10

Cuando Adam pasó cojeando por el pasillo humano de personas que lo rodeaban, sólo vio caras amargas y tristes. La mayoría tenían la cabeza rapada, algunas repletas de severas costras y pústulas, en un claro intento por salvarse de los piojos.

Hacía frío, a pesar de las hogueras que ardían aquí y allá, en las tripas de grandes cilindros de hojalata repartidos entre varios niveles de altura. Las llamas anaranjadas del entorno dotaban de sombras extrañas los rostros lánguidos y desafiantes de los residentes. Bajo el ambiente claroscuro del patio susurraban al verlo pasar. Lo vigilaban con manifiesta impotencia, como si fuera un criminal que queda impune de su castigo. Un tipo muy blanco de piel y el mismísimo desfigurado lo custodiaban para guiarlo hacia algún lugar que desconocía. Tuvo la paradójica sensación de que si no fuera, en parte, por la presencia del cabrón que había intentado matarlo minutos antes, se iba a convertir irremediablemente en la víctima de un linchamiento desenfrenado. La escena era surrealista, pensó. Aún no acababa de entender qué demonios había ocurrido. Sólo recordaba que aquel monstruo soltó de pronto su machete, que luego la puerta de la Jaula se abrió y que el hombre de la tez pálida entró y lo sacó de allí; le dijo que debía acompañarlo, y que mientras no se separara de él estaría a salvo.

Cuando dejaron por fin atrás a los residentes, ambos individuos lo hicieron torcer a la izquierda para atravesar unas filas de barracones sumidos en la penumbra. Ya en la otra punta del patio interno, cruzaron un enorme pórtico custodiado por antorchas a ambos lados y entraron en una antesala que parecía el reflejo de un teatro vetusto después de cien años de total abandono. Varias antorchas más pequeñas recorrían las paredes de color escarlata, llenas de manchas y telarañas, e iluminaban de forma tenue la estancia, dándole un aire solemne y turbador.

—Por aquí. —Señaló el albino, que empezó a subir por una escalera que conducía a la planta superior de la cámara.

Adam lo siguió, consciente de que no tenía otra opción. No sabía por qué razón le habían perdonado la vida. Eso lo inquietaba, pero tampoco podía escapar de allí sin más; el desfigurado lo hostigaba a un metro de distancia. Se volvió para comprobarlo y vio que ya no llevaba puesta su horrenda máscara humana. No le quitaba aquellos ojos trastornados de encima y pensó que le era imposible decidir si resultaba más repugnante con o sin ella puesta.

Su vista ya se había adaptado a la oscuridad del lugar cuando terminó el trecho de escalera. Una puerta solitaria los esperaba al final de un corredor cuya moqueta lucía tan desgastada que su color era ya inclasificable. El albino se detuvo frente a ella, alzó el puño y llamó con un simple roce de advertencia. A continuación, le hizo un ligero gesto con la cabeza para que entrara.

La iluminación de la habitación era sutil. Había repartidas cuatro lámparas de gas que daban al ambiente un aspecto vaporoso. A Adam le sorprendió lo bien que olía, pese a la media docena de jaulas de aves colgadas en la pared. Eso también le llamó la atención: sólo en el interior de una de ellas se acurrucaban dos pajarillos de un rojo deslucido. El resto estaban vacías aunque llenas de plumas. Un hombre de mediana edad y espeso pelo azabache permanecía apoyado sobre una especie de mesa vieja y verde repleta de bolas pequeñas de distintos colores. En las manos sostenía un palo casi tan alto como él. Al entrar ellos, su mirada se tornó profunda y reflexiva. Había una mujer a su lado. Era bastante atractiva, con el cabello recogido y rojo como el sol de poniente, aunque su expresión denotaba una persona arisca e insociable. La mujer le dijo algo al oído al tipo y éste asintió brevemente. Luego, el albino y el desfigurado se repartieron por la ubicación y dejaron al muchacho solo en el centro.

