Aún debía de faltarle más de un kilómetro y medio de trayecto cuando Adam empezó a oír el murmullo lejano de la muchedumbre. Sus conocimientos sobre aquel lugar lo ayudaron a dar forma al sonido que percibía; un sonido de perdición e infamia que se alzaba por encima del perpetuo silencio que lo envolvía todo se hacía patente con tan sólo escuchar alguna historia sobre ella. Una fortaleza como la Guarida no pasaba precisamente desapercibida en la distancia. Su estilo georgiano le daba el aspecto de un formidable palacio. Sin embargo, la custodiaba una periferia triste y desolada, formada por tramos enteros de calles y edificios sin más vida que las plagas de ratas y cucarachas preñadas de enfermedades. Aquel oasis arquitectónico era el único punto luminoso que podía ser observado por las noches en cientos de kilómetros a la redonda.
Por desgracia, también era el único lugar en toda la Veguería donde se podía encontrar de todo.
El muchacho se cubrió el rostro con el tapabocas. Siempre que se adentraba en las memorias de aquellos barrios ingleses, tan llenos de sombras traicioneras, se le instauraba un regusto desagradable en la garganta. El aire se apelmazaba impregnado de una sapidez agria, como a carne rancia, que se adhería a la ropa y ya no se iba.
No era de extrañar…
A unos cientos de metros de las puertas de la fortaleza, una multitud incontable de hierros herrumbrosos y calcinados que recordaban de manera vaga a los coches y autobuses de antaño barría la triste quietud de las avenidas y plazas. Sus chasis, engullidos por la mala hierba, exhibían de forma macabra los restos carbonizados e irreconocibles de sus antiguos dueños dentro, sin que nadie se hubiera molestado a lo largo de todos esos años en sacarlos de allí para proporcionarles un entierro digno. Sin embargo, ninguno de esos automóviles conservaba las baterías, los faros o los asientos; eso se podía reutilizar. Más adelante, excedida la señal de los trescientos metros que indicaba la existencia cercana de civilización, la avenida se ensanchaba en un espacio diáfano. La imagen que ofrecía ya poco tenía que ver con su antigua gloria. Parecía que hubiese sido el escenario de una batalla sangrienta entre gigantes. Los pocos edificios que no habían sucumbido al polvo estaban repletos de formas siniestras, bordados por enredaderas negras y retorcidas que llegaban hasta los pisos más altos. La infamia del paraje se acentuaba unos metros más allá, donde a lado y lado de la calzada se erguían las cruces altas: temibles aspas de madera con cadáveres crucificados en sus distintos grados de putrefacción. A la mayoría les habían cercenado diversas partes del cuerpo para ser claveteados de formas salvajes: de espaldas, boca abajo, o incluso con los párpados cortados y la cabeza atada a la madera para obligarlos a mirar la cegadora luz del sol de mediodía. Sin duda, un mensaje de advertencia explícita dirigida a los viajeros sobre el tipo de castigos que podían recibir si no caían en gracia dentro de los muros de la Guarida.
Uno de los mortificados aún seguía vivo. Adam jamás se hubiera percatado de ello de no ser por el lamento moribundo que oyó al pasar por su lado, tan débil que no pudo interpretarlo como una petición de auxilio. Un par de cuervos le habían picoteado entero el brazo izquierdo y dejado el húmero a la vista; ahora graznaban alrededor de su cara mientras le arrancaban la carne a picotazos.
A Adam se le ensombreció el rostro. Hacía tiempo que ya no vomitaba al encontrarse con ese tipo de visiones. Él no consideraba aquello como un castigo… no era ésa la palabra. Pero aunque hubiese querido ayudarlo, a éste o a tantos otros con anterioridad, habría sido un gesto del todo inútil y temerario. No sólo porque cuando los clavaban allí su condición ya era demasiado grave como para tener alguna probabilidad de sobrevivir, sino que darles siquiera un mísero trago de agua a los crucificados estaba expresamente prohibido y la condena por hacerlo era acabar igual.
