6

La morada era de lo más pintoresca y cálida. Se sostenía sobre un trozo de fachada del edificio que había sucumbido ante las sacudidas de la tierra en tiempos remotos. Casi como una exquisita casualidad del destino, el extremo más alto del muro había terminado incrustándose contra el inmueble de enfrente. Ahora, la superficie de aquella derrumbada porción de pared conformaba un suelo sólido en un perfecto ángulo de noventa grados, donde, gracias al sudor de algunas frentes, se erguía parte del chasis vacío de un vagón de tren. Adam siempre recordaría de forma agridulce lo mucho que les había costado a él y a su padre ayudar a subir los fragmentos de las planchas de metal ferroviario hasta ahí arriba para luego soldarlos de nuevo.

«Lo que hacemos lo hacemos a gusto, hijo. Con esto nos ganamos unos amigos de por vida, algo demasiado valioso hoy en día como para despreciarlo», recibía como respuesta cada vez que refunfuñaba sobre la ardua tarea de colaborar con los Belicci.

A lo largo y ancho de aquella atalaya semicilíndrica se manifestaban detalles que rememoraban el antiguo uso de sus materiales, como una alusión surrealista de un estilo de vida demasiado lejano y extinto: el viejo emblema de la British Railways, en rojo, se distinguía a duras penas, a un lado, oculto bajo el polvo y la corrosión de la pintura. Los cristales de las tradicionales ventanillas habían sido sustituidos por láminas de hierro corredizas, cuyo mecanismo era similar al de las persianas metálicas de aquellas tiendas de vecindario que ya sólo existían en las fotografías amarillentas. En realidad, el lugar era más espacioso de lo que parecía desde fuera. Su distribución se dividía en dos partes: la de la entrada, que daba forma al habitáculo donde él se encontraba, en el que se ubicaban dos sacos de dormir, una mesa vetusta con sillas y unas cuantas estanterías con objetos variopintos; y la de la cocina, que quedaba tras el fuelle horadado de la junta de los vagones. En aquel momento, Rosalía cruzó desde la otra punta con dos recipientes de plástico en la mano que contenían un poco de infusión humeante. Adam observó cómo los colocaba con cuidado sobre la mesita, sin percatarse de que ellos dos ya habían llegado.

Al contrario que su marido, Rosalía siempre pudo considerarse una mujer esbelta; algo completamente inusitado en los tiempos que corrían. Desde que la conocía, el muchacho siempre la recordaba así: con sus mofletes rojizos y su amable mirada exhibiendo una salud de hierro. Sin embargo, la persona que ahora se encontraba frente a él, sirviendo aquel té, nada tenía que ver con su recuerdo; se había convertido en un pellejo de piel flácida forrada sobre un esqueleto movido por hilos. Su inexistente cabellera no era más que un amasijo pobre y ajado de fibras grises que dejaban intuir una incipiente calvicie.

Era como si algo o alguien le hubiese absorbido la vitalidad.

Al principio, aquella imagen lo descolocó. Había empeorado demasiado desde la última vez que se vieron.

Esperó unos segundos y carraspeó:

—Buenos días —saludó con tono prudente.

Ella frunció el ceño y buscó su voz con la mirada. Se quedó observándolo un momento y entonces su rostro se iluminó con una expresión entrañable.

—Danielle… —se maravilló—. ¿Qué tal el colegio, cariño?

Adam titubeó y buscó ayuda en los ojos sin brillo de Benjamin, que asintió de forma escueta. No era como las anteriores veces, pensó. La sensación de pena y desánimo que se respiraba ahora en aquel refugio era sobrecogedora.

—Bien. Todo va… muy bien.

—Cuánto me alegro, cielo —sonrió ella, que le acarició la mejilla igual que lo haría una madre devota. Sus manos estaban tan frías…—. Os he preparado un poco de té de flora. ¿Tienes sed?

—Sí… me vendrá estupendo. Gracias.

—Claro que sí… —Parecía muy contenta de verlo—. Siéntate y habla con tu padre. Estaba impaciente por que llegaras. Seguro que quiere comentarte algo importante. Yo estaré en la cocina preparándoos la comida.

Bajo la atenta mirada de la anciana, Adam apoyó el arma en la pared y depositó la mochila sobre el suelo. Cuando ambos hombres se sentaron, ella juntó las palmas sobre el pecho.

