Su silueta apareció por el hueco calcinado del vestíbulo y se internó, inestable, en la lobreguez del edificio. Adam tosió con virulencia, y con cada contracción escupió una buena cantidad de arena por la boca. Efectuó tres pasos trémulos antes de que su cuerpo se desplomara e impactara contra el suelo resquebrajado.
Tendido, siguió tosiendo y retorciéndose como una culebra debido al colapso que sufría su sistema nervioso. Había estado muy cerca de morir asfixiado.
Pero seguía vivo; lo sabía porque podía sentir el dolor álgido y despiadado que se clavaba al unísono en cada uno de sus músculos.
Al otro lado del umbral, la tormenta, en todo su esplendor, rugía de ira y encapotaba la visión del mundo exterior con millones de partículas que silbaban y se deslizaban a una velocidad endiablada a través del perfil cuadrangular de la entrada. Sin duda, un contraste embriagador con el silencio recóndito que se estancaba en los cascotes de aquel bloque, que olía a cerrado y a materia orgánica descompuesta. Mientras se recuperaba, Adam imaginó que aquel hedor sería debido a la humedad provocada por la lluvia radiactiva de los últimos días.
Volvía a tener sed. Su boca estaba tan seca como el desierto de ahí fuera. Buscó, impulsivo, la cantimplora. La destapó y dejó que el poco líquido que quedaba le humedeciera los labios y se colara por su garganta. Con la lengua lamió y sorbió del orificio, apurando hasta la última gota.
Continuó tumbado un par de minutos, del todo inmóvil, hasta que se repuso lo suficiente como para incorporarse.
Observó con recelo el interior del edificio. Sus ojos sólo distinguían sombras indefinidas. No obstante, no era seguro quedarse en el vestíbulo. Allí los Nocturnos darían con él fácilmente. No; registraría las entrañas de aquel lugar y encontraría un buen rincón en el que esconderse.
Eso haría.
Se dirigió renqueante al tramo de la escalera principal. Pudo diferenciar el primer peldaño que ascendía; el resto estaba sumido en la más absoluta oscuridad. Adam se llevó la mirilla del rifle a la cara y accionó por primera vez en muchísimo tiempo la visión nocturna del arma. Contaba con que aún le quedara una pequeña carga de batería, y así fue. Unos escalones llenos de porquería aparecieron con un resplandor verde ante sus ojos. Respiró hondo y fue subiéndolos poco a poco, con cuidado de no tropezar con nada. A medio tramo, se puso tenso al toparse con unas ratas que campaban a sus anchas por el suelo roñoso. Éstas desaparecieron ágiles del círculo de luz, huyendo de la presencia humana. Pese a que trató de no darle mayor importancia, ese hecho consiguió que su respiración se volviese más agitada. Siguió subiendo por la escalera. Cuando llegó al primer piso descubrió un pasillo largo, lleno de puertas rotas, que terminaba en un túnel negro y silencioso cuyo final no alcanzaba a verse. Se le erizaron los pelos de la nuca. No reconocía aquel lugar. Jamás había estado allí. De sobra sabía lo imprudente que era adentrarse en un edificio abandonado o que no hubiese sido registrado con anterioridad, porque no se podía estar seguro de lo que habitaría en su interior. Él nunca se saltaba esa norma. Pero en aquella ocasión resultaba ser una medida de extrema necesidad. Y aunque la tormenta parara en ese preciso instante, ahí fuera ya era casi de noche.
«De noche…», temió. Ellos, los Nocturnos, como los llamó Frank, estarían a punto de salir a la superficie. Pensó que el rugido del vendaval no le permitiría oírlos si se acercaban.
¿Darían con él si se escondía en alguna de aquellas viviendas de los tiempos pasados? ¿Olerían su miedo y lo encontrarían acurrucado en una esquina, arrepintiéndose de no haber llegado a tiempo a su refugio?
