—Se han terminado también las judías —voceó Caleb desde la cocina, mientras rebuscaba, preocupado, por el interior del armario. Tan sólo quedaban recipientes vacíos.
Adam seguía en el viejo sofá del salón con actitud ausente. Tras la inesperada visita de Frank había pasado tres días sumido en profundas reflexiones.
Se encontraba mucho mejor y de la infección en la pierna apenas le quedaba una fina rojez que perfilaba unas marcas bien cicatrizadas. Aunque eso no resultó ser suficiente estímulo como para decidirse a retomar la actividad de salir a cazar o a buscar suministros. Tenía muchas cosas en las que pensar. Y la mayor parte del tiempo lo pasó cavilando en la posibilidad de que en verdad existiera algo más allá de los asentamientos, las ruinas y el desierto.
Una ciudad aislada y paradisíaca… Qué disparate.
Pero ¿y si no lo era? Descubrir algo así sería como presenciar un milagro, desde luego. La idea era demasiado potente y tentadora como para no doblegarse ante su lado mágico. Desde su última conversación con el líder de la Guarida, la incertidumbre que rodeaba el nombre de Albión se había convertido en un pensamiento cíclico que su cabeza era incapaz de alejar. Imaginó mil veces cómo sería. Cómo vivirían los hombres y mujeres en un lugar repleto de grandes árboles, donde no faltase ni la comida ni el agua y no se conociera el miedo a ser cazado durante la noche.
Simplemente vivirían…
Si al fin se decidiese a hacer ese viaje tendría que replantearse con seriedad el hecho de dejar a su hermano a merced de un tipo como Frank. El problema era que la alternativa no parecía más factible. Caleb aún no estaba preparado para afrontar un peregrinaje de tan extremas características. Con toda probabilidad él tampoco, pero su fortaleza y resistencia estaban muy desarrolladas. Sin duda podría soportar situaciones que un chico de apenas doce años no superaría.
Y luego estaba el diario de su padre…
Lo había buscado a conciencia desde entonces; indagó por las inmediaciones, arrancó unos cuantos leños del suelo y de la pared de la casa para hallar posibles escondites, removió chatarras y demás objetos de su sitio, incluso desmontó la tapa trasera de la vieja gramola para comprobar si estaba dentro, pero nada. A medida que los posibles escondites fueron descartándose, su obsesión fue en aumento, hasta el punto que le impidió incluso conciliar el sueño. Llegó un momento en que tratar de encontrarlo se convirtió en una tarea tan frustrante como prioritaria.
A esas alturas evitaba ya pensar en la posibilidad de que realmente no existiera, en que todo fuera un simple cuento inventado. Prefería no contemplar ese prisma, sería una decepción demasiado grande.
Caleb también había estado muy raro desde la visita, más bien callado. Se limitaba a observarlo en silencio, viéndolo hacer y deshacer. De vez en cuando le preguntaba, preocupado:
—¿Qué comeremos hoy?
Pero la mayoría de las veces, Adam, sumido como estaba en sus pensamientos, ni siquiera le contestaba.
La realidad era que ya no les quedaba comida. La noche anterior terminaron los últimos víveres, así que un nuevo período de inanición había dado comienzo. El hambre pronto empezaría a hacer estragos a no ser que consiguieran encontrar algo que llevarse a la boca.
—Hermano… —le pareció oír a lo lejos—. ¡Hermano! —volvió a gritar Caleb, justo a su lado, lo que lo hizo despertar de su trance.
Adam lo miró, irritado por la interrupción. Tenía las retinas enrojecidas por la falta de sueño.
Caleb agitó con la mano una lata vacía y cubierta de mugre.
—¡No nos queda nada! ¿Entiendes? Se acabó. Estamos sin comida. Y tengo hambre.
—Luego saldré a cazar algo —contestó con desgana.
—¡¿Luego, cuándo?!
—Más tarde. —Se pellizcó con dos dedos el puente de la nariz en actitud reflexiva—. Oye, ahora no quiero discutir…
—¡Pero mírate! Llevas todo el día sentado sin apenas mover un músculo. Y si sales al desierto es para buscar cualquier cosa menos comida. Y además vuelves de malhumor. Pero ¿qué te pasa, eh?
