Aquella misma mañana, las persianas de metal de la morada de los Belicci permanecieron bajadas hasta más tarde de lo habitual. La poca luz que evitaba una penumbra total en el interior del refugio era la que conseguía colarse por las diminutas perforaciones esparcidas por el contorno de las chapas.
El señor Belicci abrió los ojos tras haber dormido más de lo que su metabolismo estaba acostumbrado. Y tal vez hubiera seguido inmerso en su particular mar de pesadillas de no haber sido por el intenso dolor que experimentó en el pecho y en el brazo izquierdo. En seguida se percató de lo empapado que estaba. De su piel enferma transpiraba un sudor gélido que lo consumía como la cera de una vela, y la ropa se le adhería al cuerpo formando una membrana asfixiante. Tenía los músculos de la espalda rígidos. Trató de dar una profunda bocanada de aire pero le costó mucho respirar, debido en parte al sabor amargo de la bilis que había inundado su garganta. Carraspeó fuerte y quiso incorporarse. Al hacerlo, una nueva punzada lacerante le hizo soltar un gemido de angustia y, sin poder evitarlo, vomitó una papilla amarillenta sobre el suelo que poco se parecía ya a la cena de la noche anterior.
Rosalía hacía rato que ya no dormía, aunque seguía tumbada junto a él, esperando a que despertara, con la mirada perdida en algún punto del techo del vagón. Al percibir el repentino malestar de su marido también se incorporó y lo observó sin apenas alterar su expresión.
—Benjamin… Te quejabas en sueños —dijo, frotándole la espalda.
—Agua… dame un poco de agua… —articuló a duras penas. La saliva se había tornado espesa alrededor de su lengua y le impedía pronunciar con precisión.
Su mujer, sin preguntas ni aparentes muestras de preocupación, se levantó con diligencia y fue hasta la cocina, donde agarró un tazón vacío y lo sumergió en el recipiente que utilizaban para el agua limpia.
El señor Belicci bebió en pequeños sorbos cuando se lo acercó hasta la boca, pero su barbilla temblaba descoordinada y terminó tosiendo y desparramándose casi todo el líquido por encima. Rosalía se apartó, asustada, y él se quedó temblando, con el gesto contraído, respirando de forma trabajosa y profunda, como si en cada exhalación expulsara un vapor tóxico y corrosivo.
De repente todo pareció cobrar sentido para ella.
—¿Qué te ocurre? Estás enfermo, Benjamin. —Se arrodilló y lo abrazó con sumo cuidado.
—Estoy bien… No pasa nada —mintió.
En su pecho el dolor fue mitigando, lo que le permitió pensar con claridad. No le quedaba duda: había sufrido un principio de infarto. Como mínimo, un aviso. Esos síntomas los había visto padecer a mucha gente antes que a él, gente menos fuerte. Tras la Guerra, imágenes de personas desplomándose en el suelo de repente se volvieron muy frecuentes en los búnkers y refugios. El recuerdo de aquellas muertes súbitas estuvo muy presente mientras su respiración luchaba por tornarse estable. Un hormigueo desapacible por piernas y brazos sustituyó el malestar inicial, como una secuela maldita que buscase evidenciar que su tormento no había hecho más que presentarse debidamente.
Cuando Rosalía notó que estaba más calmado, se levantó y dijo:
—Creo que te irá bien un poco de luz.
Con pasitos lentos llegó hasta la pared opuesta y abrió las persianas una a una, que chirriaron oxidadas. La luz del día fue descubriendo infinidad de micropartículas de polvo residual que danzaban inestables por el aire, alrededor de un anciano que aún jadeaba sentado de mala manera en el suelo; enfermo, cansado. Una manta harapienta le cubría las piernas. Su barba de varios centímetros lucía desaliñada por la falta de higiene. Sus pupilas, desorientadas y rodeadas por un iris enrojecido, se contrajeron bajo el resplandor del amanecer. Un amanecer hermoso y limpio que le acarició la piel perlada de sudor y lo bañó con su calidez. Era una revelación, pensó el señor Belicci, como una visión etérea y gloriosa. El manifiesto de una certeza abrumadora, casi cruel. Puede que aún no hubiera llegado su hora… pero ésta se aproximaba veloz, y en esos momentos tuvo la plena convicción de que aquel amanecer iba a ser el último que sus ojos seniles y agotados tendrían oportunidad de presenciar.