Adam no entendió qué se suponía que debía hacer o decir. Simplemente esperó a que aquel hombre lo estudiara con detenimiento y se decidiera a hablarle.

—¿Cómo te llamas? —Su voz sonó sosegada pero desafiante.

—Adam…

—Bien… —Se tocó el pecho con la mano—. Yo soy Frank —dijo. Y a continuación, pronunció: Hoeveel mannen zijn er in deze kamer?

Aquello lo cogió desprevenido. A lo largo de toda su vida sólo había conocido a una persona que hablara aquel idioma. Jamás oyó a nadie más hacerlo. Le causó tal impacto en la percepción de la realidad que, en un principio, se quedó demasiado consternado, como si su cuerpo no encontrase el engranaje necesario para reaccionar.

—¿Eso es…?

—Holandés. —El hombre terminó la frase por él—. Lo más seguro es que a estas alturas sea una lengua muerta. Te he formulado una pregunta muy sencilla. Si no eres capaz de responderla significa que me he equivocado contigo. Y si resulta que he evitado que te matasen porque hoy tengo un mal día y me he confundido, yo mismo voy a cortarte por la mitad, a quedarme con mis partes favoritas y a repartir el resto entre la gente de ahí abajo.

Esperó un par de segundos, y al ver que el muchacho seguía desconcertado, con la mente bloqueada en algún lugar desconocido, dio un golpe seco contra el canto de la mesa para reclamar toda su atención.

—¡En serio! No quisiera parecer un neurótico de buenas a primeras, pero te advierto que la paciencia no es una virtud de la que pueda presumir.

Adam parpadeó para tratar de asimilar todo aquello.

Met mij —tragó saliva, concentrado. Llevaba demasiado tiempo sin usar el viejo idioma de su padre—, er zijn drie mannen, een vrouw en een verdomde moordenaar.[2]

Frank asintió, satisfecho.

—Creo que me he corrido —murmuró. Y por primera vez, apartó la mirada de él—. Efraím, Gedeón: volved fuera y traed todas sus pertenencias. Todas. —Puso especial énfasis al pronunciar eso último.

El desfigurado, que llevaba tenso un buen rato, pareció decepcionado con aquella decisión y dio un paso al frente.

—¡Según el reglamento me pertenece! ¡Quiero su cara! —exclamó con un acento nasal, producto de las severas mutilaciones de su boca.

Frank se volvió y lo fulminó con la mirada.

—Cierra ese agujero que tienes en la cabeza, maldito tarado de los putos cojones… —masculló de forma serena y calmada, aunque visiblemente furioso por aquella interrupción, a su juicio, tan inoportuna—. El chico vive. Y lo seguirá haciendo.

Gedeón apretó los puños y la barbilla le tembló. Su cuerpo experimentó una ligera sacudida. Bajó la cabeza y se observó las manos. También le temblaban. Empezó a palparse las facciones, angustiado, respirando de manera agitada. Al apartar las manos y ver que seguían vacías, lanzó un gruñido colérico, como si en realidad echara en falta algo.

Luego se fue de la habitación dando un portazo. Desde el pasillo no tardó en oírse un berrido, seguido de un golpe parecido al del yeso resquebrajándose.

La estancia quedó en silencio, momento en que el albino aprovechó para marcharse también. Al pasar junto a Adam le dedicó un ligero gesto de asentimiento, como indicándole que lo había hecho bien.

—Puede que te hayas fijado cuando llegabas en la hilera de boquetes que hay en la pared… —Frank señaló en dirección al pasillo una vez se quedaron a solas junto con la mujer, que se limitaba a observar la escena en el más absoluto silencio—. No voy a pedirte disculpas por su comportamiento. Gedeón es así. De modo que tendría que estar pidiéndolas constantemente. —En su expresión se reflejó cierta molestia, como si en realidad le disgustase tener que dar incluso aquella explicación—. Verás, aunque lo que caga cada mañana tiene mejor aspecto que su cara, es un tipo útil. Discrepo un poco con el concepto que tiene del arte, pero estoy en pleno proceso de entenderlo. Él cree poseer una razón para hacer lo que hace; tratar de encontrarla es para mí un entretenido pasatiempo.