Su instinto y la costumbre lo condujeron a buscar un lugar más elevado, de modo que subió otro piso. El olor a rancio se intensificó cuando apareció ante él el segundo corredor. Éste quedaba bloqueado en la mitad de su recorrido por un montículo de escombros retorcidos. Las paredes estaban agrietadas y en muy mal estado, pero conservaba una puerta más o menos intacta, con sólo la parte superior astillada. Se acercó y, sin detenerse a pensarlo, la empujó con el hombro: aquel rincón del edificio sería tan bueno como cualquier otro. Entró en el nuevo espacio con el corazón en un puño. Su pulso tembló cuando apuntó con brusquedad su arma hacia todos los flancos. Eran los restos de un apartamento, y parecía vacío. Amasijos de materia calcinada que identificó como muebles se repartían a lo largo y ancho de la sala. Aquello seguramente se tratase del comedor. Por el hueco que en otra época constituyó una ventana se colaban pequeñas cantidades de arena hacia el interior. A esa altura, la tormenta no parecía tan densa, o tal vez se estuviera disipando, de tal forma que el crepúsculo conseguía reflejar fugaces destellos de color plata sobre una porción del suelo.
Cerró la puerta a su espalda y la bloqueó con su propio cuerpo. Se deslizó hasta el suelo y expulsó el aire de los pulmones, como si lo hubiese estado conteniendo hasta entonces. Allí resistiría el transcurso de la noche…
La tormenta no tardó en desvanecerse. Lo hizo con la misma rapidez con que llegó. Uno de los aspectos que las hacía tan mortíferas era que resultaban del todo impredecibles, por lo que limitaban mucho el tiempo de reacción.
Adam aprovechó para levantarse y acercarse cauteloso hasta el hueco de la ventana, donde observó con incertidumbre la noche. Las nubes se estaban abriendo, dejando a la vista una porción incompleta de la luna. Su resplandor creciente devolvía un aura argentada y espectral sobre las ruinas más cercanas. Multitud de formas y detalles fueron llenando un mundo muerto y, en apariencia, tremendamente hostil. Incapaz de abandonar su visión, el muchacho sintió un escalofrío. Y recordó una vez más las palabras del anciano:
«He oído a esas cosas antes del crepúsculo, durante el alba. He visto sombras temibles que se mueven entre las ruinas».
Él no veía nada, pero lo imaginaba todo…
Con un nudo en la garganta se alejó de la ventana para estudiar mejor el apartamento. Ya que estaba sitiado, tal vez diera con algo interesante.
El distribuidor quedaba sepultado bajo toneladas de escombros y hacía imposible el paso hacia el otro lado de la vivienda. Lo único que encontró al girar por la esquina opuesta del comedor fue un plástico agujereado que se sacudía como un espectro, mecido por una ligera corriente de aire. Al apartarlo descubrió un habitáculo pequeño y cubierto de ceniza. Por la posición del mobiliario entendió que allí se ubicaba la cocina. Adam palpó el interior de un armario carbonizado con la vaga esperanza de encontrar comida, pero estaba vacío. Siguió estudiando el entorno. Sus ojos ya se habían adaptado a la oscuridad y no le costó distinguir el boquete que se dibujaba en la pared de ladrillos. Dio un paso al frente y asomó la cabeza a través del agujero. Desde ese punto podía observarse el pasadizo y la escalera del edificio por la que había subido minutos antes.
Se preguntó seriamente qué hacer. Aquel lugar era tan deprimente como aterrador. Por nada del mundo le apetecía pasar allí la noche solo. Pero la idea de arriesgarse y salir al exterior era todavía más inviable.
Taciturno, volvió hasta la puerta de la entrada, se sentó de nuevo en el suelo y, con una mueca forjada por el dolor de las magulladuras, se recostó de lado. Si se quedaba quieto, sin hacer ruido, su presencia allí arriba debería pasar desapercibida. No creía que pudiese dormir, pero lo necesitaba tanto…
Apenas llegó a cerrar los ojos cuando se oyó un murmullo sordo y lejano, parecido al de una piedra pequeña al caer y rebotar contra las paredes de un pozo. Aquello le aceleró el pulso y le reactivó todos los sentidos.
Esperó, expectante, mientras miraba a la nada. Pero sólo percibió el rumor interno de los oídos cuando todo se encuentra en silencio.
«Es el viento… —se convenció a sí mismo—. Seguro que ha sido el viento…».
Otro breve impacto lo turbó, pues esta vez sonó contundente y cercano.
Se incorporó con brusquedad. Un enorme goterón frío se le deslizó desde la sien a la mejilla. Aquella segunda resonancia no podía ser fruto de la casualidad. Encajar en su mente el posible motivo fue como una descarga eléctrica que le revolucionó el corazón hasta cotas próximas al infarto.
