Seguramente, si le preguntasen, diría que los siguientes cuatro días fueron los que peor se encontró de toda su vida. En la cama, hostigado por fiebres altas, Adam tuvo constantes delirios: soñó con criaturas espantosas que nacían de las bocas enormes de otras criaturas; imaginó, sudando por la infección de las heridas, que su padre se acercaba a su lecho, inexpresivo, para luego arrancarse la piel y desvelar el cuerpo atroz de un Nocturno un segundo antes de lanzar un grito escalofriante. En más de una ocasión, el muchacho se acurrucó con ojos desorbitados en un extremo de la cama porque creyó que Ellos habían conseguido entrar en la casa y reptaban por las paredes, a punto de saltarle encima y matarlo.
Su hermano había mejorado de manera considerable gracias a que la misma noche que llegó, antes de caer desvanecido sobre la cama, logró sintetizar un poco de vapor de telurio y suministrárselo. Mientras él mismo empeoraba de forma drástica, Caleb recuperaba las fuerzas con una rapidez asombrosa. Al mediodía siguiente, el chico casi se había curado. Y recordando cómo se preparaba, intentó entonces elaborar una nueva dosis para dársela a Adam. Por desgracia, en su caso no pareció funcionar: el dolor y la fiebre no disminuyeron.
La herida de la pierna era lo que más le preocupaba a Caleb. Un feo hematoma, negro y rojo, salpicado por ampollas de pus, fue extendiéndose hasta alcanzarle la base del tobillo, que se le acabó hinchando hasta el doble de su tamaño normal. Curiosamente, por las noches era cuando exhibía peor aspecto. El chico se la desinfectaba con regularidad, usando el whisky escocés de una botella polvorienta que su padre había traído en uno de sus últimos viajes. La conservaban por su efecto antiséptico, ya que jamás se les habría ocurrido probarla. Aquella bebida cambiaba a las personas… Cada vez que le echaba el alcohol sobre la piel, Adam se quejaba en sueños, a veces incluso abría los ojos, pero en seguida volvía a perder el conocimiento. Caleb también trató por todos los medios de que comiera y bebiera agua en los cortos intervalos que tuvo de lucidez, aunque por norma general lo vomitaba todo. La noche del tercer día, exasperado, se le ocurrió aplastar el remanente de la raíz para crear una pasta y aplicársela directamente a la herida.
Se quedó dormido a su lado. Y a la mañana siguiente, Adam por fin le habló:
—Estoy hecho un asco, ¿verdad?
Caleb abrió los ojos, sorprendido, y se lanzó con fuerza a abrazarlo.
—¡Au! —se quejó Adam—. Con cuidado, aún me duele todo el cuerpo…
—¡Has despertado! —exclamó el chico, maravillado, que aflojó pero no quiso soltarlo.
—¿Cuánto tiempo llevo en la cama?
—Sin contar esta mañana, tres días —le informó. A continuación agarró el frasco de agua de la repisa y se lo ofreció.
Adam la aceptó y sorbió poco a poco. Su aspecto era débil, con la piel amarillenta y los labios descoloridos. Aunque ya no sudaba tanto y la herida de la pierna presentaba mucho mejor tono.
Caleb tomó del suelo el cuenco que contenía el resto de la cataplasma de la raíz.
—Aún sobra un poco de esto. Deberías terminar de ponértelo sobre la herida. Ayer lo hice y ha dado resultado.
—Gracias. Al final has acabado salvándome tú a mí —sonrió.
El chico no pudo disimular cierto orgullo al oír aquello, aunque prefirió cambiar de tema.
—¿Qué te pasó en la mano? La tienes fatal…
Adam se la miró. Estaba amoratada e hinchada. Le recordaba a un guante de béisbol desgarrado que tuvo de pequeño.
—Es una larga historia…
En aquel momento las tripas le rugieron y Caleb puso cara de circunstancias.
—Intenté hacer que comieras, pero lo echabas todo.
—Pues vaya… —Se tocó la cabeza haciendo una mueca de dolor. Tenía una jaqueca horrible—. Qué desperdicio. ¿Nos queda algo?
Caleb asintió.
—He hecho un recuento: cinco latas de judías y dos de fruta. Me comí uno de los trozos de conejo que trajiste, pero encendí la chimenea de la cocina y puse a hervir en agua los huesos y las sobras del otro, por lo que abajo hay un recipiente con sopa… ¡Ah! —Sonrió triunfal—. Y ayer salí al exterior un rato y di con una madriguera de lagartos del desierto: conseguí cazar tres… bueno —curvó la boca—, dos y medio. Si quieres podemos comérnoslos hoy.