—¿Quieres tranquilizarte? Ya te he dicho que luego iré.
—¡No! —Lo cogió del brazo e intentó tirar de él para que se levantara—. ¡Ahora!
Adam se puso en pie de golpe y empujó a su hermano lo suficientemente fuerte como para que éste trastabillara y fuera a dar con su trasero en el suelo.
—¡Maldita sea, Caleb! ¡Esto es importante! Tengo cosas en las que pensar. Hay decisiones que tomar y que tú no puedes entender porque no eres más que… —No terminó la frase, pero a juzgar por la mueca del chico, a caballo entre el espanto y la decepción, no le hizo falta.
—Dilo… No soy más que un crío, ¿verdad? Un crío al que tienes que cuidar porque no sabe hacer las cosas por sí mismo.
—Oh, venga… No empieces con eso de nuevo. —Adam le ofreció la mano, pero Caleb la rechazó y se levantó sin su ayuda.
—Buscas con tanta insistencia el diario de papá porque piensas que él estaría orgulloso de ti si lo encuentras, que él querría que siguieras sus mismos pasos… Pero ¿qué crees que diría él si te viese ahora? —Dos lágrimas de impotencia le resbalaron mejillas abajo. Dio un paso atrás y se dirigió a la habitación de arriba. Mientras desaparecía por el hueco de la escalera masculló—: ¡Tal vez cuando volvamos a caer enfermos decidas hacer algo!
Adam no dijo nada. Segundos después fue a coger su rifle y su mochila y salió de la casa dando un portazo tras de sí.
Se notaba en el ambiente que el tiempo estaba cambiando. Hacía mucho que no recordaba un día en el que no hubiera necesitado el abrigo. El cielo empezaba a adquirir un tono verdoso, como siempre sucedía durante las estaciones cálidas. Éstas duraban poco y, aunque por la noche la temperatura volvía a caer en picado, en general eran ciclos de bonanza. Por desgracia, aquello resultaba un arma de doble filo: las tormentas de arena no eran tan frecuentes, pero los niveles de radiación se volvían más elevados, por lo que era normal sentirse más fatigado y exhausto.
Adam necesitaba consejo, definitivamente. Quería contarle al señor Belicci todo lo sucedido, sus inquietudes. Él era un hombre sabio y fue un gran amigo de su padre. Seguro que podría aclararle muchas de las dudas que se le habían planteado durante los últimos días. Por otro lado, y aunque le fastidiara reconocerlo, le urgía conseguir comida. Se prometió a sí mismo que ésta iba a ser la última vez que pediría ayuda al anciano. Tal pronto como saliera de visitarlo, dedicaría el resto del día a cazar. Por supuesto, Benjamin no pondría ninguna pega en darle un poco de carne, pero ya empezaba a ser una cuestión de orgullo. Además, conforme iba andando por la carretera en dirección sur, terminó admitiendo que había actuado mal. Su hermano tenía razón: debería haberse preocupado más de conseguir algo de alimento en vez de perder tanto el tiempo en búsquedas que no lo llevaron a ninguna parte. Cuando regresara a casa le pediría perdón y le propondría que lo acompañase.
También recordó la forma en que se despidió de su vecino días atrás. Seguía sin ver bien la comprometida petición con la que lo abordó. Pero después de la clase de cosas que tuvo que presenciar después, entendía por qué lo había hecho.
Quizá había sido demasiado duro con todos…
—Menudo humor de perros que tengo últimamente —murmuró para sí mismo justo cuando atravesaba la cortina de yedras que colgaba en la entrada del edificio de los Belicci.
Sorteó los escombros del vestíbulo y subió con energía al segundo piso. Llegó hasta el hueco que se formaba entre la tercera y la cuarta puerta del corredor y agachó la espalda para cruzarlo. Una vez en el gran espacio adjunto se sorprendió al mirar arriba y encontrar la escalera vertical que conducía al pasillo del refugio desplegada.
Se quedó quieto. No era normal que dejaran el acceso a su escondite tan desprotegido, ni siquiera de día.