—Según lo veo yo tiene problemas graves. Y su cara es el menor de ellos.

—Por supuesto… por supuesto. También está lo de lamer una postal que conserva del monumento a Washington. Pero no hace falta enumerarlos uno a uno. —Dejó el palo encima de aquella mesa extraña y se dirigió hacia una especie de ventanal cubierto que quedaba en la pared opuesta de la habitación—. Ven. Acompáñame —le indicó, con una mano apoyada en el tirador—. Deseo mostrarte algo.

La chica misteriosa lo observaba muy seria, sin apenas mover un músculo. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de lo incómoda que llegaba a ser aquella situación.

No obstante, y sin ánimo de buscarse más problemas, acató la solicitud de su anfitrión.

Al abrir éste la cancela se descubrió un pequeño balcón que ofrecía una vista panorámica del patio interno. Cientos de luces y sombras danzaban trémulas en medio de aquel escenario anárquico y residual. Después del incidente en la palestra, el silencio había terminado estableciéndose ahí abajo, como un testigo mudo de la desolación que ocupaba las almas de los hombres y mujeres que allí vivían. La mayoría ya se habían retirado a sus habitaciones o barracas. Y sólo las toses y lamentos solitarios de algunos residentes que aún deambulaban entre la inmundicia se mezclaban con el seco chasquido de las virutas de madera y residuos que se consumían en las hogueras.

Frank cerró la puerta después de que él cruzara, dio un par de pasos hasta el extremo del balcón y apoyó ambas manos en la barandilla para observar sin demasiado orgullo sus dominios.

—Hay una vieja refinería de gas a pocos kilómetros al este. Cada ciclo vamos allí y extraemos el combustible con recipientes sellados. Luego lo traemos hasta aquí para almacenarlo. Dentro de estos muros todo funciona con gas: la luz, las calderas… Aun así, jamás se me ocurriría prohibir a esta gente que siga usando el fuego para calentarse. ¿Te imaginas lo que pasaría si algún día hay un escape? —Su propio comentario le hizo soltar una pequeña carcajada—. A propósito, cuéntame. ¿Qué tal el día en la Guarida? ¿Te has divertido? —preguntó intrascendente.

El muchacho apretó los dientes en lugar de contestarle. No lo conocía de nada y ya empezaba a aborrecer a aquel tipo y su pedante cinismo. Aprovechó para echar la vista arriba y descubrir que desde esa posición se distinguía mejor la bóveda del patio interno. La mayoría de su superficie había sido tapiada con argamasa oscura; el resto, con planchas gruesas de metal que, en algunos puntos, dejaban libres agujeros a modo de de respiradero. Ni la luz diurna ni la lluvia corrosiva se colaban allí dentro, proporcionándole al enclave una noche eterna.

—Por tu silencio deduzco que te ha molestado mi pregunta —continuó—. Probemos con otras. ¿De dónde vienes, si se puede saber? ¿En qué parte del Yermo vives?

—Vivo lejos —mencionó Adam como toda respuesta.

—¿Tan lejos como Canterbury? ¿O tal vez los asentamientos del sur? ¿Brighton?

El muchacho no dijo nada.

—No eres hombre de muchas palabras, ¿eh? Igualito que Noah.

Que aquel hombre pronunciara el nombre de su padre ya no lo cogió por sorpresa. Resultaba evidente que el tipo sabía cosas. El hecho de que también hablara su viejo idioma era un símbolo inequívoco de que ambos se habían conocido en algún momento del pasado. Caminó entonces hacia adelante para colocarse a su lado y simuló que también contemplaba el paraje.

—No soy estúpido. Sé que has salvado mi vida por alguna razón. ¿Qué estoy haciendo aquí… Frank?

Éste lo miró como si le sorprendiera oír su nombre en boca del muchacho.