Adam palideció de golpe y lo agarró del antebrazo.
—No pasa nada… —quiso explicarse el chico—. Bajé a mediodía. No había rastro de Ellos. Ni siquiera de sus pisadas.
—Me da igual. No vuelvas a hacerlo, ¿me oyes? Joder, ¿en qué estabas pensando? —lo increpó.
Su hermano se soltó, molesto.
—Pero era de día. Estaba despejado. ¿Qué más te da?
—¡He dicho que no! —exclamó tajante—. No te haces a la idea de lo que son capaces de hacer. Ya ni siquiera los períodos de luz son seguros. No podemos fiarnos de eso. Además, podría haberte visto alguien.
—Pero ¿quién?
—¡No sé! Alguien.
Caleb se levantó con aire malhumorado.
—¡Lo que pasa es que te fastidia que por una vez sea yo quien haya cuidado de ti!
—Eso es mentira…
—No. No lo es. Siempre te enfadas cuando intento hacer algo por mi cuenta y no estás vigilándome. Ya no soy un niño, ¿vale? También me las sé apañar solo.
—Hermano, tan sólo intento protegerte… —Se sorprendió por lo ofendido que parecía de pronto.
—Entonces los dos intentamos lo mismo, porque no hay nada más que hacer en este asqueroso rincón del mundo que no sea seguir tus reglas e ir siempre con cuidado —respondió el chico, concluyente. A continuación, salió de la alcoba con paso firme—. Ya me avisarás si quieres comer —dijo desde la escalera. Y se oyó el fuerte ruido de sus botines al bajar por los peldaños.
Adam chasqueó los labios.
¿Por qué Caleb se ponía así?
Se dijo que tendría que bajar y explicarle todo lo que había vivido aquel día, eso lo haría recapacitar, comprender.
Quiso incorporarse, pero apenas pudo alzarse un palmo; los brazos le flaquearon, faltos de fuerzas, y volvió a caer inmóvil sobre la cama.
—Vale… Más reposo, ¿no, doctor? —murmuró para sí mismo mientras miraba al techo con fastidio—. Maldita sea…
Lo primero que le llamó la atención cuando al fin pudo levantarse al día siguiente fueron sus pantalones: le iban demasiado grandes.
Conservaba su complexión fuerte, pero había adelgazado mucho. La comida era un verdadero problema. Siempre lo era, y en esos momentos aún más. Adam notaba una rata en el estómago llamada hambre, royéndole las entrañas con una intensidad que no había conocido hasta entonces.
Terminó de vestirse y bajó por la escalera. Tuvo que agarrarse bien al pasamanos porque se sentía débil. Aún quedaban algunas latas de víveres. Se propuso que desayunaría bien y que luego intentaría salir a cazar. No tenía por qué ser una presa grande. Era consciente de que en su estado no podría correr tras ella. Pero tal vez diera con alguna madriguera de topos o con el escondrijo de los lagartos que citó su hermano. La noche anterior había cenado uno, lo primero que fue capaz de ingerir sin devolver, y lo encontró bastante sabroso, pese a que le supo a poco.
Hacía rato que Caleb se encontraba en el salón. En ese instante daba cuerda a la gramola con la intención de ponerla en marcha.
—Has podido levantarte —dijo al verlo—. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor… Pero apenas me tengo en pie.
El chico se fijó en cómo se sujetaba, dejó lo que estaba haciendo y se apresuró a ayudarlo a bajar los últimos peldaños.
Después de la discusión, la mañana anterior, Adam lo llamó para que volviera a la habitación y se lo contó todo: la visita al refugio de los Belicci, lo mal que parecía estar Rosalía —aunque no le comentó nada sobre la comprometida petición que le había hecho el señor Benjamin—. También le habló de su precipitada estancia en la Guarida, del tipo que la gobernaba, Frank, y de todo lo que parecía saber sobre su padre; del viajero, de su hijo y de su insólita generosidad al darle la raíz y, por supuesto, de su encuentro con los Nocturnos. Caleb prestó especial atención al misterio que envolvía a su padre y a la parte referente a Ellos. Le formuló multitud de preguntas y se llevó la mano a la boca, espantado, cuando Adam le describió con horror lo que vio en el interior de aquel edificio en ruinas. Tras la crónica, el chico borró todo rastro de enojo en su rostro y le pidió perdón por haberse enfadado.
—Nunca más volveré a dudar de ti —le aseguró, conmovido.
Caleb estuvo muy atento con él desde entonces. Y el hecho de verlo por fin levantado le supuso un gran alivio.