Le hubiese gustado subir por esa escalera y no advertir el olor a rancio que le penetró en las fosas nasales. Conocía muy bien aquel hedor dulzón de la carne al pudrirse. Lo había percibido infinidad de veces en distintos lugares del Yermo. Pero allí nunca, en casa de los ancianos, jamás.
Tampoco le gustó la sensación de nervios que se le instaló en el estómago cuando, una vez arriba, fue avanzando de manera lenta y prudente por el pasillo previo al refugio. Ya no olía a especias ni a licores derramados. Y desde luego, ya nada quedaba de su particular encanto, con las lucecitas de colores que adornaban su recorrido. Un mal presentimiento, intenso, inequívoco y poderoso, le advirtió que tras cruzar la siguiente esquina encontraría algo que no le iba a gustar en absoluto.
Siguió adelante.
Las sienes le palpitaron con fuerza cuando alargó la mano para correr la cortina que daba acceso al interior de la chabola.
—No… —se sobrecogió.
Había muchas cosas que lo habían afectado emocionalmente a lo largo de su vida, y ver al anciano muerto en el suelo, con su cuerpo en avanzado estado de putrefacción, debido en parte al calor que llevaba acumulándose desde hacía algunos días entre las paredes del vagón, fue una de ellas. Un enjambre de moscas revoloteaba alrededor de la cara del señor Belicci, pegajosa de fluidos supurantes. Algunas entraban por su nariz, otras salían de su boca abierta y ennegrecida. Adam tuvo que cubrirse de inmediato con el tapabocas. Aquel olor nauseabundo le escoció en los ojos y estuvo a punto de hacerlo vomitar.
Dio un paso al frente.
Con el gesto contraído miró alrededor; no había rastro de Rosalía. La quietud del lugar era estremecedora, en combinación con un ambiente cargado y amarillento, lleno de gases invisibles, que recordaba al de un vertedero putrefacto.
Cuando se repuso de la conmoción, Adam sintió un inmenso vacío en su interior, la nostalgia de estar pasando una nueva página importante en el libro de su vida. Sobre todo sintió lástima, una profunda y sincera desazón al imaginarse cómo habrían sido los últimos instantes del señor Belicci.
¿Habría muerto solo? ¿Cuántos días llevaría su cuerpo pudriéndose, con los ojos abiertos y los dedos agarrotados? ¿Y Rosalía? ¿Qué habría sido de ella?
Jamás iba a saberlo… Si la mujer aún estuviese en el edifico ya la habría visto. Aparte de su hermano, aquel matrimonio eran las únicas personas a las que podía considerar su familia. Y ahora ya no estaban, esa etapa se había extinguido también, como tantos otros recuerdos agradables.
Debería haberlos visitado unos días antes. Tal vez ella aún hubiese estado allí y habría podido… quién sabe, ayudarla de algún modo.
Se agachó al lado de su amigo y los ojos se le humedecieron al ver de cerca aquello en lo que se había convertido. Estaba irreconocible. Los huesos se le marcaban en la cara de una forma exagerada y una película de cera grasienta le tensaba la piel, surcada por un sinfín de venas amoratadas. Las bacterias de la descomposición parecían actuar especialmente rápido en un entorno sin higiene. Su aspecto era el mismo que el de un cadáver que llevase un ciclo entero muerto.
Trató de santiguarse, pero no recordaba muy bien cómo era la manera correcta de hacerlo. Tampoco sabía qué se debía decir en una situación así, cuando alguien que te importaba fallecía. Una vez, antes de la guerra, estuvo con sus padres en un entierro al aire libre en el cementerio de Highgate, al norte de la City. El recinto de jardines y tumbas formaba un oasis de paz y tranquilidad en medio del incesante ajetreo de Londres. Su madre lo había vestido de negro para la ocasión. Hubo un momento en que todos extendieron sus paraguas porque llovía mucho, y la gente lloró cuando sepultaron el ataúd bajo tierra. Esos detalles fueron fáciles de rescatar de su memoria. Pero él era muy pequeño y por mucho que lo intentó no consiguió acordarse de las palabras que pronunció el pastor durante el ritual.
Al final optó por sincerarse.
