bastantes más de los que hubiese jurado. No podía llevar mucho tiempo ahí abajo, pero aquella atmósfera claustrofóbica había conseguido desorientarlo por completo.
—Mil ojos tenía el diablo —empezó a susurrar, tenso como la cuerda de un arco, al acordarse del viejo proverbio que solía pronunciar su padre—, tantos como escondites salvaron al sabio…
Siguió recitándolo por la mera necesidad de mantener la cabeza ocupada en algo, hasta que se detuvo bajo el acceso a la gran cámara que había visto momentos antes.
Apoyó la espalda en la pared de una esquina y efectuó un amplio ángulo de barrido con el arma.
—Mil ojos tenía el diablo…
Debía de tratarse del antiguo vestíbulo de la estación. A través de los destellos verdes pudo comprobar sus enormes dimensiones. Había dos hileras de columnas agrietadas que se prolongaban a lo lejos sosteniendo un alto techo; toneladas de cemento y rocas se habían desprendido y ahora taponaban e impedían el acceso a ciertas zonas.
—… tantos como escondites salvaron al sabio…
Continuó estudiando la sala.
Algunos entramados aún en pie se camuflaban entre las ruinas y la suciedad. La poca definición de la lente apenas permitía distinguirlos, pero aun así identificó los travesaños y las persianas reventadas de un pequeño quiosco; justo al lado vio unas formas puestas en línea que recordaban de manera ambigua a los vetustos asientos donde los humanos del pasado esperaban a los trenes, ahora tan vacíos y olvidados. También creyó adivinar que el amasijo de aluminios y cristales que yacía aplastado por una gigantesca roca era en lo que se había convertido la cabina donde antaño se adquirían los billetes. De no ser por esos detalles, el lugar podría pasar por una cueva milenaria sellada al exterior cuyo suelo aún no hubiese sido pisado por el hombre. Adam alcanzó a ver también a la izquierda unas escaleras mecánicas que descendían hasta los niveles más profundos. Le costó distinguir que la materia oscura que en mitad de su camino ocultaba la visión de los túneles inferiores era en realidad una turbia superficie de agua estancada. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar que más abajo de ese manto freático todo permanecía inundado. Era imposible que pudiese sumergirse allí. No vería absolutamente nada, y si la falta de oxígeno no lo mataba lo harían ellos, o la misma contaminación del agua, que más bien parecía alquitrán. Su única opción era seguir adelante y rezar por encontrar a Caleb en algún rincón de aquella primera sala. Puede que ellos no lo hubiesen asesinado todavía; puede que lo mantuvieran prisionero. Ojalá estuviera en lo cierto, pensó con miedo a equivocarse. Tuvo que contenerse para no gritar su nombre cuando, con el corazón en un puño, dio un paso al frente, en contra de lo que clamaría el sentido común de cualquiera.
Sus botas pisaron suelo húmedo. Había alteraciones en el techo por donde se filtraban y caían solitarias gotas de agua aquí y allá. Por algunas de esas grietas también se colaban finísimas espadas de luz que no había divisado desde su anterior posición; su débil luminiscencia apenas lamía la silueta de algunos rincones.
Al pasar junto a la primera columna pisó algo resbaladizo, y al mirar al suelo dio un respingo. Sus ojos se toparon con una cabeza humana llena de sangre. Yacía cercenada a la altura de la mandíbula, rodeada de formas alargadas que debían de ser las entrañas de un cadáver que ya no existía. Aquellos restos llevaban poco tiempo allí; un rastro viscoso se prolongaba en dirección a las escaleras mecánicas. Durante un breve instante, el peso de la tragedia estuvo a punto de romper su alma en mil pedazos, pero sus ojos ya se estaban adaptando a la oscuridad y pudo comprobar, aliviado, que no se trataba de las facciones de su hermano, sino de las de un hombre adulto.
