17

En un arranque de perplejidad, Adam se apresuró hasta la ventana y ocultó medio cuerpo tras la pared.

En efecto, ahí estaban. Frank y el albino observaban la casa a pocos metros de distancia, como si esperaran que pasara algo de relevada importancia. Llevaban puestos sus anteojos, por lo que no pudo estar seguro de a qué punto exacto miraban.

—Esto no puede estar pasando… —murmuró Adam, nervioso, y añadió—: ¿Crees que te habrán visto?

A Caleb no le hizo falta responder: Frank, haciendo gala de su particular apatía, alzó una mano a modo de saludo.

Adam no esperó; se dirigió a coger su fusil —no saldría fuera sin él— y fue hasta la cocina.

—¿Qué coño estarán haciendo aquí? —gruñó mientras sacaba una píldora de yodo del recipiente y la engullía a toda prisa. Antes de salir le ordenó a su hermano que se quedara dentro.

Al verlo asomarse por la plataforma, Frank se quitó los binóculos, lo señaló y masculló a plena voz:

—Me debes un guardia.

—Yo no te debo nada —replicó con semblante serio. Era consciente de que su posición elevada le otorgaba cierta ventaja ante un posible enfrentamiento.

—Ya lo creo que sí, hostia. Tu numerito en el vestíbulo provocó una jodida revolución. Y no es que ese centinela hubiese ganado el premio a Mejor Biografía del Año,[4] precisamente. No dejaron ni los calcetines. Venga, ¿por qué no bajas aquí y charlamos?

—Y una mierda. ¿Cómo has encontrado la casa?

El albino, en apariencia ajeno a la conversación, se puso en cuclillas, cogió un puñado de arena con la mano y la olfateó. Luego dejó que se deslizara entre los dedos, miró a Frank y asintió con la cabeza.

Éste se tocó el puente de la nariz, meditabundo, y devolvió su atención al muchacho.

—Verás, en mi caso siempre hay alguien que me debe un favor y se muere por saldarlo. Tan sólo he tenido que preguntar un poco aquí y allá. Lo que no me imaginaba es que vivieras tan cerca de ese viejo chiflado toscano.

A Adam no le hizo ninguna gracia que llamara así al señor Belicci.

—¿Fue él quien te dijo dónde encontrarme?

El hombre hizo un gesto escueto de negación.

—Lo conozco porque todo el mundo lo conoce. Pero no he hablado con él en la vida. A propósito, no hace falta que tu hermano siga escondiéndose. Menuda sorpresa me he llevado cuando lo he visto por la ventana. Así que Noah tuvo dos hijos… No me comentaste nada… —Agitó el dedo índice a modo de reproche.

Dándose por aludido, Caleb se asomó por el contorno de la puerta. Adam trató de ocultarlo con su cuerpo sin demasiada eficacia. La verdad es que el chico sentía mucha curiosidad por conocer al hombre que aseguraba saber tantas cosas sobre su padre.

—Míralo, ¡aquí está! —exclamó Frank alargando el cuello—. ¿Cómo te llamas, niño?

Caleb sintió una punzada de rabia. No hacía mucho que le había empezado a crecer algo de pelo en las piernas y en los brazos y ya no era ningún niño. Le habría gustado contestarle, pero no sabía si esa clase de cosas debían contarse tan a la ligera. De modo que dio un par de pasos al frente y se quedó quieto sobre la plataforma, desde donde lo miró con bravura.

—Caleb… —contestó orgulloso, a desgana de su hermano.

—Pues créeme, estoy encantado de conocerte —sonrió—. Apuesto a que el vapor de telurio que buscaba desesperadamente tu hermano era para ti. Dime, ¿te ha contado la pelea que tuvo? Le dieron con la cara en el puño…

—¡Ya basta! —gritó Adam. No le había confesado al chico que dejó a un hombre moribundo a merced de una muchedumbre hambrienta. Esa parte de su viaje no tenía por qué saberla—. Si vienes a por el diario de mi padre ya puedes ir olvidándote. Mala suerte. Aquí no está.

En ese momento la paciencia de Frank pareció agotarse y su gesto cambió por completo.

—Baja aquí de una puta vez o te juro por Dios que te quemo la casa y luego bailo desnudo sobre sus cenizas.

Adam enmudeció un segundo, pero no se dejó intimidar y se puso aún más tenso.