Rosalía ordenó un poco el habitáculo y lo ayudó a levantarse. Durante el resto de la mañana, Benjamin permaneció sentado a la mesa, cabizbajo y con los ojos hinchados. Lo cierto es que en esa postura había encontrado cierto alivio, de modo que no quiso moverse demasiado. Su imagen, apagándose poco a poco, recordaba a la de un muñeco de plástico deteriorándose bajo un sol tirano. Tuvo mucho tiempo para pensar y atormentarse. El miedo a dejar este mundo lo castigó más que cualquier pinchazo muscular o pesadez en los pulmones. Nunca había temido a la muerte, al menos en un sentido físico. Hacía muchos años que había asimilado que tarde o temprano llegaría el momento, que el dolor acabaría haciendo acto de presencia. Pero ahora que la olía tan de cerca, la idea de abandonar a su mujer en esas condiciones se convertía en una realidad inminente, y eso lo martirizaba más que la tortura más inhumana que cupiera imaginar.
Aquel día, curiosamente, Rosalía demostró tener una lucidez inusual. Hablaba con soltura y se encargó de que en todo momento estuviera cómodo. También le puso un cuenco delante con algunas sobras e insistió en que era bueno que comiera algo, aunque el señor Belicci no probó bocado. Ella se quedó a su lado todo el tiempo, acariciándolo, diciéndole que no se preocupara, que no se iría a ninguna parte y que siempre lo cuidaría.
—Bella, ¿puedes traerme la cajita de madera, por favor? —le pidió su marido. Llevaba varios minutos inexpresivo, con la mente en blanco.
Rosalía sabía a qué se refería: un recipiente en el que conservaban multitud de cosas importantes, fotografías antiguas, sobre todo, pero era incapaz de recordar dónde lo guardaban. Benjamin se lo aclaró:
—Está detrás del estante de la cocina…
—Sí… —asintió—. Ya me acuerdo. —Se levantó y fue a buscarla.
Su tamaño era algo mayor que el de un libro de antes de la Guerra. Estaba hecha de caoba y aún conservaba cierta elegancia. En cuanto se la trajo hasta la mesa, el señor Belicci sopló para quitarle el polvo de la tapa y la abrió con manos temblorosas. En su interior había una cantidad considerable de papeles, objetos pequeños y fotografías de ellos dos descoloridas por el tiempo. No rebuscó demasiado. Tomó un carboncillo muy consumido que había en un extremo y un trozo de papel hecho trizas que sólo conservaba una cara libre de garabatos.
—¿Qué quieres que haga ahora? —preguntó ella al verlo escribir con su pulso frágil e inestable.
—No te preocupes… Todo está bien…
Cuando terminó, Benjamin cerró la caja y depositó la hoja encima, y sobre ella el carboncillo. Luego miró a su esposa y trató de sonreírle. Aun en esas circunstancias, y a pesar de tratarse de una anciana castigada por una enfermedad degenerativa, seguía viéndola hermosa. Las arrugas de sus párpados caían sobre sus ojos, tan azules como el día en que la conoció. «Son lagos de aguas cristalinas», pensó al verla por primera vez y besar su mano para presentarse. Tan sólo tenían diecisiete años, pero de eso se acordaba como si fuese ayer. Los labios que siempre había exhibido tan carnosos y sensuales estaban ahora agrietados y lívidos. Pero eran sus labios, al fin y al cabo, perfilando aquella boca que había besado con pasión tantas veces en el pasado… Momentos ya remotos que conformaron el punto de partida de toda una vida juntos. Tristemente, los recuerdos felices escaseaban. Ellos dos eran una pareja de cuarenta y tantos cuando estalló la Guerra. El espíritu de una existencia llena de miserias había estado tan presente desde entonces que resultaba complicado recordar otra cosa que no fuera la lucha extrema por la supervivencia.
¿De qué les habían servido tantas penurias?, pensó el señor Belicci con pesadumbre. De joven siempre había imaginado que el credo de la vida significaba construir un futuro junto a los seres queridos, ver crecer y multiplicar una familia; dejar un legado… Pero ese sueño jamás llegó a cumplirse. Tras la muerte de su hijo, tras tener que perseverar día a día para no morir cazado o asesinado, después de llegar hasta la vejez, mirar atrás y comprender que no iba a dejar ninguna clase de huella en la Tierra excepto las aciagas marcas de sus botas sobre un desierto inacabable, comprendió que la vida tan sólo era una broma pesada y que lo único que se llevaba al abandonarla era la sonrisa cruel con la que ésta lo obsequiaba.
