15

Caleb se quitó la manta de encima. Se encontraba mucho peor que cuando había despertado. Si se hubiese visto con fuerzas habría saltado del sofá, pero sólo fue capaz de levantarse con relativa prisa. Se rodeó el torso con los brazos y se apresuró hasta la puerta de la casa.

La agonía que su hermano manifestaba desde fuera lo sobrecogió. Para el chico lo era todo; el soporte donde agarrarse, el muro tras el que refugiarse. Oír sus gritos de angustia fue como si el mundo entero se derrumbara.

—Ya voy, Adam… —masculló. Los labios le temblaban.

Deslizó el cierre metálico y su cuerpo se estremeció de nuevo al contacto con el exterior. Algo iba realmente mal ahí abajo. Multitud de alaridos estridentes llenaban la noche. Y de entre todos, tan sólo uno era humano…

—¡La escalera, suéltala! ¡Los tengo encima! —vociferó Adam desde algún punto del desierto.

A Caleb le brotaron lágrimas nacidas de la tensión del momento. Echó la vista abajo y vio sombras acercándose. No distinguió a su hermano entre la penumbra y eso lo horrorizó. Se dejó caer de rodillas y buscó con apuro el hierro frío de la leva.

—¡Está bajando, está bajando! —gritó al tirar del mecanismo.

La escalera descendió como un ángel caído justo en el instante en que Adam alcanzó el redil; estiró la mano herida y agarró el primer travesaño que encontró, que aún vibraba por el impacto contra el suelo. Al sujetarse sufrió un latigazo intenso, como una corriente galvánica, que pareció perforarle la muñeca y los nudillos dislocados. Trató de apartar el dolor a un lado y empezó a trepar. Acompañó cada movimiento de ascenso con un grito nacido del esfuerzo más desgarrador. Caleb pudo verlo por fin y le tendió su mano.

—¡Agárrate a mí! —chilló.

Adam quiso alargar el brazo, pero se quedó a medio camino. Unas zarpas rígidas y afiladas nacieron de la oscuridad y se clavaron tan profundas en su pierna que le ensartaron la carne hasta el hueso.

El muchacho gritó tan fuerte que su angustia retumbó por todo el Yermo. Los seres a su espalda se exaltaron aún más, sabedores de que lo tenían.

Aquel Nocturno tiró de él hacia abajo. Tenía una fuerza increíble. Mientras Adam se resistía creyó oír una risa malévola nacida de sus fauces, aunque de un modo lejano, y pensó que seguramente se tratase de su gruñido natural. Decidido a no ceder, empezó a pisotearle la cabeza con la otra pierna. Su bota golpeó una sustancia amorfa que tenía la consistencia de la goma dura. Pero las garras se le clavaron aún con más firmeza y le desgarraron el músculo. La pierna le quedó en el acto empapada en sangre. Adam volvió a gritar. En un momento de delirio, pudo girar un poco la cadera para adquirir mejor ángulo; tuvo la sangre fría para detenerse medio segundo, apuntar y propinar un potente puntapié que hizo crujir varios huesos del cráneo de la criatura. Ésta dejó ir un gorgoteo efímero y lo soltó. Cayó encima de otra que también se encontraba trepando.

Adam se sirvió de su hermano para terminar de subir el último tramo. El dolor era insoportable, pero el peligro no había acabado. Aún no estaban a salvo.

—¡Hay que replegarla, de prisa! —apremió.

Se inclinaron y tiraron de los barrotes en un arrebato desesperado, poniendo de manifiesto los límites del aguante humano.

Tan sólo oyeron el rugido colérico, pero no vieron el zarpazo que pasó rozando por muy poco el último de los travesaños mientras se elevaba.

Cuando consiguieron por fin anclar la escalera, Adam se quedó recostado sobre un brazo y con la cabeza gacha, inmóvil sobre la plataforma. Respiraba… respiraba… Los brazos le temblaban y el cuerpo lo castigaba con calambres en mil lugares distintos.

Era increíble: lo había conseguido…

Inmerso en asimilar la rapidez de los hechos, tardó en darse cuenta de que la noche había enmudecido. Por alguna razón, no oír la frustración de aquellas criaturas lo puso más nervioso. Eran despiadadas… imprevisibles. Ahora sabía lo improbable que resultaba sobrevivir a un encuentro con ellas.

Aquel silencio no era normal, insistió.

¿Qué demonios se suponía que habían hecho? ¿Se habrían marchado?

Sujetó el rifle y volvió a activar la visión nocturna. Enfocó debajo de la casa.

No, por supuesto que no…

Uno de ellos serpenteó encorvado hasta el charco de sangre que se había materializado en el suelo; la olisqueó y, para su horror, exhibió una lengua larga y viperina que deslizó por encima de un modo que resultó sumamente perturbador.

Adam contrajo el semblante, desconcertado.

—¿Qué son? —inquirió Caleb, muy asustado.

—No lo sé…

Movió la mira un metro a la izquierda y vio el cadáver tendido de la criatura que lo había agarrado; al momento desapareció, arrastrado por la oscuridad.

—¿Crees que eran humanos?

—Que no lo sé, Caleb…

—Pero dime qué ves.

Retornó hasta el charco de sangre. El Nocturno que seguía allí alzó la vista, como si intuyera que le estaba apuntando. El contorno de su boca abierta se estiró, perfilando una especie de risa extraña. Entonces retrocedió poco a poco hasta desaparecer del halo verde. Adam abandonó la visión. Se puso en pie, renqueante, y ayudó a su hermano a hacer lo mismo.

—No lo sé… —repuso de nuevo mientras entraban dentro, demasiado afectado para poder ofrecerle una respuesta.

Durante toda la noche, docenas de ojos blancos como los de la muerte contemplaron la casa bajo la luz de la luna. Algunos de ellos se dedicaron a deambular y a trazar círculos alrededor de su estructura. Aunque la mayoría se mantuvieron quietos sobre la arena, sin inmutarse, hasta bien entrada el alba.