8

Le golpearon la cabeza con fuerza. Adam no pudo esquivar el impacto porque, sencillamente, no lo vio llegar. Con ese primer estallido de dolor sintió la sangre tibia brotarle de la sien y deslizarse por encima de sus párpados. Su campo de visión se enrojeció. Bajo una asfixiante ola de caos y destellos, las piernas le flaquearon. Al menos cuatro manos lo sujetaron por los hombros y las axilas y le quitaron sus pertenencias. Tuvo la sensación de que todo sucedía muy rápido. Empezaron a arrastrarlo hacia algún lugar que se manifestó frente a él como una gran mancha gris que no pudo interpretar. Los pies le friccionaron contra el suelo mientras a su cabeza, laxa, le llegaron los vítores despiadados de una multitud incalculable de hombres y mujeres que se estremecieron de placer al ver su sometimiento.

Adam conocía bien la estructura interna de la Guarida. Su entresijo se asemejaba a una muela podrida y carcomida por la caries. Las personas que se afincaban allí dentro ocupaban prácticamente cada metro cuadrado de sus retorcidos pasillos, habitaciones de luces trémulas y oscuros negocios tras las puertas más recónditas. El gran patio interno era el punto neurálgico del lugar. Justo encima de él, a lo largo y ancho de la inmundicia que se generaba en las alturas, malvivía la gente que no poseía una habitación propia en los pasadizos de viviendas; se alimentaban y dormían como podían sobre decenas de entoldados y plataformas de hierros entrecruzados. Y bajo la sombra de aquel laberinto de metal y basura industrial, en la misma superficie del patio, se ubicaban los bazares y la palestra.

La palestra… Lugar en el que se llevaban a cabo las muertes y escenas más atroces. Adam tardó varios segundos en recuperar por completo la consciencia. En cuanto alzó la vista y se descubrió sobre la pasarela que daba acceso a la enorme jaula de hierro, intentó frenarse en un acto de inútil rebeldía, pero sus captores reaccionaron y lo contuvieron con más severidad.

Desde el instante en que puso el pie en el patio interior, Adam entendió qué día era aquél. Uno muy macabro que no seguía ningún orden ni lunario; se celebraba cada vez que sobraban visitantes y escaseaba la comida, lo cual lo convertía en un acontecimiento del todo fortuito. Había oído hablar de él repetidas veces. Popularmente era conocido como «Día de la carne».

—Dios Santo… —murmuró horrorizado al conseguir enfocar por fin la mirada.

El verdugo del interior de la Jaula tenía la cara tan deformada por los cortes y cicatrices que apenas se le distinguía la nariz de la boca, cuyos labios mutilados dejaban al descubierto las encías y una dentadura sumamente deteriorada que le confería un aspecto atroz. Rascaba de forma impulsiva algo parecido a un machete sucio contra los barrotes, una y otra vez, lo que provocaba una lluvia frenética de chispas. Desde arriba, dos potentes focos iluminaban la arena bajo sus pies y exhibían las heterogéneas manchas de sangre que la cubrían. Algunas personas reclamaron a gritos que terminara con la vida de aquel desgraciado.

—¡CÓRTALE EL MUSLO! —chilló uno—. ¡LA LENGUA!

—¡TENEMOS HAMBRE! —rugió otro.

En el centro de la Jaula, el rostro pálido de un hombre medio desnudo y caído de rodillas reflejaba el rictus de un dolor inmensurable. Su brazo izquierdo le colgaba inerte; había sido desgarrado a la altura del hombro, de cuya herida manaba sin freno un torrente de sangre. Era un viajero, sin duda. Uno que, al igual que él, escogió un mal día para dejarse caer por allí. Doblegado por el dolor, lloraba y chillaba algo en un idioma que Adam no pudo entender y que los espectadores allí presentes no se molestaron en intentarlo. Se había orinado y defecado encima, y ni siquiera eso parecía importarles. Tan sólo esperaban, impacientes…

—¡¿Qué coño le habéis hecho?! —Los gritos del muchacho se perdieron entre las miradas de la muchedumbre. Luchó en vano por liberarse del yugo de los dos tipos que lo sometían, pero éstos parecían torres a su lado. Todo aquello sobrepasaba el límite de su cordura—. ¡Soltadme! ¡Soltadme, hijos de puta! ¡Maníacos de mierda!

Era inminente: iban a sacrificar a aquel tipo y a ejercer el canibalismo, igual que harían con él justo después. Aquello le hizo sentir pánico, verse vulnerable hasta un extremo difícil de encajar.

El desfigurado anduvo con lentitud hacia la víctima, como si saboreara con excitación el momento. Se detuvo y alzó su machete. El viajero clavó sus ojos desorbitados en él. Su aliento quedaba entrecortado por el llanto. De pronto recibió una brutal estocada que le partió la clavícula en dos con un crujido seco. El tremendo tajo hizo que brotara un abundante chorro de sangre. Antes de que el cuerpo se desplomara hacia adelante, el verdugo lo sostuvo con su bota sobre el pecho y efectuó otra acometida transversal. La cabeza se desprendió y rodó varias veces sobre el suelo. Fue a detenerse cerca de la reja, donde mostró un semblante descompuesto e irreal que recordaba al de un muñeco de cera.

El gentío rugió de nuevo, hambriento. Anhelaba el momento en que el tipo fuera despedazado por completo para repartírselo.