Qué tristeza pertenecer a la generación encargada de apagar las luces del mundo…
El declive del sol dio paso a la tarde. Los matices anaranjados de la atmósfera atravesaban ventanas y agujeros y pintaban el suelo con infinidad de manchas cálidas. Igual que el día concluye, vencido, por la noche, el alma del señor Belicci fue extinguiéndose paulatinamente. En el proceso la piel fue volviéndose del color de la cera. De vez en cuando sufría dolores inenarrables en el pecho, que le hacían toser sangre y transmutar su expresión en un rictus espantoso. Rosalía le cogía la mano y dejaba que se la apretara con fuerza cuando más lo necesitaba.
En un momento dado, tuvo que ayudarlo a tumbarse de nuevo en su lecho porque le dijo que no soportaba el dolor en la espalda y que no se sentía con fuerzas ni siquiera para seguir sentado.
Tras volver a taparse con su vieja manta empezó a alternar momentos en los que apenas era consciente con otros en los que volvía a la realidad de golpe, castigado por su calvario.
Cualquier otra persona habría sucumbido mucho antes, pero el señor Belicci era un hombre de una fortaleza extraordinaria y logró aguantar hasta la llegada del ocaso…
La temperatura del Yermo había empezado a bajar en picado y el ambiente en la chabola se tornó frío, opresivo. Bajo la luz de unas velas, Benjamin apenas abría ya los ojos. Su boca exhalaba un vaho blanquecino que daba forma a un aliento exhausto y moribundo.
Faltaba poco para que la noche se impusiera por completo cuando Rosalía mencionó:
—Debería ir a hacer la limpieza. Hoy no puedes encargarte tú.
La limpieza consistía en rociar los pasillos inferiores del edificio con detergente que destilaban en la azotea y luego escondían en botellas bajo el hueco del ascensor. Con este método eliminaban cualquier rastro u olor, volviéndose invisibles ante la noche. Desde hacía multitud de ciclos, sin embargo, ella ya no lo ayudaba a llevarla a cabo. El señor Belicci temía por ella si también bajaba cuando oscurecía. Cualquier despiste por su parte, tal como separarse unos pocos metros, podía suponer perderla de vista y encontrarla minutos después vagando por el Yermo, rumbo hacia ninguna parte. Por eso abrió los párpados con pesadez, como si despertase de una sedación, cuando oyó sus intenciones.
—Hoy no hará falta que la hagamos. No… no es necesario… —pronunció muy débil.
Rosalía se puso en pie, sonrió con ternura y dijo:
—Claro que sí. No te preocupes, volveré en seguida.
—Te lo ruego. —Le tocó la pierna. Todo el cuerpo le temblaba, cubierto de sudor—. No vayas abajo. Quédate.
Su súplica la hizo dudar unos segundos, pero pareció convencerla. Normalmente él siempre conseguía que cambiara de opinión. Volvió a agacharse y retomó su mano sin oponerse, aunque mostró cierta decepción en el rostro.
Él se la apretó con fuerza. Cada vez que inspiraba era como si una nube de fuego lo abrasara por dentro. El dolor que experimentaba era ya tan insoportable que las lágrimas brotaron de sus ojos, incontrolables.
—No existen palabras para expresar lo mucho que duele dejarte, Bella… —balbuceó, consciente de que aquéllos eran sus últimos momentos de vida—. No estaba planeado. Nada lo estaba, cariño… —Tosió y expulsó otro grumo de sangre que le manchó la barbilla y el cuello.
Rosalía siseó suavemente para tranquilizarlo y le limpió la cara con la manga del camisón.
Aquel pequeño gesto siempre fue muy característico en ella. Hacía mucho tiempo que no lo realizaba y, en ese preciso instante, pareció devolverle un destello de su pasado. Sumido en su delirio, el señor Belicci creyó verla joven de nuevo, tan hermosa y pletórica.
—Dios mío… —Intentó acariciarle la mejilla, maravillado, aunque apenas logró alzar la mano para rozarla. Ella se la sujetó para que su brazo no se desplomara.
—Siempre… siempre diste sentido a mi vida… Incluso cuando ya no hubo vida alguna que vivir.
Rosalía se puso triste. Una parte de su mente encontró hermosas aquellas palabras, dignas de hacerla sonrojar, pero algo en su interior la advertía de la tragedia inminente que traían consigo.
Arrugó la frente, confusa, cuando el cuerpo de su marido se puso muy tenso; el peso de la manta lo oprimía tanto que tuvo que destaparse con un movimiento agónico. Pero no era la manta lo que lo sofocaba, sino un fallo crítico en su sistema respiratorio. El oxígeno se detuvo en la tráquea, incapaz de entrarle en los pulmones, cuyos bronquios se contrajeron como dos esponjas mojadas. Acto seguido, su boca trató de atrapar el aire en una lucha inútil que lo hizo retorcerse como un pez fuera del agua. Rosalía, asustada, procuró contenerlo, pero él se ahogaba y se sacudía con fuerza, con los ojos anegados. La agonía duró hasta que su corazón no pudo soportarlo más y dejó de bombear sangre. De inmediato, la cabeza le quedó laxa, y de su garganta nació un estertor de muerte que le transformó la cara en una piedra rígida, desprovista ya de la chispa de la vida.
