Oculta en las sombras que inundaban las alturas, sobre una de las plataformas elevadas del patio interno, una figura se detuvo, apoyó ambos brazos en el óxido de la barandilla y se dispuso a contemplar en silencio la matanza de la palestra. Su voz sonó gélida, en forma de susurro, cuando le pidió al hombre que lo acompañaba que le llevara un poco de agua purificada.
Ahí abajo, Gedeón estaba castigando a un tipo sin demasiada suerte. Un viajero que no hablaba el idioma local, al menos no el mismo dialecto, y que un día antes había cometido el error de intentar estafar a un mercader ofreciéndole yodo que había robado en el mismo bazar, a tan sólo un par de barracones de distancia. Cuando lo descubrieron, lo encerraron hasta el momento de su ejecución en la Jaula.
Por lo visto, acababan de capturar a otro hombre. Aunque eso había sido más bien fruto de la mala suerte… No escogió bien el día, sencillamente.
Tras unos minutos de apreciar a su manera el encarnizado espectáculo, el individuo al que había mandado ir a por agua regresó con una taza humeante en la mano. Él la tomó y la olisqueó, se la llevó a la boca y bebió un buen sorbo. Estaba sediento.
Observó sin pestañear cómo Gedeón le segaba la vida al primer viajero y le arrancaba la cabeza de dos tajos. La gente del patio prorrumpió en exclamaciones, estremecida. Pero él se limitó a dar otro sorbo con expresión fría e imperturbable. Su agudo olfato irlandés dictaminó que el agua tenía un sabor amargo. Pensó que tendrían que revisar otra vez las bombas de filtrado.
Así era Frank… el hombre que, de algún modo, gobernaba en la Guarida. No se caracterizaba por su buen carácter. Tampoco se le podía considerar un tipo justo, pero entre muchos otros actos de coacción, hacía algunos años que consiguió hacerse con gran parte del poder de la fortaleza asesinando a su antiguo líder, y la gente, más que respetarlo, lo temía. Su credo era que sin una dictadura por la que regirse, ya fuera a nivel de una región entera del Yermo o de un enclave como aquél, la sociedad del nuevo mundo estaba perdida. Frank había aprendido muchas cosas al estudiar los libros que pudieron rescatarse de la época antigua. Entre ellas, que siempre se necesitaba de un maestro de obras que guiara a los peones para construir la casa, si no, la estructura se derrumbaba.
Ahora era él quien decidía qué castigos aplicar si alguien quebrantaba las normas.
También quien echaba mano de gran parte de los beneficios generados por los negocios que se llevaban a cabo en el lugar. A cambio, siempre conseguía mantener alta la moral de los hombres, ofreciéndoles eventos tales como el Día de la carne o movilizando a su ejército de matones para garantizar la seguridad del territorio. Y si algo bueno se le reconocía, era que siempre anteponía las necesidades de los residentes a las de los viajeros, cuya vida valía poco más que lo que llevasen en sus mochilas o carritos.
Frank era un magnífico déspota, capaz de transformar con sus mentiras y sus discursos enérgicos la voluntad de la plebe sin ni siquiera transpirar una sola gota de sudor. Aunque había un problema: todo lo que vendía a aquella masa de borregos era humo. Él lo sabía. Y puede que tarde o temprano se le acabara la suerte. Una rebelión o motín en un sitio como aquél era algo relativamente fácil de estallar. Pero había una sola cosa, una promesa que, de entre todos los engaños que podía proporcionar de manera tan gratuita, sabía que era auténtica. Precisamente la única que guardaba para sí mismo, manteniéndola, de momento, en estricto secreto; una última carta que jugar en el caso de que su vida o su posición privilegiada llegasen a oler demasiado cerca la guillotina.
—¿Queda alguno más al que hacer entrar? —preguntó con su habitual tono apático.
—No. El timador era el último. Con el nuevo no contábamos —contestó el individuo a su espalda.
—No es suficiente… Nunca lo es… Pero espero que con eso baste para mantener a esta gente tranquila, al menos durante un par de días más.
En ese momentos vio cómo el chico al que habían capturado entraba en la Jaula de un empujón y se daba de bruces contra el suelo. A decir verdad, le resultaba familiar. Achinó los ojos y se quedó pensativo, buscando en sus dilatados recuerdos cuándo y en qué lugar pudo haberlo visto.
El enfrentamiento dio comienzo. Gedeón parecía querer esmerarse en él. A juzgar por su reacción inicial, cuando lo sujetó por la barbilla, el rostro de aquel muchacho le gustaba.
Frank bebió otro sorbo, en apariencia indiferente, pero aquella idea cíclica seguía rondándole por la cabeza.
¿De qué narices lo conocía?
El machete de Gedeón a punto estuvo de segarle la vida al joven, que esquivó la estocada por los pelos. Aunque el desfigurado era hábil y reaccionó con rapidez, propinándole un potente puñetazo en la nariz que lo devolvió de nuevo a la arena.
—Esa cara… —murmuró Frank, meditabundo, al ver que Gedeón le daba la vuelta de una patada. Su vida estaba a punto de hundirse bajo la hoja de metal ensangrentado. Y en ese último segundo le llegó la revelación, como una corazonada que invade el metabolismo sin previo aviso, estimulando y haciendo reaccionar cada músculo del cuerpo al unísono—. Me cago en la puta… —La taza se le cayó de las manos y el líquido que quedaba se derramó sobre el hierro de la plataforma—. ¡Detente, Gedeón! —gritó explícito.
Acto seguido se hizo el silencio y el mundo entero pareció congelarse. La plebe, incluido el desfigurado, alzó la mirada y sólo vio sombras.
Frank caminó con rapidez por la plataforma hasta llegar a la parte iluminada del palco: una rebaba por la que siempre se asomaba cuando debía anunciar algo importante o cuando quería realzar su autoridad.
—¡No mates a ese hombre! —le ordenó tajante con el dedo, por encima del reborde.
De inmediato, Gedeón dejó caer su arma, obediente, y una ensordecedora vorágine de desaprobación nació del gentío. Todos rugieron y protestaron a su manera; algunos maldijeron, escupieron o se empujaron entre ellos. Otros incluso lloraron y se llevaron las manos a la cara, sabedores de que el desfigurado acataría de manera incondicional la orden. La interrupción de ese último sacrificio iba a suponer para muchos quedarse sin comer aquel día.
El hombre que seguía a Frank a todas partes le preguntó:
—¿Quién es? ¿Lo conoces?
Frank ladeó la cabeza y lo miró de reojo. Su súbdito era alto y de aspecto fuerte, con una tez que parecía esculpida sobre el mismísimo mármol, de un blanco nuclear.
—No. No he hablado con él en la vida. Pero sé perfectamente quién es. Ese muchacho es el hijo de Noah Reichert.
—¿Te refieres al viajero holandés? ¿El que…?
—El mismo —lo interrumpió—. Baja allí y tráelo a mi salón en seguida. Haz que se disuelva la gente y dile también a Gedeón que suba. La fiesta ha terminado.
—Los has provocado. Sabes que esto los enfurecerá, ¿verdad?
Frank terminó de darse la vuelta y clavó sus ojos en él, con esa expresión tibia que siempre conseguía incomodar a las personas de su alrededor. Desde abajo llegaban sonidos rabiosos de hambre, insultos y disputas desesperadas por quedarse con porciones del cuerpo desmembrado del primer viajero.
—Efraím, mira bien mi cara y dedúcelo tú solito: me importa una puta mierda. Quiero hablar con ese chico. Ahora.