Lo acompañó hasta la cocina y, una vez lo sentó a la mesa, cuidó de que no le faltara de nada. Adam desayunó con afán una lata de judías y se bebió toda la sopa hasta apurar los huesos del conejo. Estaba delicioso. El muchacho casi pudo notar las proteínas restaurándole el metabolismo. La falta de ingesta de los últimos días había provocado que su estómago se cerrase, de modo que en seguida se sintió lleno.
Al terminar, sin embargo, volvió a verse abatido, y la idea de salir a cazar se esfumó tan rápido como había llegado. Regresó, tambaleante, a la habitación, donde cayó en un sueño profundo hasta el mediodía.
Cuando despertó se encontraba mucho mejor. Observó la herida de su pierna: había cicatrizado bien. Le resultó raro no haberse detenido todavía a pensar en ello, pero estaba del todo impresionado por las increíbles propiedades curativas del telurio. Pensó que una medicina así debería estar al alcance de todo el mundo.
Por desgracia, la mano aún le dolía, sobre todo el dedo índice y la muñeca. Definitivamente tenía que hacer algo con esa fractura. No les quedaba cinta adhesiva, pero arrancaría un trozo de tela de la manta y la uniría a cualquier superficie dura que encontrase para hacerse un cabestrillo.
Hablando de encontrar… un pensamiento lo abordó.
Movido por la curiosidad, se tomó su tiempo para ponerse en pie y estudiar bien la habitación. Aparte de la cama y el mueble de la repisa, era un habitáculo vacío. Resultaba improbable que su padre hubiese escondido allí su diario. Se preguntó si valía la pena gastar su tiempo buscándolo, pero la respuesta le llegó rápida y concisa: tiempo era precisamente lo que le sobraba.
Bajó de nuevo al salón. Allí vio a su hermano contemplando el Yermo por la ventana. Parecía concentrado en algún punto concreto del exterior. Al oírlo, éste se volvió y quiso decirle algo, pero se detuvo, intrigado, al ver que Adam se ponía a inspeccionar a fondo todos los muebles de la casa. No había muchos. Empezó por los armarios de la cocina, después por la alacena medio rota de la pared y dejó para el final el buró de roble del salón, que arañado y astillado como estaba, sólo reflejaba una ínfima parte de su antigua elegancia. Cuando terminó, el hecho de no encontrar nada pareció decepcionarlo. Se le ocurrió entonces ponerse a golpear con la bota sobre el suelo de madera, como si existiese algún doble fondo o compartimiento secreto que se le hubiese pasado por alto. Empezó a tantear cada metro cuadrado, y cuando el suelo también se acabó, hizo lo mismo con el puño en las paredes. No se dio cuenta de lo ofuscado que estaba con esa idea hasta que Caleb le habló y lo sacó de su encantamiento.
—¿Se puede saber qué haces?
Adam cejó en su empeño, se mordió el labio y analizó con la vista todas las esquinas de la casa.
—Dime una cosa, Caleb: si fueses papá, ¿dónde esconderías algo que quisieras que tus hijos encontrasen algún día?
—¿Te refieres a su diario?
—Ajá… —asintió.
—Si yo fuese papá habría llevado algo así siempre conmigo. Ya sabes cómo era con sus cosas.
—Desde luego… —De pronto se fijó en una grieta que había en la pared, justo encima de la ventana de la cocina. Uno de esos detalles que seguramente había visto mil veces con anterioridad sin darle ninguna importancia. Fue hasta allí y con cuidado se subió a la madera de la encimera. Alargó el brazo e introdujo la mano sana en el agujero.
—Adam… —dijo el chico.
—Ahora no —respondió, concentrado en palpar el interior del orificio.
Caleb se encogió de hombros y siguió observando el exterior con semblante serio.
En la grieta no había nada, y Adam sintió una nueva y fastidiosa decepción. Bajó del saliente y se cruzó de brazos, pensativo.
Fue entonces cuando pareció caer en la cuenta de que su hermano seguía sin moverse de la ventana.
—A propósito, ¿en qué piensas que no dejas de mirar afuera?
—Bueno, dijiste que ese tal Frank era un tipo moreno y de mediana estatura, ¿verdad? —mencionó sin abandonar la ventana.
—Eso es… —repuso. Acto seguido, estudió el techo en busca de algún otro posible escondite.
—El albino que comentaste… ¿tenía el pelo largo y muy blanco?
—Claro, Caleb; era albino.
—¿Y estás seguro de que no te siguieron?
—Segurísimo. —En esos momentos le otorgó toda su atención—. ¿Por qué lo dices?
Caleb se volvió y señaló con el pulgar hacia la ventana.
—Porque hace rato que hay dos hombres ahí abajo, observando la casa. Y son tal y como los describiste.