A partir de ese tramo y hasta llegar al punto de control de los cincuenta metros, el muchacho vio a personas muertas de inanición tendidas de cualquier manera en mitad del asfalto. Tan delgadas o enfermas que la entrada a la Guarida les había sido vetada y sus cuerpos ni siquiera habían servido como carnaza.
Algunas todavía temblaban o se arrastraban sin fuerzas. Los cuervos más astutos permanecían a su lado, sin quitarles el ojo de encima, como funestos guardianes que aguardaban el delicioso momento en que la muerte se los llevara.
Aquello era igual que andar por el corredor que precede al mismísimo Averno.
El paso de una nube tiñó el suelo y lo hizo mirar hacia la bóveda celeste. El día empezaba a encapotarse de nuevo y hacía frío.
Cuanto antes llegara y consiguiera los medicamentos, antes podría largarse.
Al detenerse frente a la valla del punto de control emitió un silbido para avisar de su presencia. Desde el otro lado alzaron la vista dos hombres sentados delante de un barril oxidado que ardía a modo de fogata. Iban armados. El de la izquierda mostraba un aspecto fornido y tenía la cara surcada de cicatrices. Ya había visto en alguna otra ocasión a aquel centinela.
—¿Qué traes en la bolsa? —le preguntó de forma hosca, sin dejar de calentarse las manos con el fuego.
El muchacho se la quitó de la espalda y la desató para mostrarle su interior a través de la reja.
—Objetos para un trueque —dijo.
El hombre alargó el cuello y estudió la mercancía con atención.
—Ese rifle de asalto que llevas… —señaló luego con el dedo.
—No causaré problemas —afirmó Adam.
Ambos guardas se miraron y soltaron una sonora carcajada.
—Coño, a mí me importa una mierda si los causas o no. Sólo te informo de que si te matan esta preciosidad será para mí. —Lo retó con la mirada. Luego se levantó, hizo crujir la espalda y fue hasta los engranajes de la verja—. Tu cara me suena, así que no creo que tenga que repetirte todas las normas: un día como mucho. Después te largas.
Se oyó un restallido pesado y la compuerta empezó a deslizarse bajo el impulso de sus robustas manos.
Adam dio un paso al frente.
—No necesito tanto —murmuró al pasar por su lado.
Ambos hombres esperaron a que se hubiera alejado lo suficiente.
—Mal día para dejarse caer por aquí —mencionó el que aún permanecía sentado.
—No, qué va —repuso el otro con vileza, sin quitarle el ojo de encima—. Quiero el arma que lleva. Hoy es el día perfecto.
A la luz del día podía comprobarse con claridad que la Guarida era el edificio mejor conservado de toda la periferia, sin apenas grietas o boquetes que arañasen sus muros llenos de pináculos. Su imponente amplitud se alzaba sobre la devastación del paraje y abarcaba toda una isla cuadrangular del antiguo plano metropolitano. En algunos puntos de su perímetro aún se podían observar restos de farolas o incluso lo que debió de haber sido la bóveda acristalada de una pequeña estación de autobuses. El original cobrizo de las paredes hacía tiempo que terminó sustituido por el característico tono gris a suciedad y abandono. La luz del día no traspasaba ni una de las ventanas o cristaleras de toda la fachada exterior, tapiadas íntegramente por gruesos capisayos de argamasa.
Al pararse ante el gran umbral de la entrada el muchacho oyó con claridad el clamor y los vítores. Parecía como si allí dentro la gente hubiera enloquecido. Sus ovaciones transportaban un frenesí de excitación, como si estuvieran alabando un acto salvaje y despiadado. Desde luego, no era algo muy común, aunque en un principio no le quiso dar mayor importancia; seguro que el origen sería alguna pelea entre dos residentes borrachos.