No estaba solo en el edificio…
Una conjetura que cobró más fuerza cuando el golpe —pues ya parecía evidente que de eso se trataba— se hizo audible por tercera vez. Provenía de la escalera del vestíbulo. Tenía una textura pastosa y húmeda. Siguió repitiéndose en intervalos de pocos segundos, más audible, más cercano…
A Adam se le habían quedado las piernas entumecidas por el breve reposo. Se las frotó con fuerza y tuvo que hacer un esfuerzo considerable para levantarse. Con el alma encogida volvió a la cocina y se asomó por el hueco. Su aliento barrió las partículas de yeso en la base del ladrillo.
Lo que vio lo horrorizó por completo. El rostro se le contrajo y tuvo que contener un grito ahogado.
Reconoció al hombre en seguida: se trataba del viajero de las heridas en la espalda con el que se había cruzado aquella misma mañana, nada más salir de casa. Pensó que estaba loco cuando le dijo que se dirigía hacia el norte, más allá de las ruinas de Londres. Le bastó con fijarse en su indumentaria para reconocerlo; toda su cara permanecía cubierta por una membrana de sangre. Tendido en el suelo, con dos huesos roídos en vez de piernas, estaba siendo arrastrado escaleras arriba por una criatura pálida, de aspecto humanoide y atroz, que le sujetaba la cabeza con unos dedos largos y retorcidos como garras. A medida que tiraba de él, en cada escalón resonaba aquel golpe denso que Adam pudo por fin asociar. Aunque la visión multiplicaba por mil su repugnancia. El viajero seguía vivo y dejaba un rastro viscoso a su paso. Balbuceaba cosas ininteligibles producto del delirio. Aunque lo intentaba, oponía una resistencia demasiado débil para un ser como el que lo sometía.
El muchacho dio un instintivo paso atrás, pero en seguida se percató del error que eso supuso: su fusil emitió un crujido casi imperceptible al rozar con el costado del armario calcinado; suficiente como para que esa criatura se detuviera en seco, soltara la cabeza del viajero, que chocó, grávida, contra un peldaño, y volviese una mirada desgarradora y animal en dirección a donde Adam se encontraba. Sus facciones, que recordaban vagamente a las de un humano, conformaban un rostro mucho más arrugado, repleto de llagas blandas y tiras de pelo mugriento, como si su piel hubiese estado sumergida en agua durante días enteros. Su boca se mantenía desencajada y abierta hasta un punto que parecía imposible, perfilando un grito perpetuo.
Movió su cuerpo agarrotado como una quimera sacada de las peores pesadillas. Erguido sobre dos patas combadas hacia dentro, anduvo unos pasos de forma antinatural. Entonces se curvó hasta el suelo para quedar agazapado. En esa postura pareció adquirir una agilidad asombrosa y Adam vio con impotencia cómo se arrastraba, sigiloso, hacia la puerta del apartamento.
Iba a por él.
Siempre supo que existían, pero verlos de verdad se trataba de algo muy distinto. En aquel momento le resultó difícil de creer que fueran reales. Se había jurado en repetidas ocasiones que si alguna vez se topaba con uno de ellos no dudaría ni un segundo en matarlo, que jamás se dejaría dominar por el miedo. Por eso se sintió como si fuera un extraño dentro de su propio cuerpo, un sentimiento amargo de decepción consigo mismo, cuando empezó a temblar de pánico. No eran como se los había imaginado. Creyó imposible que nadie pudiera estar preparado para ver algo así. De ninguna manera. Rompía todas las leyes, tanto las humanas como las divinas.
Consternado, se acurrucó en una esquina de la cocina. Quiso encañonar hacia el plástico de la entrada, pero el rifle parecía pesarle demasiado sobre los hombros doloridos —la herida de la mano le dolía más que nunca—, así que lo apoyó en su regazo y apuntó sin utilizar la mira. El sudor frío había dado paso a una transpiración tibia y abundante que le pegaba los mechones del pelo a la frente. Apretó la mandíbula y esperó. Sus pulmones se hinchaban y deshinchaban como si se hubiese detenido de golpe tras recorrer un trayecto largo y tortuoso.
No oyó la puerta del apartamento. El primer indicio que tuvo de que el Nocturno se encontraba ya dentro fue cuando su silueta corcovada se materializó a contraluz a través de la cortina de plástico. Allí se quedó, quieta, como una estatua monstruosa. Respiraba de manera ruidosa, asimétrica. Adam se encogió aún más en las sombras de su rincón.