—¡Jesús, cómo has crecido! ¿Te he contado alguna vez lo mucho que te gustaba jugar de pequeño con los barquitos en la bañera? Y yo te sacudía el agua para formar olas y luego tú… tú… —Buscó en los confines de su deteriorada memoria la palabra adecuada, pero su semblante se trasformó, extrañado, al ser incapaz de encontrarla.

A Adam lo conmovió. Conocía la delicada naturaleza de su condición, pero le resultaba difícil creer lo rápido que la mujer parecía haber degenerado. ¿Tanto tiempo había transcurrido desde la última vez que la vio?

Quiso contestarle, pero el señor Belicci lo hizo por él.

—Rosalía… Bella… —La cogió de la mano con toda la ternura del mundo—. Danielle está cansado. Deja que tome su infusión. ¿Por qué no preparas ese estofado del que hablabas? Tu hijo tiene hambre. Y de paso córtale un poco de conejo para que se lo lleve en la bolsa. No dispone de mucho tiempo.

—Pero… ¿es que te vas? —le preguntó ella con expresión triste.

—Sí. Debe andare a lezione[1] A la escuela, ¿verdad, hijo?

«Escuela», otra de tantas palabras ya olvidadas. El muchacho no tuvo más remedio que asentir, aún atónito.

—Eso… eso es. Debo volver pronto.

—Entonces no tienes que demorarte. Los estudios son importantes —sonrió de nuevo y le acarició el pelo. Luego se dio la vuelta y se dirigió con pasitos cortos hasta la cocina.

Desde el ángulo donde se encontraba, Adam se fijó de forma fugaz en la cabeza del animal degollado; le devolvía la mirada al vacío, tendido sobre los restos de un capó de coche invertido que hacía las veces de encimera. Rosalía agarró aquel cuerpo inerte y se dispuso a desollarlo mientras tarareaba una melodía irreconocible.

El señor Belicci delataba angustia en su mirada.

Durante un momento que resultó más largo de lo deseado, se formó un silencio incómodo en el que sólo fue audible el rugido de la arena exterior golpeando contra la chapa del vagón. Poco después se le unieron los impactos distantes del cuchillo cortando la carne contra la chapa.

—Ya lo ves… —dijo el anciano al fin con voz quebrada—. Que nunca superó la muerte de nuestro hijo es algo que siempre he tenido claro. Cuando la Guerra se lo llevó, a cambio tan sólo recibimos una caja sellada con medio cuerpo dentro… Tuvieron la indecencia de admitir que el resto se lo comieron sus propios oficiales debido al aislamiento y al hambre. Y eso… eso fue mucho más de lo que ella estuvo dispuesta a soportar. Pero siempre ha sido una mujer muy fuerte. Y desde hacía unos años ya no hablaba de ello… Ahora… con su enfermedad… Coño, cree que aún sigue vivo. A menudo se despierta por las noches gritando, convencida de que tiene que ir al cementerio de la Toscana a desenterrarlo, porque dice que lo oye arañar el ataúd. Por el amor de Dios, ni siquiera existe ya ese cementerio…

—Yo… lo lamento mucho —repuso Adam. Conocía la tragedia que sufrieron porque se la había contado su padre hacía algunos años. Pero aun así, oírla de los labios afligidos del anciano, después de haber sido testigo del grave problema al que se enfrentaba ahora, le añadía un grado extra de crueldad.

—Tranquilo. Tú no tienes la culpa. —Fue a beber un sorbo de su infusión pero apartó los labios al instante—. Cazzo! ¡Quema! —exclamó con un golpe en la mesa, más enfadado con el destino que por la propia quemadura, y volvió a dejar el recipiente en su sitio. Intentó calmar el escozor de su boca con la lengua—. La culpa… la culpa la tiene el mundo —continuó—, que se ha ido a la puta mierda y nos ha dejado tirados como a cucarachas. Sin recursos. Sin futuro. Así que ¿qué importará ya nada?

Instintivamente, Adam observó su bebida. Aún humeaba. Luego hizo una mueca disconforme.

—Perdone que lo contradiga, pero yo no lo veo así. Fueron los mismos hombres los que terminaron destruyéndolo todo… Al menos ahora ya no hay tantos por los que preocuparse. —Se acercó el té a la boca, sopló con prudencia y bebió un pequeño sorbo. Estaba muy sabroso—. Es más, a pesar de lo mal que están las cosas en la actualidad, creo que tal vez no mereciese la pena vivir en un mundo como el de antes.