Trató de sobreponerse y siguió estudiando la sala con la respiración acompasada. Daba la sensación que desde cualquier rincón de las sombras nacería una amenaza desconocida y se abalanzaría sobre él. Conforme fue avanzando, procuró ocultarse entre los escombros. En silencio, escuchó con atención los sonidos a su alrededor y analizó su próximo desplazamiento. Aunque era como intentar ocultarse bajo el sol del mediodía, pensó. Si había alguna criatura allí lo vería por mucho que se escondiera.
Después de un rato de moverse en silencio dedujo que allí tan sólo existía una calma tenebrosa que bañaba multitud de restos humanos y manchas oscuras. Ni rastro de los Nocturnos, ni tampoco de Caleb…
La propia trayectoria de las ruinas lo obligó a pasar por delante del amasijo que era ahora la caseta de los billetes. Tendido en el suelo había un bulto ensangrentado cubierto por un camisón de mujer. Un mal presagio lo hizo acercarse para observarlo mejor. Pese a que el rostro del cadáver era irreconocible y sólo conservaba unos pocos mechones de pelo gris, supo en seguida de quién se trataba; había visto decenas de veces aquella pieza de ropa.
Se quedó helado.
—Rosalía…
Eso no se lo esperaba y sintió como si de pronto le atravesaran el estómago con una vara. La tristeza se apoderó de su rostro y tuvo que hincar una rodilla en el suelo. Cabizbajo, sintió una pena difícil de explicar. Por un momento incluso olvidó dónde se encontraba. Aquella mujer había sido una buena persona y una gran amiga. No podía creer que hubiera terminado así. No se lo merecía. Tocó el cuerpo frío y mutilado con la yema de los dedos pero los apartó en seguida, consternado. Le hubiese gustado enterrarla, honrarla y darle alguna clase de sepultura, pero no disponía de tiempo para algo así. Lamentó no poder hacer nada por ella. Con una profunda pesadumbre, tiró del camisón y tapó lo que quedaba del rostro de la anciana.
Se empapó del silencio cuando por fin decidió erguirse. Extendió la mano y caminó con los dedos rozando la pared para no perderse en la oscuridad. Cuando ésta lo llevó hasta el final de la antesala le pareció que había andado una eternidad. Un sudor frío perlaba su piel. Inmóvil, volvió a llevarse la lente del rifle a la cara para observar el entorno. Se encontraba en la otra punta del vestíbulo, aunque con la visión nocturna alcanzaba a ver a lo lejos el arco de la entrada. El lugar permanecía vacío de cualquier clase de vida; aquello era una tumba.
Una ráfaga de aire gélido y putrefacto le silbó en los oídos y le alborotó el pelo. Prestó atención. Pensó que si allí abajo había corrientes de aire debían de existir más pasadizos y antesalas. Tenía que encontrarlos. Efectuó un paso al frente y fue a rodear un pedrusco de hormigón que le impedía tener un buen ángulo de visión, pero a medio camino dio un nuevo respingo cuando algo lo agarró por el tobillo. Se volvió con rapidez y tiró la pierna hacia atrás para soltarse.
—Ayúdame… —suplicó la voz, tan débil que apenas entendió qué decía. De las sombras surgió una silueta, perfectamente camuflada entre las ruinas. Era un hombre de pelo corto y rostro embarrado. Intentaba arrastrarse por el suelo de manera lastimosa, tenía las rodillas combadas hacia dentro y le habían arrancado los pies. Sus ojos lo miraron cargados de delirio. Tiritaba—. ¡Ayúdame, por favor!
—¡Shhh, calla! —masculló Adam, al tiempo que se agachaba para atenderle. Quizá tuviera una oportunidad si hablaba con él; puede que hubiera visto a Caleb.
—¡Sácame de aquí, joder! —rugió el hombre, histérico, que lo agarró de la ropa con una fuerza que no parecía capaz de poseer en tales condiciones. El eco de su desesperación retumbó en la oscuridad de la antesala.
Adam le tapó la boca y miró un segundo alrededor. Luego le gruñó en voz baja:
—Cállate de una vez o nos oirán…
El tipo adquirió una expresión de terror e intentó zafarse.