—Vienes a mi casa… me amenazas… —Sostuvo con firmeza el rifle entre las manos—. Por si no te has dado cuenta no estamos en la Guarida. ¿Qué me impide matarte ahora mismo?

El hombre achinó los ojos de forma casi imperceptible.

—Así que va de eso, ¿no? Si quieres… —Paseó un dedo de uno al otro—. Si quieres podemos desafiarnos mutuamente todo el día para ver quién tiene los huevos más grandes. Mi turno. —Se llevó una mano a los genitales y se apretó el pantalón—. Hmm… ¿De veras? ¡Estupendo! —se complació—. Me acaban de informar de que Efraím sería capaz de volarte la cabeza con el arma que lleva escondida antes de lo que tú tardas en decir «hermanito, vuelve adentro».

Sin duda la conversación estaba adquiriendo un matiz peligroso. Adam obligó a retroceder a Caleb con la mano para guarecerlo tras él. El silencio posterior cargó de tensión el ambiente. Para su sorpresa, fue el mismo albino quien, con tono sereno y cordial, habló por primera vez con la intención de calmar los ánimos:

—Tan sólo queremos hablar. Es importante. Por favor, danos unos minutos… —solicitó.

¿Por favor? Le extrañó. ¿Aquel hombre le estaba pidiendo algo «por favor»?

—Mira, no te ofendas. Pareces de esa clase de tipos leales a su líder. Pero eso no te hace de fiar para los demás. Y no soy estúpido. No veo ninguna razón por la que deba creerte.

Efraím dio un paso al frente y tomó definitivamente las riendas de la conversación. Su cara era como la de un ángel irradiado: inexpresiva y escultural.

—Sin embargo, sí la hay. Es la causa por la que nos hemos molestado en averiguar dónde vivías; el motivo que impulsa a un ser humano a mirar con apelación a otro y a confesarle sus secretos más recónditos. Recibe muchos nombres: desesperanza, exasperación… Llegados a este punto sería inapropiado no reconocer algo: te necesitamos, más de lo que piensas…, más de lo que nosotros pensábamos.

Las palabras fluyeron de su boca con fuerza y determinación. Aunque no lo exteriorizó, a Adam le asombró lo sinceras que sonaron. ¿Tanto anhelaban el cuaderno de su padre? Habían podido vivir todos esos años sin él. ¿Por qué de repente se había vuelto un objeto tan valioso e imprescindible?

Por un instante reflexionó sobre qué hacer. Veía factible encerrarse en la casa antes de que alcanzaran a dispararle con cualquier arma que llevasen oculta. Pero ¿y luego qué? ¿Podría sentarse en el sofá como si nada, sabiendo que estarían ahí abajo, tramando Dios sabe qué? No, por supuesto que no. Era evidente que si no bajaba ahí y hablaba con ellos, jamás se marcharían.

Maldijo en su interior. Puede que vinieran en son de paz, pero eso no quitaba el hecho de que fueran gente extremadamente peligrosa.

Deseó no equivocarse con su decisión cuando le tendió el rifle al chico.

—Cógelo —dijo en voz baja. Su hermano titubeó al agarrar el arma. Aquélla debía de ser la segunda vez que la sostenía entre las manos—. Vigila que no me pase nada, ¿vale?

Caleb tragó saliva y asintió, nervioso. Adam le revolvió el pelo.

—No te preocupes. Todo irá bien. —Intentó sonreír.

Se agachó para extender la escalera. Mientras descendía procuró no perder de vista a los dos hombres. Ya en el suelo anduvo un par de metros y se paró en seco al ver que Efraím se acercaba hacia él con paso firme. El albino se detuvo justo enfrente.

—Harás bien en escuchar lo que ha venido a decirte —mencionó con labios pálidos y delgados como láminas—. Lo último que queremos es causar problemas, créeme. —De repente frunció el ceño e inclinó la mirada hacia el muslo de Adam. Al bajar por la escalera se le había abierto un poco la herida de la pierna y en el pantalón se le estaba formando una indiscreta mancha roja—. Estás herido… —No era exactamente una pregunta.

—Me rocé con una roca mientras corría de vuelta a casa.

—Debió de ser una roca muy afilada… y pequeña, para que no repararas en ella —repuso.

—Así es.

Por su expresión, Efraím supo que le mentía, aunque se limitó a asentir y a hacerse a un lado para dejarle el camino libre.