—Bobadas. Allí donde queden hombres siempre habrá maldad. ¿Qué diferencia hay entre ahora y antes?

—Pues que ahora la gente al menos se mata por algo. Pero antes se cometían auténticos exterminios por nada. El mundo del pasado no era mejor que el actual.

El anciano lo miró con escepticismo, sorprendido por el rumbo que había acabado tomando la conversación.

—Dices eso porque no conoces nada más, ¿verdad, chico? Porque lo único que recuerdas del pasado son las sirenas y los hongos atómicos materializándose en el firmamento… Tú eras demasiado pequeño para acordarte, pero la vida no fue siempre así. Yo he contemplado cosas realmente increíbles, Adam. Cosas que daría lo que fuera por volver a ver. —Miró hacia algún punto indefinido de la mesa, abstraído por sus cavilaciones—. Dime, ¿tuviste la oportunidad de presenciar alguna vez una hermosa puesta de sol desde lo alto de las islas blancas de Grecia? ¿O el reflejo de la luna llena en un mar calmo y profundo? Antes, las flores germinaban en primavera. Y una vez… —tragó saliva, como si saboreara con absoluta exquisitez aquellos recuerdos— una vez fui testigo del estallido de un relámpago que quebró el arco iris… ¿Sabes lo que era el arco iris?

El muchacho lo meditó un segundo y negó con la cabeza.

—Yo creo que sí, pero seguro que lo has olvidado. Era un extraño efecto que se formaba en el cielo cuando los rayos de sol acariciaban la lluvia… Me refiero a la lluvia de verdad, de esa que podías beber sin miedo a morirte al cabo de dos días. Bien, pues ese relámpago fue tan fugaz que tuve que preguntarme repetidas veces si aquello había tenido lugar. Pero lo cierto es que aquellos maravillosos colores se disolvieron a su paso con la rapidez de un papel que se quema. —Mostró un atisbo de sonrisa—. Hijo, te cuestionas si en verdad valía la pena vivir en un mundo en el que surgieron ejércitos que libraron guerras devastadoras. Mi respuesta es «no». Valía la pena morir por él. Por eso tiene la culpa. Porque era demasiado bueno, demasiado hermoso como para desaparecer así —chasqueó los dedos—, en un abrir y cerrar de ojos.

Adam se quedó meditabundo mientras su mente trataba de dar forma a las descripciones que acababa de escuchar. Aunque no lo consiguió. Los pocos recuerdos que conservaba de su niñez no parecían lo suficientemente dilatados en el tiempo. Era como si su memoria retroactiva hubiera sido enterrada en algún lugar inalcanzable y abstracto. Pronto tuvo que rendirse ante la dificultad que le planteaba intentar visualizar algo hermoso anterior a la hecatombe. Como mucho rescataba una vaga imagen de su madre, columpiándolo en los jardines verdes de St. James’s Park, pocas semanas antes de las primeras luces y alarmas. Era primavera y los sauces llorones y las higueras bordeaban las orillas del lago, cerca de Duck Island. En una calle lejana pasaban multitud de coches y autobuses rojos de dos pisos. Algunos conductores tocaban la bocina como indicación de la prisa que tenían por llegar a sus respectivos puestos de trabajo. Pero más allá de eso, nada. Tan sólo el vacío de una inocencia robada.

De pronto le vino un pensamiento que quiso transformar en pregunta:

—¿Cree que esas imágenes…, que esos momentos volverán a repetirse alguna vez? ¿Que algún día todo volverá a ser como antes?

—Supongo que con eso de «algún día» te refieres de aquí a miles de años, ¿no? —sugirió Benjamin, sarcástico—. Puede ser. Aunque sólo hace falta echar un vistazo por el hueco de esta ventana para darse cuenta de lo podrido que está todo. La ausencia de vegetación, por ejemplo; sin ella el aire se vuelve tóxico. Créeme, ahora mismo los arrugados pulmoncitos de este planeta se encuentran exhalando sus últimos alientos de vida. Y si algún día todo vuelve a ser verde y hermoso, no será el ser humano quien lo contemple, desde luego. De todas formas no te entiendo, chico; dices que se vive mejor en el presente pero sueñas con un futuro idéntico al pasado. Decídete.

Adam se removió sobre su asiento y trató de explicarse.