—¡Estate quieto, maldita sea! —le exigió, sin dejar de amordazarlo—. Te sacaré de aquí, ¿de acuerdo? Pero primero necesito que dejes de hacer ruido…
Los ojos desorbitados del hombre se llenaron de lágrimas.
—¿Podrás hacerlo? —insistió el muchacho.
El hombre asintió con la mirada inyectada en sangre. Adam lo soltó lentamente y susurró:
—Escúchame… Estoy buscando a un chico de unos doce años, con el pelo negro. Es mi hermano. Se lo han llevado esta mañana. Puede que lo hayas visto…
—Me duele… me duele mucho —se lamentó el herido entre sollozos—. Mira qué han hecho conmigo… Mírame…
Adam tragó saliva. No iba a sobrevivir. Lo habían destrozado.
—Haré lo posible por ayudarte. Pero no puedo irme de aquí sin mi hermano. Intenta hacer memoria, por favor…
—¿Tu hermano? —balbuceó el tipo, que tenía los labios surcados de llagas.
—Sí, más o menos de esta estatura. —Alzó la mano por encima de su cabeza.
—¿Un chico? —repitió. Aquello pareció hacerle gracia y soltó una carcajada—. ¡Un chico! —vociferó, riendo fuerte. La locura en su mirada de repente fue tan clara como un día sin nubes—. ¡No les gustan los niños! ¡No tienen suficiente carne sobre los huesos! ¡A los niños no se los llevan, tan sólo los matan! —rió de nuevo. Adam se puso en pie y dio un paso atrás, horrorizado. Aquel chiflado los estaba delatando.
—¡Sácame de aquí, condenado hijo de puta! ¡Mírame! ¡¿No ves lo que me han hecho?!
El eco de sus gritos retumbó por todas partes. Adam maldijo por dentro, con el rostro contraído. De pronto llegaron ruidos procedentes de algún lugar, tal vez de los niveles inferiores, primero un chapoteo tenue en el agua y después el sonido lejano de un aullido roto y desgarrador. A éste se le sumaron más, como si de golpe una horda enorme de Nocturnos hubiese despertado… El muchacho ni siquiera pensó en echar a correr, simplemente lo hizo. Sorteó los escombros a duras penas; casi ni se distinguían a través de la poca luminosidad que penetraba por las brechas del techo. La locura del moribundo siguió resonando a sus espaldas, cada vez decía cosas más demenciales y con menos sentido.
Cuando casi había alcanzado la entrada del vestíbulo, antes de rodear las escaleras mecánicas, vio que de la oscuridad del agua, procedente de las profundidades de la tierra, surgía algo…
Adam reaccionó rápido y se escondió tras una enorme roca a su izquierda. Pegó la espalda todo lo posible a la piedra y contuvo la respiración. Despacio, inclinó la cabeza hacia atrás para mirar de reojo y vio una cara pálida y húmeda que emergía de aquel estanque negro. Tras ella aparecieron dos más.
—No, joder… —soltó un exabrupto.
Volvió a esconderse y se quedó tan quieto como las piedras que lo rodeaban.
Varias pisadas tuvieron lugar justo a su espalda, acompañadas de respiraciones profundas y rotas; aunque algo las hacía distintas, eran menos graves que la primera vez que tuvo ocasión de oírlas.
Las criaturas se desplazaron, renqueantes, en dirección a los gritos enardecidos del moribundo. Adam volvió a inclinarse para seguir mirando. En efecto eran tres, pero parecían diferentes, remarcó. Aquellos Nocturnos eran mucho más pequeños y enjutos que los anteriores que había visto, como si aún se encontraran a medio desarrollo antes de convertirse en los temibles monstruos que ahora moraban cada noche en sus pesadillas.