El muchacho le sostuvo la mirada unos pasos y siguió andando en dirección a Frank. Fue testigo de cómo éste lo esperaba con actitud altiva, igual que un tutor molesto con el comportamiento de su pupilo. Al llegar a su posición, volvió la cabeza y observó que el albino seguía bajo la casa, sin perderlos de vista, tan inmóvil como una escultura de mármol.

Adam no se sentía nada cómodo, así que prefirió ir al grano.

—Bueno, ¿qué quieres?

Frank se encogió de hombros.

—Que andemos —dijo, haciendo un ademán con la mano para que lo acompañara.

Antes de darse cuenta, ambos estaban caminando por la arena de forma lenta y distraída. La calma del paraje se rompió de algún modo cuando el hombre esbozó una mueca de decepción.

—Diablos, que me digas que no has encontrado el diario de tu padre después de tener que arrastrarme hasta aquí ha sido como si me metieran una mano en las entrañas y me estrujaran el hígado. Imagino que es lo mismo que debiste de sentir tú cuando no obtuviste la medicina en la Guarida. Así que en cierta manera estamos empatados. —Adam pensó que se equivocaba. No tenía ni idea de por lo que tuvo que pasar aquel día—. Odio que las cosas no salgan según lo previsto, pero odio aún más hacer esfuerzos en vano. Por eso no pienso irme de aquí sin al menos contarte cómo está la situación.

—Te preocupan las dichosas semillas —intervino, trascendente.

—Eso siempre —ratificó el otro—. Aunque lo que hoy me ha traído hasta este rincón tan alegre de la Veguería es algo mucho más… urgente —puntualizó con la mirada—. Chico, puede que tú y yo hayamos tenido nuestras diferencias. Y, de hecho, que yo te guste o no es algo que me trae sin cuidado. Pero en lo que a este asunto se refiere, te juro por el Altísimo que nos encontramos todos en el mismo bando. Todos, desde los saqueadores y putas que se arrastran por los callejones de los asentamientos hasta los que se creen burgueses bañándose en los recursos de su propia inmundicia. Me vengo a referir a que no soy una persona que tenga muchos rivales… al menos que sigan vivos. Pero cuando los he tenido, el enemigo de mi enemigo se ha convertido a toda hostia en mi amigo, ¿entiendes?

Adam dedujo a qué se refería. El mismo problema que lo atañía a él y a su hermano y que ya pronosticó el señor Belicci tiempo atrás.

Se detuvo y se fijó en un punto concreto del horizonte. Entre los espejismos trémulos del sol se intuía la entrada de la estación de metro abandonada cercana a la casa.

—Los Nocturnos…

Frank siguió la trayectoria de su mirada y una sombra de preocupación le cruzó el rostro.

—Hace tres días una de esas cosas consiguió colarse en la Guarida. Mató a un hombre y le perforó el pulmón a otro. En otras palabras: hemos dejado de ser inaccesibles.

El muchacho no dijo nada. Le pareció increíble que hubiesen logrado superar también las defensas de una fortaleza como aquélla. Con sólo recordar sus movimientos, su fuerza…, la agónica experiencia que vivió en su encuentro con ellos, se le revolvió el estómago.

—¿Cómo sucedió?

—El agua. Su hábitat natural es el agua radiactiva. Es algo de lo que ahora estamos seguros.

—¿El agua? ¿No se supone que huyen de ella?

—En absoluto… —Negó con la cabeza—. Nadie baja a los túneles del metro por voluntad propia, ¿cierto? La gente no está tan loca. Pero ¿podrías jurar que la curiosidad no te ha impulsado nunca a acercar las narices siquiera? —Tal y como Frank suponía, no recibió ninguna negación por su parte—. Era de imaginar… Entonces no hará falta que te describa cómo debe de oler esa boca de metro de ahí detrás, tú mismo lo habrás comprobado. Es por culpa del agua estancada, corrupta. Con el paso del tiempo la lluvia se ha ido filtrando por el subsuelo y ha terminado inundando el atolladero de túneles que hay bajo tierra. Son muchos los años en los que ni un alma ha hecho operar las viejas bombas de filtrado repartidas por la red. Antes había cuatrocientos ocho quilómetros de túneles que recorrían el Gran Londres bajo tierra; ahora se han convertido en ríos putrefactos por donde esos seres cruzan a su antojo el inframundo. ¿Te los imaginas, buceando en la oscuridad? —Se sacudió por un escalofrío—. Mutantes de mierda. Me dan asco.