—No es eso. Es que… verá, mi padre creía en ese futuro. Estaba convencido de que sería real. Que la vida volvería a ser tal y como era antes. Y que nosotros lo veríamos.

El anciano lo señaló con un dedo cargado de reproche que lo hizo enmudecer de golpe.

—Así es. Lo creía tanto que murió por esa estúpida idea. Y será mejor que tú te la quites de la testa de inmediato y que no intentes jamás seguir sus pasos. No lo intentes. ¡Menuda insensatez!

—Yo no he dicho que fuera a intentar nada. Considero que ya tengo suficientes problemas como para preocuparme por una fantasía que tuvo mi padre.

—Mejor —asintió Benjamin, receloso—. Mira, tu padre era un buen hombre, un magnífico amigo. Y tú eres un buen chico. Por eso te pido que no acabes siendo víctima de sus mismos errores. No quisiera que te despertaras un día cualquiera, desorientado y cansado, sin ser consciente de que ya es tarde, de que has acabado perdiendo la chaveta por haberte entregado en cuerpo y alma a una utopía absurda. No te lo permitiría. No señor. Antes deberás vértelas conmigo. Y te advierto que mientras pueda seguir cagando y meando por mi propia cuenta soy peligrosísimo.

Adam soltó una pequeña carcajada. El anciano le devolvió una sonrisa.

—Puede estar tranquilo —respondió el muchacho—. Mis ambiciones no llegan a tanto. —Luego empezó a deslizar el dedo de forma distraída por el contorno del recipiente del té—. Es curioso —cambió de tema—. Hoy me ha pasado algo un poco… extraño.

—Hijo… en el Yermo, la palabra «extraño» es algo que pierde significado.

—No. Hablo de un encuentro que he tenido en la carretera, a cerca de un kilómetro de aquí.

—¿Un encuentro? —se sintió intrigado Benjamin—. ¿Con algún animal?

—No, qué va. Se trataba de un hombre. No lo había visto en la vida. Dijo que venía del asentamiento de levante. Pero lo que más me llamó la atención de él fue que no se dirigía hacia el sur, hacia la civilización, sino hacia el norte.

—¿Hacia el norte? Pero si eso es terreno inhabitado.

—De eso mismo le advertí yo. Aun así, parecía convencido de que sus pasos debían llevarlo hacia el norte.

Benjamin se frotó el mentón, huesudo y sin afeitar.

—Desde luego es extraño, sí. Ya lo sería el simple hecho de ver a alguien merodeando por esta zona, en el culo de la Veguería, pero que encima lo haga para ir a morir… No sé… Aunque si te soy sincero, no es la primera noticia que he oído últimamente que se salga fuera de lo común.

Adam frunció el ceño.

—¿A qué se refiere?

—Bueno, he aquí uno de los motivos por los que te he pedido que subieras. Quería comentarlo contigo.

El anciano se acercó de nuevo la infusión a los labios y tanteó su temperatura de forma superficial, pero optó por esperar un poco más.

—La cuestión es que la semana pasada oí rumores de que habían desaparecido dos de las tres familias que viven al otro lado del puente. Sus vecinos más próximos aseguraron que oyeron gritos por la tarde. Es más —torció la expresión—, cuando se juntaron unos cuantos y fueron a comprobar los refugios, éstos seguían abiertos, intactos… pero con manchas de sangre por todo el suelo… Bueno —sonrió, exhibiendo las prominentes arrugas de sus mejillas—, yo diría que no tiene precisamente la pinta de tratarse de meras desapariciones, ¿no crees?

—Si ocurrió durante la tarde debió de ser algún grupo de saqueadores —dedujo el muchacho—, eso seguro.

—Sí. Eso es lo que se comenta por ahí. Puede ser que ese día no hubiera mucha luz, pero aún era por la tarde al fin y al cabo. Un… —De repente se vio obligado a llevarse el puño a la boca y empezó a toser repetidas veces. Adam hizo el ademán de levantarse para tratar de ayudarlo, pero el anciano le indicó con la otra mano que se encontraba bien. Cuando se recuperó, el muchacho vio que había dejado una mancha roja en la manga de la camisa, que no tardó en esconder bajo la mesa—. No es nada —se excusó, y siguió hablando, aunque durante unos segundos con la voz algo ronca—. Mira, yo creo que hay dos posibles explicaciones —carraspeó—. La primera: que, en efecto, se trate de uno o varios saqueadores del desierto que consiguieran burlar las defensas de esos pobres diablos en busca de comida o mercancías. Eso estaría bien, porque sería realmente extraño que se dejaran ver de nuevo por aquí y se arriesgaran a que los reconocieran.