—Son niños… —susurró estupefacto—. Se reproducen…
Esa teoría cobró más sentido cuando llegaron hasta el hombre y empezaron a aullar, nerviosos e inexpertos, a su alrededor. Sus alaridos, precoces, rebotaron tan agudos entre las paredes de la cueva que le dolieron en los oídos. Al verlos, el tipo gritó aterrorizado, intentó arrastrarse y huir en vano. Ellos observaron cómo se retorcía, indefenso. Se tomaron su tiempo, como si quisieran aprender del miedo humano. De pronto uno le propinó un arañazo en el muslo, no demasiado fuerte, incluso de forma tímida, que lo hizo sangrar al instante. El engendro se apartó, divertido. El que estaba a la derecha se acercó y le descargó otro golpe mucho más duro, esta vez en plena cara, que le arrancó de cuajo el ojo izquierdo y parte del pómulo. El tipo se hundió en un océano de gritos de agonía que provocó que se exaltaran aún más y empezaran al unísono a golpearlo con una brutalidad espantosa. El hombre, que se tensaba y retorcía con cada zarpazo, sangraba tanto cada vez que las incipientes garras le arrancaban tiras enteras de piel que pronto todo su cuerpo quedó teñido de rojo. Pararon antes de matarlo, se apartaron y trazaron círculos a su alrededor mientras le empujaban la cabeza y los brazos para mantenerlo despierto y evitar que perdiera el conocimiento, a lo que él ya tan sólo respondía con quejidos efímeros. De repente, uno le saltó sobre la espalda y le clavó la mandíbula en la yugular. El tipo soltó un último alarido de dolor que le llenó la boca y lo hizo enmudecer. En el acto, los otros dos hundieron las cabezas en su vientre y comenzaron a devorarlo sin miramientos. Con los dientes le arrancaron y masticaron brillantes culebras moradas entre espasmos y chillidos de ardor que se mezclaban de tal forma que Adam, horrorizado, no supo si procedían del hombre o de las pequeñas masas que engullían su vida.
Por mucho que quisiera rescatar a su hermano tenía que salir de allí, rápido, y replantear su estrategia. La excitación inicial que les producía segar una vida se desvanecería pronto y entonces buscarían más… Por la forma en que eran capaces de oler la carne humana seguramente ya habrían percibido su presencia.
Comprobó que estaba en lo cierto cuando, en silencio, reptó hacia atrás para bordear la roca y se levantó poco a poco. Una de las criaturas alzó la vista y clavó sus ojos pardos en él. Tenía las fauces llenas de sangre, como las de un auténtico depredador, de las que colgaban hilos de saliva enrojecida. Inclinó ligeramente la cabeza y emitió un pequeño ronroneo gutural. Adam se quedó inmóvil. El joven Nocturno lo miraba con extraña fijación, incluso con cierta curiosidad, pero a pesar de ello no hacía nada. Fue cuando el muchacho dio un paso atrás y echó a correr en dirección a la salida que la caza dio comienzo.
Los tres monstruos abandonaron el cadáver y empezaron a deslizarse entre los escombros con la agilidad y precisión propias adquiridas en su medio natural. Brincando entre las sombras emitieron aullidos de aviso que encontraron respuesta al instante, como si de repente la estación entera, desde la profundidad de sus niveles inferiores hasta el vestíbulo en ruinas, rugiera y cobrase vida.
Mientras huía, Adam sintió un temor difícil de explicar y contener. La adrenalina galopaba vertiginosa por sus venas. Pasado el arco del vestíbulo, volvió la vista atrás y se sobrecogió al verlos moverse tan rápido, con esos cuerpos tan pequeños y letales. Desde el agua de las escaleras emergieron varios más, aunque no pudo distinguir si esta vez se trataba de los temibles adultos. Lo único en lo que pensaba era que se encontraba en su terreno y que jamás fue cuerdo adentrarse en él.
