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Era como intentar cruzar por el fondo de un océano de arena, espeso y furioso. Así lo sintió Adam al alcanzar a duras penas el ojo de la tormenta.

Desde el instante en que se topó con las primeras ráfagas de viento, se dijo que continuaría adelante pasara lo que pasase; seguiría las marcas de la carretera y así no se desviaría. Todo iría bien. Pero llevaba corriendo más de lo que su metabolismo, bajo aquellas circunstancias, estaba dispuesto a soportar. La mochila y el fusil en la espalda se habían vuelto más pesados en el transcurso de la carrera a través del desierto, hasta el punto de convertirse en una carga dolorosa que acabó llagándole la piel. Los anteojos lo protegían de los remolinos de arena, pero pronto vetaron su visibilidad cuando la penumbra del declive empezó a prosperar a una velocidad pasmosa hacia la ausencia total de luz. Sabía que si quería llegar a su casa a tiempo no podía permitirse el lujo de disminuir el ritmo ni un ápice. Sin embargo, el esfuerzo que se vio obligado a efectuar para avanzar cada metro una vez se introdujo de lleno en la vorágine de arena, nada tenía que ver con las rápidas zancadas que podía dar minutos antes… Hasta que los últimos pasos, a ciegas, pesaron demasiado.

Trató de mirar en todas direcciones, girando sobre sí mismo, asustado, pero no pudo intuir nada más allá de un palmo por delante. El entorno era un abismo oscuro e infinito que buscaba desorientarlo, agotarlo. Se quedó quieto, azotado por ráfagas violentas que le arañaban la piel bajo la ropa. Y allí, jadeando bajo el tapabocas, con la arena cubriéndole las botas poco a poco, tuvo que rendirse ante una certeza desgarradora:

Se había perdido.

Sintió un tambor golpeándole el pecho por dentro. Su potencia aumentaba a medida que la evidencia de las consecuencias daba paso al pánico.

La única posibilidad de salir vivo de allí era seguir moviéndose, dictaminó. Minutos antes de verse caminando a oscuras, había podido comprobar que las siluetas de las ruinas colindantes a su casa ya no quedaban demasiado lejos. El desierto se terminaba. Debía intentar alcanzar una de las estructuras de la zona norte como fuese… ¡como fuese! Tal vez, con un poco de suerte, incluso diese con el edificio de los Belicci.

Dispuesto a no rendirse, y sin poder estar seguro de qué dirección tomaba, adelantó un pie, luego otro, mientras profería gritos enronquecidos. Estuvo tentado de quitarse los anteojos para ganar visibilidad, pero de nada le hubiese servido sacrificar la seguridad que le otorgaban en virtud de una visión fugaz. Ese error podría dejarlo ciego en pocos segundos.

Se protegió el rostro con el antebrazo y siguió moviéndose arrastrado por el puro instinto de supervivencia. Un perro salvaje sería capaz de morderse la pata hasta cortarla para librarse del cepo. Un viajero perdido bebería su propia orina para evitar morir deshidratado. Él sobreviviría, vencería… pese al dolor y la fatiga.

La ropa repiqueteaba contra su cuerpo con la contundencia de un martillo. El mundo parecía desintegrarse a su alrededor, y en un momento dado tuvo que taparse las orejas debido al zumbido estentóreo que le golpeaba los tímpanos.

Pero él lo intentaba… lo intentaba…

En el transcurso de su lucha la situación sólo fue a peor: decidida a no dejarlo progresar, la tormenta se embraveció más y le sepultó las piernas casi medio metro bajo la arena. Cada pie que conseguía desenterrar volvía a hundirse.

¡Aguanta!, le chillaba su espíritu de superación.

Al borde de sus fuerzas, sus movimientos se tornaron imprecisos y engorrosos, como si se ahogara en un estanque profundo y la carencia de aire en los pulmones le hiciese dar sus últimos impulsos de manera ralentizada.

Se dejó caer de rodillas, desfallecido, y alzó la cabeza para mirar al frente. Una enorme mancha oscura se materializó delante. Pensó que era el fin de la vida, el túnel hacia el más allá. Que aquel día estaba maldito y que por mucho que hubiese luchado por volver a casa, en el momento en que salió de ella por la mañana había sentenciado su destino. Se había condenado a sí mismo…

El cuerpo le pesaba. La ropa se adhería a su piel y lo mortificaba. Ya poco importaba si usaba los ojos una última vez. Se quitó los binóculos que tanto lo molestaban, pero la mancha ante él no se diluyó; al contrario, se hizo extremadamente intensa.

Demasiado intensa… y estática, como si quebrantara las normas de la física. Algo no encajaba en medio de ese torbellino de furia desatada.

—Imposible… —exclamó con voz rota, con la garganta inflamada y llena de tierra.

Alargó el brazo, falto de todo menos de voluntad, y entonces, a tan sólo unos centímetros de él, palpó algo duro y rugoso. Extendió la otra mano con urgencia y encontró lo mismo: estabilidad, consistencia.

¡Era una pared! ¡Un edificio!

Pegó un costado de la cara contra el muro. Estaba frío. De pronto sintió un consuelo indescriptible y una carcajada de desahogo se perdió entre la violencia de la tormenta. Haciendo acopio de sus últimas energías, cerró los párpados con fuerza y se irguió. Muy poco a poco, fue resiguiendo el contorno de la fachada. La arena le castigaba la espalda con latigazos despiadados. Pero no le importó, casi ni los sentía, concentrado en no perder la sólida esencia de su salvación.