—Chico, puedo garantizarte dos cosas: la primera es que, en efecto, quiero que hagas algo por mí. Eso debería llevarte a deducir la segunda: pase lo que pase, hoy vas a salir vivo de la Guarida. Así que, al menos en ese sentido, puedes empezar a relajarte.

Adam se mordió el labio inferior. Lo tenía cuarteado debido a la deshidratación. Quizá no fuera necesario permanecer tan tenso, aunque no podía permitirse el lujo de bajar la guardia. Estaba dispuesto a mantener una conversación con él. Pero cuantas menos cosas le explicara sobre sí mismo, o sobre Caleb, mejor.

—¿De qué lo conocías? ¿Acaso erais amigos?

Su anfitrión volvió a recostarse sobre la barandilla, con la vista fija hacia adelante.

—Antes de responder esa pregunta debes entender que mi concepto sobre la palabra «amigo» deja mucho que desear. Hubo un tiempo en que podríamos haberlo sido, sí. Pero para que puedas captar mejor la clase de vínculo que al final terminó por unirnos te diré que tu padre me engañó. Con eso debería bastar.

—Mi padre no era ningún estafador. —Lo miró de soslayo, claramente ofendido.

—Yo no he dicho que lo fuera —le corrigió—. Jamás podría acusar a un hombre como Noah Reichert de ser un estafador. Sólo afirmo que a mí me engañó. Hay muchas formas de engaño: algunas son ruines y ordinarias, pero otras son astutas y completamente soberbias. Él era de la clase de personas que se decantaba por lo segundo. —Esperó un instante y luego prosiguió—: Lo cierto es que cuando vi a tu padre por primera vez tan sólo tardé cinco segundos en darme cuenta de que jamás lo olvidaría. No fue aquí. Ocurrió hace muchos años en un asentamiento del sur, próximo a las ruinas de Portsmouth. Llegó una tarde, en silencio, como una hoja arrastrada por el viento en la que nadie repara. Un simple viajero más de rasgos extraños que busca hacer algunos trueques… Pero la gente empezó a juntarse a su alrededor al ver el tipo de mercancía que traía consigo. No llevaba allí ni dos minutos y ya lo veneraban como a un dios. —Frunció las cejas, como si el recuerdo aún le impactara—. Dime: ¿llegó a contarte tu padre alguna vez adónde iba en sus viajes?

—No —respondió tajante. Aunque luego se acordó de que había hecho el propósito de calmarse, por lo que trató de explicarse—. Desde que todo empezó recuerdo largos períodos sin él. Me dejaba al cuidado de mi madre, y lo único que siempre nos decía era que debía encontrar algo… o a alguien. Pero nunca qué, o a quién. No acostumbrábamos a cuestionarlo porque siempre volvía con la bolsa llena de alimento y suministros.

—La discreción era muy propia de él. Un tipo con un gran interrogante en la cabeza.

—A menudo se ausentaba durante ciclos enteros… Siguió haciéndolo después de que ella muriese. Pero siempre regresaba. Siempre. Hasta que hará dos estaciones gélidas más o menos… —se detuvo.

—… ya no lo hizo… —terminó la frase por él.

Adam asintió.

—Me costó mucho aceptar el hecho de que hubiera perecido en algún lugar del Yermo… —En su rostro taciturno se reflejó la tragedia de aquel momento. Aunque, de algún modo, hablar de ello lo tranquilizó—. Has dicho que la gente se interesó por él al ver lo que traía. ¿Qué era?

Frank aguardó unos segundos y perfiló media sonrisa.

—Semillas.

—¿Semillas?