¿Qué pasaría cuando apartara el velo y lo encontrara? ¿Sería capaz de forcejear con él? Dudaba de que pudiera enfrentársele con lo débil que estaba. Aquella cosa le haría lo mismo que al viajero: lo destrozaría.
Adam se esforzó por alzar el fusil a la altura de los ojos. Apuntó, trémulo, hacia la mancha oscura de la abominación. Ésta seguía estática, sin oscilar ni un milímetro.
¿Por qué no se movía?
Antes de que pudiera accionar el gatillo, un dolor intenso lo hizo ceder y llevarse una mano a la cabeza. Acto seguido experimentó un pitido agudo y discordante que se clavó en su cerebro como mil alfileres y le retumbó en los oídos, paralizándole todos y cada uno de los músculos del cuerpo. La nariz y las orejas empezaron a sangrarle y su campo visual se distorsionó. Y sin entender cómo, Adam supo que se moría. La criatura lo estaba matando, de algún modo… Quiso chillar. En la vida había experimentado un dolor similar, pero su garganta se obturó y le cortó la respiración. Un puzle de venas azuladas le brotó sobre la piel, que le ardía como si las llamas del mismísimo infierno lo lamieran. Desesperado, se colocó de rodillas y echó el cuerpo hacia adelante para llevar la cabeza al suelo y cubrírsela con los brazos. Así fue desfalleciendo poco a poco, como un hielo que se derrite, hasta que, de pronto, aquel ultrasonido telepático cesó.
El viajero tendido en la escalera parecía haber recobrado algo de lucidez y empezó a gritar:
—¡¿Dónde estoy?! ¡Por favor, ayuda! —lloró. Acarreaba verdadero pavor en su voz. Luego chilló de dolor, seguramente tras cerciorarse del lamentable estado de sus piernas.
La sombra del Nocturno desapareció del otro lado del plástico y, en el acto, Adam vomitó una sustancia homogénea e incolora. Mareado, se apoyó en el armario para no desplomarse. Tenía que levantarse como fuese; debía salir de allí. Se incorporó tambaleante y desde el hueco en la pared vio con espanto cómo la criatura se deslizaba por el pasillo hacia el viajero, agazapada como una araña. El hombre esbozó un rictus de angustia.
—¡Devuélveme a mi pequeña, hijo de puta! —maldijo con un brillo de odio despuntando en su mirada—. ¿Por qué la matasteis si no la queríais…? ¡¿Por qué le hicisteis tanto daño?!
El Nocturno se irguió ante él exhibiendo su temible envergadura. Tensó el cuello hacia arriba para vociferar un berrido que recordó al de un ciervo agonizante. El viajero intentó protegerse el rostro, pero la bestia extendió en alto una extremidad y dejó caer un potente zarpazo contra su cara que lo hizo enmudecer de golpe. Aquello debió de matarlo, porque ya no se movió más. Y con más brusquedad, si cabe, lo agarró por la cabellera y terminó de llevárselo escaleras arriba.
Adam no se detuvo a pensar; la adrenalina le galopaba veloz por las venas. Salió todo lo rápido que pudo del apartamento y se lanzó por el pasillo hasta la escalera. Estaba muy oscuro pero no disponía de tiempo para usar la mirilla de visión nocturna del arma. Sorteó de forma imprecisa los peldaños, dando tumbos entre la pared y la barandilla. Desde arriba llegaron sonidos desagradables, tal vez de un cuerpo al ser desmembrado, junto con varios aullidos hambrientos. Aquel Nocturno no era el único que había en el edificio cuando él entró, pensó estremecido.
Al alcanzar el vestíbulo no pudo distinguir el final del tramo y pisó en falso. Tropezó y se dio de bruces contra el suelo. El arma se le disparó sin querer y el eco le dolió en los oídos.
—¡Joder! —maldijo, apretándose las orejas.
El estrépito reavivó los gritos de las plantas superiores.
Al caer se había dado un buen golpe en la rodilla. Se la presionó con la mano y se ayudó con el fusil para levantarse.