Adam recordó el aspecto repugnante que tenía el Nocturno que vio de cerca. Su piel era blanda y llagada. Lo que Frank contaba tenía sentido, al menos en parte.

—¿Y bien? —insinuó.

—Y bien, ¿qué?

—¿Qué tiene que ver que vivan bajo el agua con que consiguieran entrar en vuestra ciudadela?

—Todo —afirmó como si fuera algo evidente—. Échale las culpas a la industria del siglo veinte. Hay una sola bomba de filtrado en la Guarida; con ella impedíamos la inundación de las cloacas y las galerías subterráneas. Esa puñetera máquina, precisamente lo único que conseguía mantenerlos aislados, se ha estropeado después de mucho tiempo dando problemas. Muerta… Kaputt. Ahora se ha visto anegado el conjunto de túneles del metro que pasan por debajo de nuestra ubicación. Hay uno en concreto cuya altura ha dejado de suponer un problema para cualquier criatura que quiera nadar hasta la compuerta situada en la bóveda del túnel. El Nocturno del que te hablaba antes consiguió colarse por esa ranura: una antigua tapa de mantenimiento que comunica con nuestro sótano. Hacía años que no se utilizaba; la manteníamos cerrada a cal y canto. No nos explicamos cómo cojones pudo abrirla, la cuestión es que se le echó encima a un residente mientras dormía, cerca de los lavabos de los corredores inferiores. Le desgarró el estómago. Su hermano compartía habitáculo con él y se despertó con los gritos. Descubrió el rastro de sangre y al seguirlo vio a ese ser arrastrando el cuerpo de vuelta a las cloacas. Intentó impedírselo, pero sólo consiguió enfurecerlo más; el muy cabrón lo destrozó de una forma que no había visto en la vida. ¿Sabes lo que le pasa a un ser humano tras un buen rato respirando aire y polvo con un agujero en el pecho? Yo diría que «encantador» es la palabra. Se empieza por toser sangre de forma virulenta hasta que se muere extrayendo la tráquea por la boca.

Adam no creía que esa información en concreto llegase a serle útil, pero, de entre todos, había un dato que le interesaba en especial.

—¿Cómo se los puede detener?

—No se puede. —Sonrió como si se tratara de una broma pesada de la naturaleza—. Son más fuertes, más ágiles y actúan con una rapidez y hostilidad que te hacen sentir ridículamente pequeño. —Juntó el dedo índice y el pulgar mientras decía eso último, algo que Adam ya había experimentado en sus propias carnes.

—Sin embargo estás aquí, contándome todo esto, ¿no? Se supone que habéis conseguido controlar la situación.

Frank, dubitativo, enlazó las manos por detrás de la espalda y echó a andar de nuevo. El muchacho lo siguió de forma tácita.

—Pudimos volver a sellar el paso provisionalmente, aunque dudo que aguante mucho más. Ahora que saben por dónde entrar, no dejan de golpear ese punto día y noche. Por precaución también hemos bloqueado las escaleras de acceso al sótano. Pero sus impactos se oyen de manera ininterrumpida. La hostia, se te meten en la puta cabeza. —Aplastó la yema de su dedo índice contra la sien. Después se detuvo y le lanzó una mirada de recelo—. Vamos, admítelo, a ti también te acechan, ¿verdad? Cuando reina la oscuridad decenas de ellos merodean por la tierra que estamos pisando.

Adam pensó que no le serviría de nada mentirle, de modo que asintió en silencio, aunque se preguntó cómo podía estar tan seguro de eso. Aquel mismo amanecer, antes de levantarse, oyó el paso de una tormenta de arena. No duró demasiado, pero lo suficiente como para borrar las huellas producidas durante las noches anteriores.

El hombre le contestó antes de que manifestara su duda.

—Efraím… —Señaló hacia el albino con un gesto de la cabeza—. Conoce a los Nocturnos bastante bien. Podría decirse que guarda un secreto. Si consigues ganarte su respeto puede que él mismo te lo cuente algún día. Si no… bueno, al menos procura no causarle el efecto contrario; no vivirías mucho.

Algo ocurrió entonces: un pájaro de color rojo llegó batiendo las alas desde algún punto del cielo. Adam no dio crédito cuando el albino extendió la mano y el animalillo fue a buscar reposo entre sus dedos. Reconoció aquel pájaro. Había visto dos iguales en la jaula diminuta del salón en el que Frank lo recibió días atrás.