Volvió a toser de forma breve y al fin se decidió a aclararse la garganta dando un breve sorbo a su brebaje, que ya se había enfriado lo suficiente.

—Ahh… ¡Mucho mejor! —Buscó el regusto en el paladar. Luego se quedó pensativo—. Por cierto, cuéntame: ¿qué era eso que tenías que ir a buscar a la Guarida?

—Vapor de telurio —respondió—. Caleb está muy enfermo y temo que si no se lo llevo pronto empeore.

—Por supuesto. —El anciano hizo un gesto asertivo—. Por supuesto. Las obligaciones de un hermano mayor… —Cerró los ojos como si se concentrara en algo. Entonces agudizó el oído, inclinó la silla hacia atrás y pegó la oreja a la pared—. Oh, ¡fíjate! —se maravilló—. ¿Qué te dije? La tormenta está amainando. En un santiamén podrás marcharte sin peligro. Esperemos que no sea de las que regresan rápido.

—Seguro que no —sonrió el joven—. Por cierto, ¿cuál era la segunda?

—¿Cómo dices?

—Bueno, usted ha dicho que sólo se le ocurren un par de posibles explicaciones a que esos dos vecinos fueran atacados en sus respectivos refugios cuando aún no había anochecido. ¿Cuál era la segunda?

—Oh, ¡sísísísí! Verás, ésa es la explicación que más me preocupa. Me preocupa tanto que debería contártela al oído. No quisiera asustar a Rosalía. Acércate… —Adam se arrimó a la mesa y el señor Benjamin, tras echar un rápido vistazo a la cocina y comprobar que su mujer seguía tarareando, absorta en la entretenida tarea de despellejar al conejo, se puso muy tenso y aproximó la boca al perfil del muchacho. Sus labios temblaron como gelatina cuando le susurró—: Son Ellos… —El tono en el que habló hizo que se le erizaran los pelos de la nuca—. La gente no quiere admitirlo porque dicen que es imposible que salgan cuando aún es de día. Me han tachado de viejo paranoico. Aunque, ¿sabes?, la verdad es que no se atreven siquiera a pensar en esa posibilidad. Están demasiado asustados como para hacerlo. Ocupan su tiempo en cosas absurdas, como en discutir si nos encontramos en el mes de septiembre o en el solsticio de invierno. Pero a mí no me cabe ninguna duda: son Ellos.

Volvió a respaldarse en su silla e intentó sonreír, pero en vez de eso encogió el rostro como si estuviera a punto de llorar. En aquel momento parecía un hombre que había perdido algo más que la esperanza.

—Estamos rodeados de mierda —continuó hablando en voz baja—. Todos nuestros vecinos de la Veguería o son unos figlio di puttana o unos insensatos. Pero tienen algo en común: se cagan de miedo cuando cae la noche y la oscuridad no les permite vislumbrar lo que hay ahí afuera. Deberían sentirse agradecidos. Yo… —se señaló con el pulgar en el pecho— yo he oído a esas cosas antes del crepúsculo, durante el alba. He visto… sombras —gesticuló con los dedos como si imitara a una alimaña deslizándose por la mesa—, sombras temibles que se mueven entre las ruinas. Están hambrientos, desesperados. Por eso apuran cada uno de los segundos que pueden pasar en la superficie, buscándonos. Su tiempo de permanecer ocultos ha concluido.

Adam lo miró con detenimiento. Aquella teoría era bastante ilógica, pero no sería él quien también se precipitara al juzgarlo. Como mínimo le otorgaría el beneficio de la duda, así que escogió muy bien sus palabras.

—Supongamos que eso fuera así y que la luz del día no les afectara tanto como creemos… La altura y las defensas los siguen manteniendo a raya… ¿Cómo consiguieron entrar en esas casas?

—No me estás escuchando, muchacho. —Presionó el dedo índice contra la mesa—: Te digo que están hambrientos. Algo debe de ir condenadamente mal ahí abajo para que se atrevan a quebrantar sus propios límites. Cuando el hambre es intensa el ingenio se agudiza. Nos estudian. Y que me aspen si no es cuestión de tiempo que den con la forma de penetrar en nuestros hogares… uno por uno. De hecho, ya lo están haciendo.