—Eso he dicho: semillas. —Lo miró. Bajo aquella penumbra tenía un brillo peculiar en los ojos—. Al menos de seis tipos de cultivo. Imagina el poder que pudo darle eso a un simple hombre. Era como tener en sus manos la llave de un nuevo mundo. El fin del hambre. Por desgracia, las condiciones atmosféricas y medioambientales estaban hechas un desastre, como en todas partes. Por eso probamos a plantarlas y no funcionó. Él regresó algunas veces con más, pero nunca germinaban en estas tierras baldías. Y entretanto, la verdadera pregunta que nos hacíamos todos era: ¿de dónde diablos las sacaba? Por lo que sabíamos, después de la guerra ya no quedó ni un puñetero palmo de tierra fértil. Como comprenderás, más de uno intentó seguirlo… aunque no con demasiado éxito; tu padre era un viajero experimentado, sabía muy bien cómo ocultar su rastro. Además, antes la gente era… distinta. —Hizo una mueca de desagrado antes de devolver su atención a los supervivientes de ahí abajo—. Aún se respetaban ciertas cosas. Durante los primeros años, las personas se afanaban en reconstruir, no en destruir; en conservar las tradiciones. Todavía quedaban algunos valores que olvidar. Hoy en día es diferente. La era de los buenos modales se ha ido a la puta mierda. Si apareciese alguien con algo así lo torturarían hasta la muerte para sacarle toda la información… No lo critico. No podría. Forma parte del nuevo orden mundial de las cosas. Soy irlandés, ¿entiendes? Me adapto a las circunstancias. Por lo que ahora me considero el vivo ejemplo de esta práctica.

—No. Tú has ido un paso más allá. Has convertido el asesinato en un espectáculo —le reprochó.

Frank se encogió de hombros.

—Dale a tu mascota de comer y te lamerá la mano; mátala de hambre y te la morderá. Es el mismo principio, sólo que yo le he otorgado otro enfoque. Hay que ser capaz de ofrecer alicientes nuevos. Con el tiempo me he dado cuenta de que no basta con mantener a la gente a salvo de los Nocturnos.

Adam torció el gesto.

—Nocturnos… ¿Así los llamáis?

—¿Se te ocurre un nombre mejor? —preguntó de forma retórica—. Bastardos sería más apropiado, tal vez, por cómo nos obligan a vivir.

—Imagino que un hombre como tú habrá visto algunos…

Frank asintió lentamente y alzó el dedo índice.

—A uno. Y no hará mucho, un par de ciclos, desde el puesto de vigía del tejado. —Arrugó el entrecejo, acentuando su sensación de desconcierto—. Sus ojos rasgados brillaban en la noche igual que los de un maldito demonio. De no ser por eso no lo habría visto. Permanecía quieto como una estatua, camuflado entre las ruinas de ahí fuera. El muy hijo de perra sabía que lo observaba. Aun así no se marchó. Se quedó allí, inmóvil, contemplando la fortaleza.

El muchacho se limitó a recordar las palabras del señor Belicci: «Nos estudian. Están hambrientos, desesperados. Apuran cada uno de los segundos que pueden pasar en la superficie».

—Entiendo… —fue lo único que logró decir. Aquél era un asunto que cada vez lo preocupaba más, pero no estaba allí para hablar sobre eso—. Respecto a lo de mi padre. No te ofendas, pero me cuesta creer lo que cuentas. Él tenía algunas fantasías en la cabeza, pero de ser cierto que una de ellas fuese convertirse en buscador de semillas yo lo sabría. Al menos eso me lo habría contado.

—Pues por lo visto no fue así.

Adam volvió la vista hacia otra parte, molesto. Se preguntó cuántas sandeces más tendría que escuchar antes de que aquel hombre fuera al grano. Tal vez debido a la sensación irreal que le otorgaba aquella noche artificial, sólo entonces cayó en la cuenta de lo tarde que se debía de estar haciendo.

No podía demorarse mucho más.

—Mira, ha sido un detalle por tu parte parar mi ejecución, pero aún no me has contado qué es lo que quieres de mí.

Frank se movía de forma pausada. Sobre el pasamano de la barandilla fue a parar un trozo de ceniza volátil de las hogueras, y lo apartó de forma distraída con la mano.