Se preguntó de dónde demonios provendría. ¿Qué hacía un animal como ése suelto en mitad del Yermo?

La pequeña ave graznó una vez. Efraím, satisfecho, se destapó el abrigo, descubriendo una suerte de ballesta de una mano sujeta a su cintura, y de un bolsillo interior sacó algo minúsculo, tal vez un gusano, que acercó hasta la boca del pajarillo. Éste lo engulló con un movimiento rápido y arrancó a volar de nuevo con la misma determinación y elegancia que exhibió al llegar.

—Sí… —murmuró Frank, que también había prestado atención a la escena—. No sé cómo coño consigue adiestrarlos así.

—Pensaba que os los comíais…

—No. Valen mucho más que su pellejo. Los utilizamos para detectar presencias cercanas a nuestra posición. Son colirrojos reales —aclaró—. Lograron adaptarse al nuevo entorno. Por eso los criamos desde hace años. Los soltamos para utilizarlos como sondas sobre el terreno, pero no siempre regresan. A los cuervos carroñeros los atraen como la mierda a las moscas. Ahora sólo nos quedan dos machos. Menudo dilema, ¿eh?

Lo cierto es que la visión de esa ave, alejándose libre por el cielo del mediodía, era tan insólita y hermosa que el muchacho tardó en quitársela de la cabeza.

De pronto, Frank intervino con firmeza:

—Dime, ¿vas a seguir buscando el diario de tu padre o debo empezar a preocuparme?

Su tono explícito lo devolvió al mundo real. Unos cuantos días atrás todo esto le hubiese parecido de locos. Pero tal y como lo percibía ahora, y pese a que no terminaba de ver claras sus intenciones, colaborar con un tipo como Frank podía resultar la peor de las equivocaciones o el mayor de los aciertos.

—Pensaré en ello —contestó—. ¿Todavía sigues creyendo que lo guardó en algún lugar que sabía que yo iba a encontrar?

—No me cabe la menor duda —afirmó.

—De todos modos, ¿qué sentido tiene ahora? Aunque dé con él, sus anotaciones no van a servirnos de mucho contra esas criaturas. No harán que desaparezcan.

—Ellas no —rebatió con una sonrisa astuta—, pero tal vez nosotros sí.

Adam cambió el peso de pierna, intrigado.

—Explícate.

El hombre respiró el aire frío del desierto, miró al suelo para estudiar la trayectoria que perfilaba su sombra y se encaró hacia el norte. El contorno de las ruinas de Londres lo hizo adoptar un gesto vidrioso.

—Hijo, tu padre encontró algo: una ciudad. Una ciudad como las de antes… llena de vida.

Adam fue a decir algo, pero él lo detuvo con una mirada severa.

—Déjame terminar —solicitó categórico, poniendo de manifiesto lo mucho que lo molestaba que lo interrumpiesen. Tras unos segundos recobró la compostura y sus pensamientos parecieron viajar hacia algún destino incierto. El rostro se le llenó de sueños—. Imagina… una civilización custodiada por valles, sin tormentas de arena ni lluvia radiactiva, en donde la vegetación crece verde por las calles y avenidas. Las estructuras de los edificios han quedado cubiertas por jardines flotantes; la fruta brota sana por sus yedras y los seres humanos viven en cabañas que rodean las cortezas de árboles milenarios y corren libres bajo la luz de la luna, sin temer la llegada de la noche. Todo eso está ahí, en alguna parte, esperándonos. El nuevo mundo… —articuló con un hilo de voz—. En sus escritos, tu padre se refirió a ese lugar como Albión.

Un destello cruzó la mente del joven.

—¿Albión, eh…? —repitió, tan confuso como escéptico. Desde luego, no era la primera vez que oía aquella palabra.

—En alguna ocasión oí cómo le mencionaba ese nombre a mi madre —comentó, desconcertado—. Él le decía: «Todo será distinto gracias a Albión». Siempre creí que se refería a una persona.

—Entonces Noah no era tan hermético, después de todo. Tu madre también lo sabía…

Adam miró hacia la casa. La visión de sus viejas maderas y sus chapas oxidadas le acarrearon recuerdos de soledad; largos períodos de ausencia en los que tanto él como Caleb tuvieron que apañárselas como pudieron.