Salió cojeando de aquel lugar maldito. Fuera, la noche no parecía mejor opción. Lo recibió gélida, con los cantos de muerte de los Nocturnos que retumbaban desde rincones remotos del Yermo. La caza los excitaba de un modo perverso. Al echar un vistazo rápido alrededor pudo reconocer la zona en la que se encontraba: era una calle secundaria paralela a la carretera, más o menos a media distancia entre su casa y la de los Belicci. Su hermano y él no acostumbraban a pisar aquellos arrabales. Estaban llenos de cruces y callejuelas semienterradas que no les otorgaban ninguna confianza. Echó a correr en dirección al terreno conocido. Por el asfalto de los callejones se abrían boquetes de envergaduras distintas que se mezclaban con la abundante arena del desierto. No había estrellas en el cielo, y de noche las ruinas resultaban peligrosas y confusas. Lo último que necesitaba era equivocarse de senda entre aquel laberinto de la antigua civilización. Por suerte, el disco de la luna resaltaba entre unas nubes bajas, como el faro de un asentamiento que otorga esperanza a un peregrino perdido.
¿Le sería posible llegar a su casa antes de que lo atraparan? No estaba muy lejos, pero viendo lo que eran capaces de hacer esos seres, podían caer encima de él en cualquier momento sin que le diera tiempo siquiera a pestañear.
Sorteó los últimos restos de una hilera de casas y apareció sin aliento ante el tramo principal de la carretera. Adam alimentó la velocidad de su huida con el rechazo a acabar igual que aquel desafortunado viajero. Diversos aullidos desgarradores se sumaron a sus espaldas, presionándolo sin tregua. Cada vez se manifestaban más próximos, pero Adam no miró hacia atrás. Centró su punto de mira en la proyección de su casa, allí a lo lejos. Deseaba profundamente llegar de una vez y ponerse a salvo. Giró la cabeza cuando, de reojo, vio una mancha gris que se aproximaba por el lateral a una velocidad implacable. No le dio tiempo a esquivarlo; el Nocturno berreó y lo embistió de costado con una fuerza atroz, lanzándolo a tres metros de distancia.
Adam impactó contra el suelo y soltó un grito amortiguado. Se llevó una mano a las costillas y se arrastró hasta conseguir darse la vuelta. Retrocedió como un cangrejo para huir de cualquier cosa que se encontrara a su lado. Pero, para su asombro, nada volvió a atacarlo. Los ruidos se habían apagado, la negrura infinita lo envolvía. Se levantó como pudo. Su respiración acelerada no dejaba de reclamarle oxígeno, y activó con dedos nerviosos la leva de la visión nocturna del arma. Tragó saliva y enfocó hacia la carretera… Allí estaban, aguardando en la distancia; decenas de siluetas que permanecían inmóviles. Tuvo la sensación de estar contemplando el horizonte de un planeta extraño, en donde los demonios campaban a sus anchas por la superficie. Era difícil apreciar el tamaño y la complexión de todos ellos. En cualquier caso, la mayoría se mantenían erguidos, mirándolo fijamente; otros se agazaparon y desaparecieron ágiles por los flancos.
—Cabrones… —murmuró, a medio tono entre el desprecio y el miedo.
Estaban jugando con él.
Era entonces o nunca, se dijo. Atrasó un pie y arrancó a correr sin importar que su cuerpo apenas respondiera. Las criaturas reaccionaron al estímulo y retomaron la persecución, bramando salvajes. El tramo que le quedaba hasta llegar a su casa resultaría agónico. Estaban muy cerca, acechándolo desde las tinieblas, divirtiéndose, recordándole que en cualquier instante se iba a ver preso de sus garras, con la piel desollada y las extremidades arrancadas.
Tras las primeras zancadas empezó a cojear de manera más pronunciada. Las piernas le fallaban. Y cuando apenas debían de quedarle cincuenta metros le dio un nuevo vuelco el corazón: la escalera de su casa estaba recogida. Por Dios, era lógico. ¿Cómo no había pensado en eso? Él mismo le había ordenado a su hermano por la mañana que la retirara si oscurecía.
—¡¡Caleb!! —chilló con urgencia, al tiempo que luchaba contra su propio organismo—. ¡La escalera! ¡Suéltala! ¡¡Caleb!! —siguió gritando a pleno pulmón.
Necesitaba su ayuda más que nunca.
Tardaría entre diez y quince segundos en llegar a la base del refugio. Si para entonces su hermano no salía por la puerta y desplegaba la escalera sería su fin.
El tiempo se desvanecía tan rápido como la sombra de la propia muerte lo engullía.