El túnel de ascenso a la superficie se prolongaba, inacabable, por delante, como una estructura imposible cuyo recorrido resultase paradójico e infinito. No tendría tiempo de alcanzar la luz lejana que perfilaba la salida; sus perseguidores se desplazaban demasiado veloces, lo alcanzarían mucho antes. Era una carrera demencial hacia la derrota, se dijo. Cientos de aullidos retumbaban por todas partes, cercanos, a su espalda y frente a él, transportados por un eco demoníaco. Tuvo que hacer esfuerzos para acallar el miedo e impedir que aquella locura lo colapsara. Cuando alcanzó, jadeante, la mitad del recorrido percibió algo justo detrás, y volvió de nuevo la cabeza. Una garra con uñas afiladas nació de las sombras, inesperada, potente; no pudo esquivarla y el zarpazo le desgarró la mejilla. Adam sintió el ardor instantáneo en su carne, se tambaleó y chocó con el hombro contra la pared.
Tuvo el tiempo justo, mientras la criatura cargaba hacia él con el brazo extendido, de levantar el arma sin apuntar y efectuar un disparo impreciso al aire. La oscuridad estalló en un baño fugaz de luz y la masa pálida cayó fulminada. Aquel disparo no habría bastado para matar a un Nocturno adulto, pero sí a uno de sus vástagos… Adam dejó que el instinto lo empujara. No se detuvo a observar la escena y siguió ascendiendo por el túnel a medida que decenas de siluetas y alaridos enloquecidos ganaban terreno a su espalda.
A cada metro, la luz de la salida dotaba al tramo restante de túnel de más claridad y, extrañamente, algunos aullidos empezaron a silenciarse, como si unas cuantas criaturas hubiesen preferido detenerse mientras aún se encontraban al amparo total de la oscuridad.
Quedaban segundos, pocos segundos, y Adam llegaría por fin a la salida. Ya no se hacía ninguna pregunta, tenía la mente tan callada y confusa como las profundidades de aquella estación. Cuando apenas le quedaban diez metros para alcanzar el exterior ya no le hizo falta correr; habían dejado de perseguirlo, los túneles habían enmudecido de nuevo, como si nada ni nadie morara en su interior. Se paró, jadeante, bajo la luz directa que entraba por el umbral y echó la vista atrás, donde las profundas tinieblas del pasadizo lo engullían todo.
¿Qué demonios había sucedido ahí dentro? ¿Por qué se detuvieron tan pronto?
No se encontraba bien, la cabeza le daba vueltas y el pulso le bombeaba con fuerza en las sienes. Subió por la escalera, sucio y cabizbajo. Al llegar arriba se sentó en la arena, junto a la bota de su hermano, que tomó entre sus manos con aires de derrota.
—Ellos no salen a plena luz… —murmuró al cabo de un rato, sintiéndose estúpido por no haberlo pensado antes. Era una regla básica de su naturaleza, algo que se conocía desde los primeros días que hubo constancia de su existencia. «Puede que al alba— se dijo a continuación, —durante el crepúsculo, pero nunca a pleno día…». ¿Cómo había podido ignorarlo? La angustia del momento le impidió caer en la cuenta cuando se adentró en la estación. Y la idea de que su hermano se hubiera aventurado por voluntad propia en aquellos túneles era aún más disparatada. Recordó también lo que dijo el moribundo acerca de los niños, que no se los llevaban… No, a Caleb no lo habían secuestrado ellos, conjeturó, como si de pronto la última pieza de un puzle encajara en su cabeza y diera sentido a una imagen inesperada y desagradable. Tuvo que ser alguien que buscara castigarlo a él o sacar algún beneficio.
¿Quién podría querer coaccionarlo?
Empezó a barajar posibilidades a medida que la ira emergía de su interior como la lava de un volcán. Había perdido el tiempo y casi la vida al adentrarse en aquellos túneles, y lo único que consiguió fue un nuevo e innecesario encuentro con los seres de la noche.
Extrajo del bolsillo interior del jersey el diario de su padre y lo apretó con fuerza entre los dedos. Una expresión de cólera le enrojeció el rostro.
¿Quién querría coaccionarlo sino él?
—Frank… —masticó su nombre.
Cerró los ojos y un grito de rabia incontrolable le nació de dentro para perderse en la grandeza de los páramos sin vida.
Acto seguido se levantó con determinación y se encaminó a paso rápido hacia el sur.