Una ciudad paradisíaca y aislada del resto del mundo… ¿Así que ésa era la utopía que casi había vuelto loco a su padre?

—No tiene sentido —dijo el muchacho.

—¿El qué? ¿Que él jamás te contara nada y tenga que ser un completo desconocido quien lo haga en su ausencia?

—Más o menos… —contestó taciturno.

—Tal vez no fuera el momento. Puede que Noah quisiera revelártelo más tarde por algún motivo.

—Ya no sé qué creer. Todo es muy confuso. Primero la búsqueda de semillas, luego una metrópoli perdida. Es como… —se mordió el labio inferior— es como si le quedara demasiado grande, incluso para un hombre como él.

«Y de ser cierto —pensó—, ¿cómo lo hizo? ¿Cómo sobrevivió a tantos viajes más allá de los asentamientos conocidos?».

—Supongo que mi falta de fe en todo esto —continuó diciendo— se debe a que me cuesta aceptar que he vivido una mentira durante tantos años. Años que ni siquiera puedo enumerar.

—Sólo ha sido una mentira a medias. La verdad siempre ha estado ahí, esperándote. En mi opinión, lo importante es lo que sabes ahora. Piénsalo bien: todo está relacionado. Es muy probable que Noah sacara de allí las semillas, pero ¿por qué conformarse con una simple moneda de oro cuando se puede obtener el tesoro entero? Para mí, plantar melocotoneros en el porche estéril de la Guarida es tan interesante como mear contra el viento. Lo que realmente quiero es dar con ese lugar: Albión. Por ahora, lo único que sé es que se encuentra más allá de la frontera con la antigua Escocia. Pero tu padre detalló la ubicación exacta en su cuaderno, y también cómo lograr llegar de una sola pieza. La última vez que lo vi prometió llevarme con él. Es obvio —efectuó un gesto amplio para abarcar el entorno— que no lo hizo. Y ahí es donde entras tú.

—¿Yo? —soltó incrédulo—. ¿Y qué tengo que ver yo con todo esto?

Frank se pasó una mano por la cabellera negra. Con la luz del día reflejándose en sus arrugas avanzadas se hizo evidente el cansancio que llevaba acumulado. El trayecto para llegar hasta allí le había grabado un contorno polvoriento alrededor de los ojos que acentuaba esa sensación.

—Voy a organizar un viaje de proporciones no conocidas hasta la fecha. Entre seiscientos y ochocientos quilómetros hacia el norte, a través de un vasto territorio que el ser humano no ha pisado en décadas. Haré que partan unos cuantos hombres de mi confianza a la búsqueda de esa ciudad. Pero necesito incluir dos cosas: el diario de Noah y a ti. Quiero que tú les hagas de guía. Considéralo una especie de deuda heredada.

Adam soltó un bufido que rebosaba desconcierto. Si hubiese tenido comida en la boca se habría atragantado.

—Me tomas el pelo…

El hombre le dio a entender con su silencio y su cara lánguida que iba muy en serio.

—¿Estás loco? —Arrugó la frente—. ¡Lo que planteas no tiene sentido y además es un suicidio! Maldita sea, tienes que haber perdido completamente el juicio si piensas que voy a dejar a mi hermano aquí.

—Tu hermano podrá quedarse en la Guarida, bajo mi cuidado personal, hasta que vuelvas con la confirmación de una ruta segura.

Adam no podía creer lo que estaba oyendo. Como si eso le otorgara alguna garantía. Más bien todo lo contrario. ¿Qué diablos le hacía pensar a Frank que podía decidir por él? Dio un paso al frente y le respondió de forma ruda, casi desafiante.

—Ni hablar, joder.

—No puede ser otro quien lo haga.

—No sé por qué ni me incumbe.

—Noah escribía siempre las anotaciones en su lengua nativa para protegerlas de los curiosos. Me obsesioné con eso, y gracias a algunos libros antiguos aprendí parte de su idioma. A decir verdad, muy poco. Cuando te formulé esa pregunta en mi salón ni siquiera entendí qué cojones me contestaste. De todos modos, perfeccionarlo no me habría servido de nada; él desapareció y mis esperanzas se esfumaron al mismo tiempo. Hasta que te vi el otro día en la Jaula. Eso lo cambió todo, de modo que sí te incumbe. Los conocimientos que tengo del holandés no son ni por asomo suficientes. Y no existen más traductores. La mayoría de los hombres y mujeres de la Veguería ni siquiera saben leer ni escribir en inglés. Además, ya te dije que no puedo dejar la posición que ocupo aquí. Así que una vez el grupo esté en marcha, el único que sabrá interpretar esas páginas, qué sendas y decisiones tomar, vas a ser tú.