Las últimas lágrimas derramadas le mantuvieron húmedas las pupilas durante un rato, fijadas en su mujer, perpetuando una despedida eterna.
Ella se quedó de rodillas y meció su hombro varias veces con la intención de despertarlo. Los labios le temblaron pero no pudo pronunciar palabra. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba llorando y que su marido no iba a abrazarla ni a consolarla nunca más, como solía hacer siempre que se ponía triste.
Lanzó un grito ahogado. Entendía que lo había visto morir, aunque no podía asimilar todas las consecuencias.
Una sensación desagradable y despiadada que cualquier otra persona identificaría como soledad la hizo estremecerse. Si fuese capaz de recordar con claridad habría admitido que jamás, en toda su vida, se había sentido tan abandonada.
Las horas pasaron sin que ella abandonara su postura, con la mirada perdida en el cuerpo sin alma de su esposo. Totalmente inmóvil, se había convertido en una pieza inerte más que sumar a los despojos de un mundo efímero. En las afueras, no obstante, reinaba una noche pura y llena de vida. Llena de voces que empezaron a susurrar y a romper el silencio. Algunas sonaron estridentes; gritos extraños, incluso furiosos. Ésos la asustaban. Pero entre todas las voces hubo una que reconoció a la perfección, una voz cálida y reconfortante: la de su hijo Danielle, que la llamaba desde el desierto.
«Mamá… —le dijo—. Mamá, te necesito».
Fijó la vista al frente y prestó atención. Eran muchas las ocasiones que lo había oído con anterioridad. Y en todas ellas sintió la impulsiva necesidad de bajar y caminar por los páramos hasta encontrarse con él. De abrazarlo con fuerza y decirle lo mucho que lo echaba de menos. Su marido se lo había impedido siempre, reteniéndola en contra de su voluntad, rogándole que abandonara esa idea, intentando convencerla de que la voz que oía no era real, tan sólo el espejismo de un pasado que ya no volvería. Pero cuánto se equivocaba… Danielle siempre había estado allí cuando el sol caía, esperándolos, seguramente preguntándose por qué sus padres renunciaban a reunirse con él.
Miró a Benjamin por última vez. Sus facciones frías y rígidas poco tenían ya que ver con cómo las recordaba.
—Gracias por haber existido… —murmuró con las lágrimas resbalando aún por sus mejillas. Le besó la mano y le acarició el rostro—. Siento tener que marcharme, pero ya es hora de que vuelva con él, cariño. Llegó el momento…
Se levantó con lentitud. Los huesos le dolieron, pero la esperanza de reencontrarse con su hijo le hizo secarse los ojos y olvidar su condición de anciana, sentirse repleta de fuerzas.
Abandonó el refugio y bajó con cuidado la escalera que llevaba a los pisos inferiores del edificio. Cruzó como un espectro aquellos oscuros y solitarios pasillos que tantas veces había recorrido, sin apenas hacer ruido con sus pasitos cortos y pausados. A medida que se acercaba al vestíbulo de abajo una sonrisa impaciente le iluminó el rostro, en contraste con la negrura infinita que parecía cubrirlo todo ahí fuera.
Danielle volvió a llamarla en la distancia, lo que reavivó su determinación.
Al poner un pie en la arena el viento la azotó y agitó su pelo blanco con brusquedad; el camisón se ciñó contra el pecho. Hacía mucho frío y el cielo empezaba a arrojar una fina llovizna que le calaba los huesos. El resplandor pobre de la luna, oculta tras unas nubes densas, no permitía ver nada más allá de unos metros por delante, pero tales obstáculos no le importaron. Estaba decidida a seguir caminando hasta encontrar lo que tanto anhelaba.
Sus pasos la llevaron a perderse en la oscuridad, allí donde todas las voces susurraban mezcladas con el rugir de una tempestad creciente. En ningún momento se planteó si era cuerdo o no adentrarse tanto en el desierto. Ni siquiera cuando percibió gritos cercanos y espeluznantes a su alrededor. Ella simplemente siguió adelante mientras fue capaz.
Murió en algún lugar de la noche, empapada por las gotas de una lluvia intensa, alejada de todo aquello que siempre había significado su hogar, por mucho que su juicio le hiciera creer lo contrario.