—Digamos que tu presencia en la Guarida podría cambiarlo todo. Imagino que no es la primera vez que vienes por aquí, pero sí en la que yo me fijo en ti. Sabía por otras fuentes que Noah tenía un hijo, aunque él jamás me habló de ello… Lo perdono, sólo querría protegerte. Lo hizo tan bien que, a decir verdad, a día de hoy ignoraba si seguías vivo. Te he reconocido porque jamás olvido una cara y, joder, que me cuelguen si no eres su viva imagen. Esas facciones nórdicas no son muy comunes que digamos… Lo que haré es proponerte un trato: sé con certeza que tu padre poseía un diario. En él lo anotaba todo: los lugares en los que había estado, las cosas que visitó o incluso aquello que comía. Lo quiero. Y para que no pienses que soy un necio con una fe excesiva en la gente, a cambio te daré algo: podrás vivir aquí. Serás un residente privilegiado. Yo mismo me encargaré de que tengas todo aquello que necesites: habitación, comida, mujeres, hombres… lo que quieras. Vivirás como antes vivían los perros de los nobles ingleses. Sólo tendrás que ladrar para sentirte realizado.

Adam se lo quedó mirando como si estuviera tratándolo de ingenuo.

—Oh, mierda. Por la cara que pones deduzco que no te parece un acuerdo espectacular.

—No es por tu oferta. Ya te lo he dicho: todo esto me suena a cuentos de viajero. Y no sé de qué cuaderno me hablas. Jamás le vi nada parecido.

—Eso no significa que no lo tuviera.

De pronto, Frank, con gesto flemático, se extrajo del pecho un colgante que hasta entonces había permanecido oculto bajo su ropa, atado con un cordel al cuello. Lo dejó reposando sobre la palma y se lo acercó. Era un minúsculo receptáculo transparente que contenía una partícula algo mayor que un grano de arena. Adam lo miró con suspicacia. Al fin, se aproximó unos centímetros para distinguir mejor el interior del recipiente.

Su expresión se transformó cuando descubrió lo que era.

«No es posible», se dijo. Se trataba de una semilla de verdad, una totalmente sana. No había visto nada parecido desde que tenía seis años.

—Ésta, en concreto, fue una de las últimas que trajo. Aún es fértil… —afirmó Frank.

El muchacho intentó no exteriorizarlo, pero aquello le hizo empezar a cuestionarse sus ideas. Si resultaba que lo que contaba sobre su padre era cierto, ¿qué clase de hombre fue en realidad? Por supuesto, podía estar mintiéndole y haber conseguido la semilla de otro modo difícil de imaginar, pero entonces, ¿por qué perdonarle la vida? ¿Y cómo sabía tantas cosas sobre él? Su idioma, sin ir más lejos.

Frank no ocultó cierto regocijo al ver el reflejo de sus dudas. Luego volvió a esconderse el collar.

—Y ahora escúchame bien… —dijo—. Tu padre nunca dejaría a nadie que le importase sin un legado. En ese sentido, tú debiste de llevarte la palma. No te exijo que encuentres ese diario. Puede que Noah lo guardase en cualquier escondite que se te pueda ocurrir… Pero también puede que lo llevase consigo cuando desapareció. Sólo te informo de que si por casualidad te da por buscar y tropiezas con él, tu vida podría volverse sustancialmente más fácil.

Adam se quedó un rato meditabundo, divagando entre recuerdos que lo conducían a diversas conclusiones; no todas lógicas.

Luego se incorporó. Sintió un extraño cosquilleo en la boca del estómago, pero en seguida se esfumó. Antes de hablar sobre fantasmas del pasado ya tenía demasiadas cosas en las que pensar, demasiadas preocupaciones… Y la principal seguía siendo que había dejado a Caleb, enfermo, en casa.

—No me interesa —respondió al fin—. Tengo todo lo que necesito. No quiero nada más. Pero, si no te importa, me gustaría marcharme. He venido a por una cosa y no puedo irme de aquí sin ella.