A Adam lo irritaba sobremanera que diera tantas cosas por sentado. No es que todo aquello no le despertara una creciente curiosidad, eso jamás podría negarlo, pero lo que ese hombre sugería era un disparate de proporciones delirantes.

—Será mejor que te vayas… Lo digo en serio, no quiero seguir con este tema. Vale, ¿quieres el diario? Continuaré buscando tu dichoso diario, pero por nada del mundo abandonaría a mi hermano. Y tampoco tengo intención de ir a morir allí fuera por una estúpida probabilidad. Menuda gilipollez, no sobreviviríamos ni a la primera noche.

Frank soltó una breve carcajada.

—A veces me haces mucha gracia, chico. Pobre niño grande, has abierto el baúl de los secretos y ahora te aterrorizan sus consecuencias. Verás, en un mundo en el que se vive siempre con miedo, te sorprendería saber hasta dónde estarías dispuesto a llegar. Cuando estos monstruos den con la forma de entrar en tu choza os joderán a tu hermanito y a ti a base de bien. No serán tan benévolos como lo estoy siendo yo, tenlo por cierto. ¿Me dices que no cuente contigo? —Le guiñó un ojo—. Ya lo veremos —concluyó, muy seguro de sí mismo.

Una fuerte ráfaga de viento le hizo ajustarse mejor el abrigo. Sin mediar más palabra, dio media vuelta y fue hasta donde permanecía el albino.

—Capullo —masculló Adam entre dientes. De nuevo otra de sus sutiles amenazas. Su arrogancia y testarudez parecían no tener límites.

Alzó la voz para que pudiera oírlo:

—¿Por qué crees tanto en él, eh?

Frank respondió sin detenerse.

—Era tu padre. ¿Por qué lo subestimas tú tanto?

—Porque sé lo que es que hagan que te ilusiones por algo que nunca va a suceder. Por lo que a mí respecta, esa ciudad que buscas ni siquiera es real.

El hombre se detuvo y ladeó la cabeza. Había un destello de furia en sus ojos.

—Mi padre murió en la guerra de Afganistán en el año 2003. Iba en el interior de un convoy de reservistas del ejército que fue pulverizado por un misil balístico. No llevaba allí ni un mes; su destino lo condujo al fracaso antes de tan siquiera empezar. Tu padre, en cambio, fue un visionario, un héroe que hizo cosas increíbles. Averiguarlas tendría que ser para ti el fin, la meta a perseguir. Ahora vuelve a casa, Adam Reichert. Piensa en el pasado y en lo que puedes llegar a transformar el futuro. Debes entender una cosa: nosotros somos los hijos del átomo… y Dios está cabreado por todo lo que hemos hecho. Su purga va a dar comienzo de un momento a otro y será despiadada. De modo que más vale que encuentres de una puta vez ese diario o pronto nuestras almas chillarán como becerros en las hogueras del infierno. —Terminó de volverse para mirarlo de arriba abajo—. Y procura curarte esa mano, date un baño, lo que sea… Estás hecho un puñetero asco.

Dicho esto, continuó caminando sin prisa. No se detuvo al pasar junto a Efraím. Bajo la claridad diurna, el iris del albino se veía rosado, tal vez rojo, debido a la falta de melanina en todo su organismo. Como empezaba a ser habitual, se despidió del muchacho de forma escueta: alzando dos dedos a la altura de la sien. Se dio la vuelta y siguió de cerca a Frank. Ambos torcieron hacia el sur cuando llegaron a la altura de la carretera. La gravilla y el contraluz solar no tardaron en transformar sus cuerpos en sombras difusas.

Adam se quedó fuera un rato. Su hermano lo observaba inexpresivo desde la casa. El Yermo lo envolvía y lo empequeñecía como un abismo de arena y ruinas procurando un destierro hacia el olvido. Miró una pulpa de maleza que rodó ligera por el suelo, mecida por la brisa, por lo demás, no se apreciaba movimiento alguno. No había pájaros en el cielo, y el horizonte permanecía tan estático como un cuadro, únicamente alterado por dos puntos oscuros que se alejaban de forma progresiva e incesante.