—Usted fue como un padre para mí —dijo, al tiempo que le tapaba el rostro con la manta—. Lo siento mucho. Y siento no haber cumplido su última petición. —Esperó un instante y se mordió el labio, afligido—. No… no sé si hubiese tenido el suficiente valor para hacerlo.
Se despidió en silencio y se puso en pie. El instinto lo impulsó a ir hasta la cocina y averiguar si había algo de comida, pero se detuvo antes de cruzar el fuelle que separaba los dos habitáculos. No era como las demás veces que entraba en algún lugar abandonado de la Veguería, ya fuera un edificio vacío, alguna tienda de comestibles medio calcinada o los restos de una gasolinera, y saqueaba lo que podía sin ninguna clase de dilemas morales. Esta vez no le resultó tan fácil. El súbito remordimiento de estar robando a un amigo lo abordó y sintió la necesidad de excusarse.
—Sé que usted lo entendería… —mencionó, mirando de reojo el cadáver del anciano. Volvió la vista al frente y se adentró en la cocina.
Apenas a un par de kilómetros de allí, Caleb salió por la puerta de su casa. Inmóvil sobre la plataforma de la entrada observó con interés el horizonte. El día era más caluroso de lo habitual. La bruma que generalmente cubría los restos de Londres se había disipado y multitud de detalles que no acostumbraban a distinguirse de los cascotes de la ciudad eran ahora visibles.
Por ejemplo, aquel día se alcanzaba a ver —y en raras ocasiones sucedía— la silueta del enorme hemiciclo que custodiaba el lecho del Támesis. Según su hermano era una noria que en el pasado recibía el nombre de London Eye. Le explicó que hubo un tiempo en el que era blanca y magnífica, capaz de elevarte hasta los mismísimos cielos. Pero ahora, su mitad superior se había desprendido debido a las explosiones que azotaron la zona y sólo media esfera, cobriza e imperfecta, se sostenía en pie a duras penas, trocada por el tiempo, como una testigo muda de las proezas que un día el hombre fue capaz de llevar a cabo.
Caleb no lograba imaginarse qué debía de sentir la gente de antaño al subirse en ella y poder acariciar las nubes y el firmamento. ¿Tendrían una textura esponjosa? ¿Se verían las estrellas más grandes desde lo alto de su elipse?
Pero en seguida apartó esas fantasías que revoloteaban por su cabeza. Estaba enfadado con Adam. Además, éste se había marchado sin decir adónde, y eso lo fastidiaba aún más.
No importaba. No lo necesitaba. Le demostraría que él también sabía sobrevivir por sí solo.
El rifle no estaba. Como era de esperar, Adam se lo había llevado consigo. Eso le impediría cazar cuadrúpedos u otras presas de envergadura. Así que tendría que conformarse con alimañas pequeñas.
Se armó de decisión y bajó a la superficie. Miró en derredor y una perspectiva abrumadora lo asaltó. Excepto cuando su hermano estuvo enfermo nunca había pisado el desierto sin su vigilancia, y volver a quebrantar esa norma le produjo cierta desconfianza, pero también excitación. Lo rodeaba un vasto espacio que se extendía hasta donde la tierra se fundía con el cielo, y en medio estaba él, completamente a solas. No pudo evitar dibujar una sonrisa de regocijo. Seguro que le caería una buena bronca cuando Adam se enterase. Pero no le importó; era libre para recorrer el Yermo a su antojo. Y cuando regresara cargado de cosas que poder comer se ganaría su respeto. Ya no volvería a ser tratado nunca más como un crío.
Echó a andar y agarró una piedra que encontró por el camino. Tenía el tamaño de su puño. Serviría. Cerca de la boca de metro abandonada conocía una zona de maleza donde abundaban las madrigueras de topos. Con un poco de suerte aún estarían allí, sin haber sido arrasadas por las serpientes minadoras. Éstas eran muy venenosas. Debía tener especial cuidado al meter la mano en cualquier madriguera o agujero profundo, ya que la picadura de una minadora podía matar a un hombre fornido en apenas unos segundos.