El desfigurado, por su parte, caminó hasta la cabeza inerte, se detuvo frente a ella y la estudió con fijación, como si fuera una cautivadora obra de arte. Hincó la rodilla en el suelo y la agarró por el pelo. Luego extrajo un cuchillo de su cinto. A pesar de quedar de espaldas al muchacho, éste contuvo un grito ahogado al imaginar lo que aquel psicópata estaba a punto de hacer: como si serrara un tronco de madera, con total frialdad empezó a maniobrar sus brazos de forma brusca e irregular. Una vez terminó, se llevó las manos a la cara y a Adam le pareció que se la frotaba. Inmediatamente después, se levantó y alzó los puños en un gesto triunfal. El rostro mutilado del viajero, cuya cabeza se había transformado en una pulpa de músculos desnudos de piel, se adhería ahora al del verdugo como una máscara monstruosa que le daba el aspecto de un auténtico engendro de pesadilla. La sangre le caía por los hombros y le bañaba el cuerpo de rojo. En ese momento lanzó un berrido animal que fue alimentado por los vítores desenfrenados de su público.

—¡No…! —gritó Adam con impotencia al sentir que empezaban a arrastrarlo a él hacia la Jaula—. ¡Dejadme! —Se sacudió—. ¡Estáis locos! ¡Estáis todos locos, joder!

El gentío del patio volvió a enmudecer. Los gritos del muchacho eran lo único que rompía el silencio. Nadie parecía escucharlo. Como si pertenecieran a otro mundo, uno mucho más dantesco y demente, aquellos cientos de ojos que lo observaban hambrientos tan sólo veían en él la próxima pieza de carne.

Uno de sus captores abrió la puerta de la Jaula y, mientras el segundo aprovechaba para recoger el cuerpo inerte del viajero, lo echó dentro de un fuerte empujón.

Adam se dio de bruces contra el suelo y tragó parte de la arena que se había colado en su boca. Tenía una textura amarga y asfixiante.

—Fijaos… éste no está tan delgado —oyó cómo murmuraba uno del populacho.

La puerta de la Jaula volvió a cerrarse con un chirrido estridente. Adam trató de incorporarse, pero entre el golpe que había sufrido antes en la sien y el desgaste del viaje se encontraba demasiado aturdido. La luz de los focos lo cegaba, por lo que la interceptó como pudo con el antebrazo. Para cuando consiguió estabilizarse, de rodillas, se topó con la mano áspera del desfigurado, que lo agarró por la mandíbula con rapidez. Sintió la fuerza de sus dedos girarle la cabeza de un lado a otro. Tras los orificios de su asquerosa careta pudo distinguir dos ojos perturbados y hundidos que le estudiaban meticulosamente los rasgos faciales.

—No eres más que un sádico de mierda… —masculló Adam con la boca contraída por la presión.

Intentó propinarle un puñetazo en las costillas, y otro. Pero no parecían surtir ningún efecto sobre aquel cuerpo desmesurado.

Satisfecho con lo que estaba viendo, el desfigurado empezó a respirar de forma profunda y sus músculos se pusieron rígidos. Entonces tomó impulso con el brazo y arrojó hacia atrás la cara del muchacho, que cayó al suelo de espaldas.

Adam aprovechó esa oportunidad para retroceder como un cangrejo y alejarse de él. La lucha acababa de dar comienzo, así que la muchedumbre volvió a desatar todo su furor. Cuando su espalda topó con los barrotes de hierro, Adam los utilizó como apoyo para ponerse en pie. No estaba dispuesto a morir sin oponer resistencia, pensó, pero era una insensatez plantarle cara de frente. Maldijo su suerte más que nunca. Estaba encerrado en esa condenada jaula y eso significaba que, hiciera lo que hiciese, no iba a salir vivo de allí. Nadie lo hacía.

Su cuerpo se tensó como la cuerda de un arco cuando el desfigurado avanzó hacia él con pasos ágiles, vociferó un grito de euforia al blandir el machete en alto y descargó un potente ataque dirigido a su costado izquierdo. Adam apenas tuvo tiempo de esquivarlo; el metal chocó contra el metal e hizo brotar una flor de chispas. Aunque consiguió echarse a un lado, el gigante reaccionó con rapidez y Adam recibió un fortísimo revés en plena cara que lo derribó en el acto.

Estaba perdido; aquél iba a ser su fin. Magullado, se arrastró unos centímetros por la arena, sólo para quedarse clavado bajo el peso de la bota de su verdugo, que le pisoteó la espalda sin miramientos. La columna crujió y Adam lanzó un grito de dolor. Tras asegurarse de que no escaparía, el desfigurado le dio la vuelta de un puntapié.

La sangre manaba de la nariz de Adam como una fuente de agua termal. Y ya no vio luces cegadoras en el techo, sino el final de un túnel oscuro y viciado: la salida de aquel suburbio infernal. Confundido, alzó la mano para intentar atrapar esa visión. Sin embargo, pronto quedó sepultada tras el rostro de la propia muerte. Era espantoso.

Y aquellos ojos…

Tan sólo había locura en ellos.

Pensó en Caleb, en su medicina, en lo mucho que iba a lamentar su ausencia. ¿Cómo reaccionaría cuando descubriera que su hermano mayor había muerto? Que no iba a regresar… ¿Podría sobrevivir solo en un mundo como aquél? Un sentimiento de amargura y profunda tristeza lo invadió. No podía creer que finalmente fuese a morir de aquel modo. Que su destino lo llevara a terminar en el estómago de docenas de personas sin ética ni humanidad. Era humillante e injusto, maldita sea.

—Que os jodan… —balbuceó mientras el verdugo erguía sus brazos, a punto de descargar sobre su cuerpo entumecido toda la crueldad que guardaba en las entrañas—. Que os jodan por esto…

No lloró ni suplicó.

No les daría ese placer.