Su anfitrión le sostuvo la mirada hasta que él se vio obligado a apartar la suya ligeramente.

—Sé que intentarás dar con el diario de tu padre. Lo he visto en tus ojos cuando te he mostrado la semilla. La curiosidad por conocer mejor a tu progenitor, al hombre que pudo cambiar el mundo, va a poder contigo. —Le presionó el dedo índice contra el pecho mientras decía eso último—. Ahora, eres libre de irte. Te prometo que nadie te atacará. Yo mismo iría contigo y te ayudaría a buscarlo de no ser porque, en los tiempos que corren, ausentarse del sitio que uno ocupa en la jerarquía de este lugar no es una buena idea. Pero ten clara una cosa: ésta no será la última vez que me veas.

Adam no supo si tomarse aquellas palabras como un simple aviso o como una amenaza en toda regla.

Frank le dedicó una mirada sagaz, abrió la puerta y entró en la habitación. Él lo siguió y comprobó que el albino lo esperaba allí junto con su mochila, su abrigo y su fusil, tal y como se le había ordenado que hiciera.

—Comprueba que no te falte nada —le sugirió Efraím al devolverle sus pertenencias.

No sabría decir por qué, pero, mientras se las colocaba de nuevo, su primer gesto fue el de introducir la mano en el bolsillo del abrigo y comprobar que el botecito de cianuro seguía allí.

—Está todo —anunció al fin.

—Bien… —intervino Frank—. A propósito, ¿qué venías a buscar?

Antes de contestarle, Adam echó un vistazo rápido a los allí presentes.

—Vapor de telurio. Tengo un… amigo. Está enfermo.

—Un amigo… —Levantó casi imperceptiblemente una ceja.

—Así es.

—Vaya, pues es una jodida lástima, porque no nos queda. —De repente, su tono se había vuelto más desagradable.

El muchacho sintió un ligero sofoco. Con eso no contaba. Trató de no perder la compostura.

—Lo necesito. Dime en qué parte de los bazares puedo encontrarlo.

—Me parece que no te ha quedado claro, chico. No queda. El comerciante que nos proporciona las raíces aún no ha vuelto. Quizá, con un poco de suerte, ahora mismo se encuentre de camino hacia aquí. Puede que desde el asentamiento de Brighton. O el de Canterbury, qué sé yo…

—Entonces lo esperaré —respondió. No estaba dispuesto a darse por vencido.

Frank negó con la cabeza.

—Ésa no sería una buena idea. Te he dado mi palabra: nadie te atacará mientras vean que te marchas. Pero si te quedas demasiado por aquí… —Chasqueó la lengua—. Bueno, no puedo quedarme todo el día vigilándote desde el palco para que me vean, espero que lo entiendas.

—Y yo no puedo irme de aquí sin lo que he venido a buscar. Te lo he dicho.

—En ese caso regresa mañana, o pasado. Quizá entonces volvamos a disponer en cantidad… —Esperó un instante—. Y, chico… considera la posibilidad de traerme algo que pueda interesarme a cambio. Si no es así, no vuelvas. No lo hagas.

Adam maldijo para sus adentros. No podía creer que hubiese hecho todo el viaje en vano.

Por desgracia, así era. Dijese la verdad o no, aquel capullo arrogante le hizo entender cómo funcionaban allí las cosas. Por segunda vez en aquel día tuvo que contenerse para no estallar en cólera.

Dando la conversación por zanjada, Frank fue a colocarse frente a la chica misteriosa, que lo miró complacida. Entonces deslizó la mano por su hombro y le acarició suavemente la mejilla. Ella cerró los ojos y pareció estremecerse.

—¿A qué estás esperando? Vete, coño —le gruñó Frank sin dejar de apreciar la suavidad de aquella piel.