Las tormentas de los últimos días habían arrastrado objetos de todo tipo hasta la zona: un carrito de supermercado cubierto de roña, usado por algún viajero que lo habría abandonado a su suerte en alguno de sus trayectos; piezas metálicas y de plástico de distinto tamaño y formas, cuyas funciones, seguramente de utilidad para la sociedad del pasado, eran del todo incomprensibles para el chico. Incluso vio un maniquí semienterrado en la arena; le faltaban las extremidades y tenía la cara ennegrecida, lamida por las llamas de algún fuego ya extinguido. Encontrar basura sintética diseminada por la superficie era bastante común cuando llegaban los días de calma, pero pocas veces se daba con algo de utilidad.
Llegando a la zona de madrigueras no pudo evitar echar una ojeada rápida a la entrada de la estación subterránea. Quedaba a unos cincuenta metros a su izquierda. Una estremecedora cúpula de hierros cilíndricos y retorcidos, desnuda de sus cristales originales, coronaba el acceso. Caleb casi podía jurar que desprendía un aura negra que contrastaba con el color ambarino del desierto, como si la nociva oscuridad que yacía en sus entrañas contagiase también la punta de aquel iceberg. El logotipo del metro, de un rojo abrasado, con la palabra Underground apenas inteligible en el interior de un círculo, era un aviso explícito de la clase de frontera que constituía aquel punto.
Se paró a observar la estación a lo lejos y, tras meditarlo, dio un paso en su dirección. Podía permitirse un par de minutos, y tampoco correría ningún peligro si la estudiaba un poco más de cerca. Ellos jamás salían de día.
Era fascinante, casi mística, fantaseó conforme acortaba la distancia. Una atracción irracional guió sus pisadas, la misma férrea curiosidad que lo condujo a indagar la última vez que estuvo tan cerca, cuando su balón cayó por la escalera de acceso y se perdió en las sombras del umbral. El aire empezó a oler a vómitos y a excrementos, a muerte y descomposición. Caleb se tapó la nariz con la mano pero no se detuvo hasta que llegó al inicio de aquellos peldaños que descendían al inframundo. Éstos se prolongaban bajo sus pies, agrietados, repletos de moho putrefacto y enredaderas que parecían alambres negros. Multitud de huesos de animales, sustancias viscosas que perfectamente podrían tratarse de pedazos de carne desgarrada, o incluso jirones de ropa ensangrentada yacían esparcidos aquí y allá, exornando aquel territorio prohibido.
Se concentró en el hueco cuadrangular de la entrada, ahí abajo. Su densa oscuridad parecía un agujero negro capaz de tragarse todo lo que hubiera a su alrededor. El chico sintió un repentino escalofrío. La maldad que reflejaba el lugar era casi palpable, dañina. Pese a que la luz del día lo protegía, se arrepintió de haberse acercado tanto, y por alguna razón experimentó un miedo tan primario que lo hizo echarse a temblar de forma incontrolada.
Algo no iba bien…
El pulso se le aceleró y un terrible presentimiento se apoderó de él, como cuando uno advierte que está siendo vigilado, que algo peligroso lo acecha y se mueve a su espalda.
Por encima del sonido de su propia respiración oyó una leve fricción en la arena justo detrás de él. Una sombra imponente se alargó ante Caleb.
Éste dio un respingo y se volvió con rapidez.
Sus gritos se perdieron en el Yermo, muy lejos de cualquier persona que pudiese ayudarlo…
A pesar de los gusanos que se retorcían en torno a los tres huevos de ponedora que Adam vio sobre el capó de la cocina, éstos parecían conservarse en buen estado. No podía decir lo mismo del trozo de conejo en descomposición que había justo al lado. De éste tan sólo rebanó la parte de grasa, que era la única libre de larvas. El resto lo dejó. También dio con unas cuantas raíces y especias que Rosalía usaba para hacer infusiones. Y para su sorpresa, escondido tras unas cajas vacías, encontró un envase metálico de color azul de una bebida que no veía desde que era pequeño: Pepsi, rezaban sus desgastadas y polvorientas letras blancas.
En otras circunstancias seguro que hubiese dibujado una sonrisa.
Lo guardó todo en su mochila. Sabía que en la azotea del edificio tenían anexado un pequeño cercado con conejos y gallinas, así que salió por el acceso trasero de la cocina y subió hasta arriba a través de un laberinto de pasillos y escaleras. Al llegar comprobó con pesadumbre que ya no quedaba nada. Únicamente los despojos de dos gallinas muertas de inanición se descomponían bajo la esfera flameante del sol.