Alzó el puño y golpeó el portón. Esperó. Pasado un minuto volvió a insistir. A la altura de su cabeza se deslizó de repente una rendija estrecha y rectangular. Unos ojos inyectados en sangre asomaron desde el otro lado y lo estudiaron de arriba abajo.
Adam aguardó en silencio el chequeo, hasta que la ranura volvió a cerrarse con un chasquido seco.
Le abrió la puerta un hombre obeso y alto. Su camiseta lucía una repugnante combinación de manchas de sudor y sangre. Jadeaba, y con una mano estaba terminando de abrocharse el pantalón. Como una ola arrasadora, el aullido del gentío en el interior le llegó claro e intenso.
—Pasa —le indicó enseguida el guardia con tono malhumorado, como si lo hubiera interrumpido en algo importante y no quisiese perder más tiempo.
Adam accedió sin mediar palabra.
El vestíbulo de la entrada permanecía oscuro, como de costumbre, y el olor viciado a secreciones y suciedad orgánica era asfixiante. En el extremo opuesto había una puerta abierta que daba acceso al núcleo de la ciudadela, por donde se colaba una luz cegadora. La algarabía provocada por el gentío procedía de allí, y en seguida se le unió el sonido característico de dos metales al rozarse, como si alguien al otro lado estuviera afilando una espada gigante.
Fue cuando efectuó los primeros pasos en dirección a la luz que se percató de la presencia de la joven, que yacía tendida sobre el empedrado del vestíbulo. El tiempo pareció ralentizarse cuando entrecruzaron sus miradas. Vestía con harapos destripados que se sacudían por los fuertes espasmos de su cuerpo. En otro momento, probablemente Adam la habría considerado una chica atractiva, pero ahora tenía la mejilla tan hinchada y cortada que su rostro se había deformado hasta el punto de hacerla parecer un monstruo. Dos regueros de sangre caían de su boca titilante y sus oídos; otro aún mayor le manchaba toda la ingle. Aquel animal la estaba violando segundos antes de abrirle el portón. Estaba tan asustada que al verlo ni siquiera se atrevió a decirle nada, tan sólo a buscar cierta compasión en sus ojos, a imaginar que él reconocía y se apiadaba de su desgracia. Eso fue lo único que, tal vez, la ayudó a soportar el dolor y la humillación durante aquel fugaz momento.
—¿Qué cojones miras? ¿Tienes algo que decir? —bramó el guardia a su espalda. Su tono le llegó cargado de desafío—. ¿Es que también te apetece follártela? ¡¿Es eso?!
Adam tuvo que contener las ganas de volverse y abalanzarse sobre él para arrancarle los ojos.
«Sigue tu camino —le comunicó su sentido común. Apretó los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos—. No es cosa tuya. Morirás si cometes cualquier estupidez».
Bajo la mirada perversa del hombre, el muchacho optó por continuar en dirección al resplandor, donde el ruido metálico no cesaba; perturbaba y dominaba las voces de los hombres allí afincados.
—Maricón… —se burló el celador a su espalda. Después se evidenció una nueva bofetada, y otra.
«¿Morirías por ella? —se preguntó Adam, indignado. Su silueta ya se recortaba a contraluz, a punto de abandonar la antesala—. ¿Morirías por aquel anciano que os pidió ayuda cuando eras pequeño?».
Los impactos del metal al otro lado chirriaron más fuerte que antes, lo que desencadenó que las gargantas de la gente volvieran a clamar con ímpetu salvaje.
Adam tuvo la sensación de encontrarse en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Pero ya era demasiado tarde para dar media vuelta. Tenía que ver. Tenía que saber.
Se puso una mano delante de la cara cuando la potente luz lo abrazó y dio forma a una visión, como un telón de fondo que se desliza con la intención de mostrar el horror tras de sí.
Sus retinas se contrajeron y notó cómo su respiración se volvía más pesada. Fue entonces cuando, en efecto, lo supo.
Todo estaba dispuesto; iban a matarlo.