Tan pronto regresó al patio interno, algunos residentes empezaron a caminar a su lado. Seguían su estela, recelosos. Hubo un par que incluso lo insultaron. Pero los focos no tardaron en encenderse allí arriba y tan sólo hizo falta que vieran asomar la silueta de Frank desde el palco para declinar cualquier acto hostil que tuvieran pensado. Fue sobrecogedor comprobar cómo la simple presencia de un hombre conseguía acobardar a las bestias que habitaban en aquellos corazones resabiados.

Adam no había tenido un buen día. En absoluto. Se sentía abatido y frustrado sin la medicina. Su ira interior iba creciendo a medida que caminaba por aquel suburbio en dirección a la salida. Intimidados, en parte por su expresión sombría, los residentes cada vez guardaban más distancia en torno a él, preguntándose quién demonios sería en realidad para ganarse así el favor de su líder.

—Está maldito… —oyó murmurar a un grupo de mujeres que vestían con harapos.

Antes de acceder al vestíbulo de la entrada, prestó atención al hombre que permanecía justo al lado, con la espalda apoyada en la pared. Se trataba del guardia que le había abierto el portón cuando llegó unas horas antes, el mismo que violó y maltrató a aquella chica joven. Se rascaba su oronda panza con una sonrisa estúpida pintada en el rostro. Frunció el ceño al ver que el muchacho, en vez de seguir recto, se detenía frente a él.

—¿Qué quieres ahora, maricón? —se burló el tipo, aunque en esta ocasión mostró un atisbo de inquietud en los ojos. Frank vigilaba al chico desde el palco, y eso significaba que era intocable.

Adam alzó la cabeza por encima del hombro del centinela y adivinó, a través de la penumbra del umbral, las manchas de sangre estampadas sobre el suelo de la antesala. Pero ni rastro de la chica.

Volvió a desafiarlo con su silencio.

—¿Por qué no te largas de una puta vez? —se incomodó el tipo.

Pero a cambio sólo obtuvo una expresión fría y una templanza perfecta.

—Maldito imbécil… —escupió—. ¿Te crees muy duro? Tendrías que haber visto cómo gritaba esa cría cuando la apuñalé una vez, y otra… ¡y otra! —lo retó al fin, echándole su fétido aliento a escasos centímetros del rostro.

Adam ya no se contuvo más. Sin que el tipo se lo esperase, le propinó un fuerte rodillazo en la entrepierna que lo hizo doblegarse de puro dolor y lo dejó sin habla. El guardia intentó alzar la vista, pero se topó con un puño duro como el hierro que fue a estallar contra su pómulo. Eso lo hizo flaquear y caer al suelo en el acto. Adam no le concedió ni un segundo de respiro, y empezó a pisotearle la cabeza y el cuerpo con toda la fuerza que le otorgaba el recuerdo de la joven tendida sobre el suelo del vestíbulo. Mientras estuvo golpeándolo con fieros puñetazos, patadas y, posteriormente, con la culata de su arma, nadie de los allí presentes hizo un solo gesto para impedirlo. Ni siquiera Frank, que observaba toda la escena desde arriba, sin moverse ni un ápice.

Se detuvo antes de matarlo. No sería él quien lo hiciera. Pero lo dejó demasiado malherido como para poder moverse o hablar. Sus párpados, hinchados y amoratados, lloraban sangre. Entre espasmos involuntarios, su cuerpo sufrió una convulsión que le hizo escupir varios dientes triturados en medio de un dilatado charco rojo. Adam se limpió la sangre que le había salpicado la mejilla y se observó la mano magullada. Le dolía. Seguramente se habría roto algún hueso. Jadeante, se encaró a la muchedumbre. La aversión que le habían hecho sentir todos ellos galopaba como fuego por sus venas.

—Feliz día de la puta carne —masculló.

Sin prisa alguna, dio un paso atrás y desapareció en la penumbra del vestíbulo.

Tras oír el cierre del portón del refugio, la multitud reaccionó como extraída de un sueño y empezó a aglutinarse en torno al centinela moribundo.

Un único pensamiento primario cruzó por sus cabezas al unísono:

Tenían hambre…

Y allí la comida no podía desperdiciarse.