Dio una vuelta por el lugar pero no halló nada más de utilidad, ni tampoco rastro de Rosalía, así que regresó a la chabola, donde el mal olor le hizo cubrirse de nuevo la nariz y la boca.
Se permitió unos instantes para despedirse de lo que un día consideró como su segundo hogar. Luego miró la manta que tapaba al difunto señor Belicci. Apretó los labios y frunció las cejas en una mueca triste. Se dijo que más tarde tendría que regresar con su hermano para que lo ayudase a enterrarlo.
A punto estaba de marcharse cuando algo captó poderosamente su atención: en la mesita donde se sentaba con frecuencia a charlar con el anciano durante sus visitas había una suerte de arcón pequeño con un trozo de papel escrito encima.
Adam frunció el ceño y lo tomó entre sus dedos.
El corazón le dio un vuelco cuando leyó el mensaje:
En esta caja hay un legado que te pertenece. A partir de ahora, ya no seré nunca más quien se cuestione si estás preparado para recibirlo. Ya no me quedan fuerzas para juzgar nada. Por favor, no pierdas la cordura, Adam. Si por mí fuese echaría este objeto al fuego. Pero tu padre me hizo prometer algo. Y yo siempre he cumplido mis promesas…
P.D.: No me entierres, quiero quedarme aquí. Mi cuerpo jamás debe estar bajo tierra, cerca de ellos…
Adam contuvo la respiración, acercó las manos a la caja y abrió con lentitud la tapa.
En el interior había docenas de fotografías de los Belicci de una época que parecía pertenecer a otro mundo, pero bajo el manto de retratos se escondía algo que abultaba mucho más que un simple papel.
Tragó saliva y lo cogió hecho un amasijo de nervios.
—Dios mío… —soltó en un susurro.
Era un cuaderno de cuero negro muy arañado. Su cierre de hebilla plateado se había afeado con el tiempo. Al abrir con cuidado la cubierta encontró una primera página amarillenta y picada por los hongos. Sin duda, aquel cuaderno había sufrido el desgaste propio de los largos viajes. Tenía unas palabras escritas en holandés, con una letra que reconoció a la perfección:
Albión: Rutas de partida y regreso.
Memorias de Noah Reichert.
El ritmo cardíaco le aumentó hasta hacerle sentir un leve mareo.
Apoyó una mano en la mesa para no flaquear y a continuación lanzó un jadeo de euforia que derivó en una risa entrecortada que no pudo controlar.
Era el diario de su padre; el señor Belicci lo estuvo guardando todo este tiempo. Resultaba increíble que al fin hubiera dado con él… ¡Lo había encontrado!
Empezó a pasar las páginas, impaciente. Estaban repletas de anotaciones, dibujos de plantas singulares y exóticas, multitud de mapas y flechas que marcaban emplazamientos supuestamente importantes…
Todo empezó a cobrar sentido en su cabeza.
Leyó maravillado algunos fragmentos cortos repartidos al azar; hablaban de zonas donde la lluvia se convertía en fuego, de pantanos en los que habitaban formas de vida jamás vistas con antelación, de refugios atómicos y de claves de acceso a lugares lejanos e impenetrables. Ahí estaba todo. Las historias que se cernían sobre la figura de su padre no eran cuentos absurdos. ¡Su leyenda era real!
Adam cerró el cuaderno de golpe, emocionado, y se dispuso a salir del refugio a paso rápido.
Antes de cruzar la cortina de la entrada se detuvo.
—Gracias… —le dijo al cadáver del anciano de forma sincera—. Por todo. Nunca lo olvidaré.
De regreso al desierto, mientras descendía por la escalera desplegable, supo con certeza que aquel descubrimiento marcaría un antes y un después en el devenir de las cosas. Por fuerza lo haría.
Lo que no pudo imaginar de ninguna manera era el grave suceso que acababa de tener lugar muy cerca de su casa… ni lo mucho que sus consecuencias estaban a punto de cambiar su vida para siempre.