Adam recordó por un momento las huellas que de vez en cuando aparecían por el perímetro de su casa. Era como si aquellos seres se dedicaran a analizar de forma meticulosa la estructura y los puntos débiles de la fortaleza a lo largo de toda la noche. Tal vez lo que el anciano sugería no resultaba tan descabellado.

—Señor… —su tono se volvió más serio—, ¿qué son? Llevan años ahí abajo y no sabemos una mierda sobre ellos. Ni siquiera de dónde proceden.

—¿Y te extraña? —rezongó, como si la explicación fuera evidente—. Eso es porque nadie que haya tenido la desgracia de toparse con uno cara a cara ha sobrevivido para contarlo. Además, cada vez somos menos y apenas ya se habla de este tema en las reuniones locales. Es como si la gente se hubiese resignado a su existencia, como si…

—¿Hubiesen bajado la guardia? —terminó la frase por él.

El señor Belicci inclinó la cabeza, otorgándole toda la razón.

—Me lo has quitado de la boca. Y con respecto a tu pregunta, ya sabrás que existen multitud de teorías: algunos aseguran que son demonios. Otros —elevó las cejas— dicen que fantasmas…

—Yo no creo en esas cosas.

—¡Por supuesto que no! ¿Qué majadería es ésa? ¿Qué clase de mundo sería éste si dejásemos que las criaturas de nuestro antiguo folclore fueran las que ahora nos atormentan? No. Nada de eso. Sin embargo, ¿qué crees tú que pueden ser?

—Ni idea… También se dice que antaño fueron hombres.

—Buena teoría, sin duda. —Hizo un gesto de aprobación. Después permaneció reflexivo—. Adam… dime qué recuerdas de los inicios de la Guerra.

—La verdad, no demasiado —contestó—. Sé que primero tuvieron lugar las tensiones políticas y los conflictos armados. Y que luego llegaron las bombas… Esa parte fue rápida.

—Bueno… Es una forma de resumirlo. Si la memoria no me falla, yo diría que todo empezó con la amenaza de los rusos de reactivar la guerra fría tras conseguir dar un paso evolutivo en la tecnología de la fusión del hidrógeno. La llamaron: Novih-Tsar, «Nuevo Emperador». Un arma de quinientos megatones capaz de borrar del mapa de un plumazo un territorio del tamaño de Inglaterra. Y no sólo eso, también evitar que allí donde se detonase pudiera volver a regenerarse la vida… jamás. Dicho de otra forma: la creación del mismísimo Sol en la Tierra… El anuncio conmocionó al planeta entero y, días más tarde, Corea del Norte aprovechó el alzamiento de su aliado soviético y, contraviniendo las restricciones armamentísticas que desde hacía tiempo le había impuesto la comunidad internacional, aprobó un ataque nuclear directo contra Corea del Sur y Estados Unidos, a lo que éstos, junto a Japón, respondieron con una devastadora contundencia. Por su parte, las tensiones en el mundo árabe no hicieron más que incrementar. La sensación general era de caos absoluto; la sociedad moderna se desmoronaba por su propio peso. Pronto, las fuerzas de la OTAN se vieron desbordadas y muchos de los estados miembros se declararon independientes para luego poder aliarse con el bando que más les convino. El resto de los países que se mantuvieron firmes, simplemente fueron incapaces de recuperar el control en tantos frentes. A partir de ahí, nadie fue muy consciente del desarrollo de los acontecimientos. Todo se volvió muy confuso. Los métodos habían cambiado. Las superpotencias y sus nuevas alianzas ya no necesitaban largas campañas para enfrentarse entre ellas. Mandaban los ejércitos a morir, ya que cualquier imbécil con la capacidad de apretar un botón podía convertirse en el mayor genocida de toda la historia. Pero… a pesar de la fugacidad de los acontecimientos, a todos y cada uno de los supervivientes de aquellas primeras semanas se nos ha quedado grabada alguna imagen particular del fin de los tiempos. Esa imagen varía en función de cada individuo, aunque siempre es especial, porque es como si nuestro cerebro la guardara en su propia cámara de seguridad y le diera el poder de convertirse en indestructible, en imposible de borrar.

—Creo que sé a lo que se refiere. —Adam se rascó el vello de un rubio castaño que ya empezaba a crecerle por el bigote y el mentón—. A menudo recuerdo la visión de un hombre tendido en la calle que nos pedía ayuda. Había mucha ceniza por todas partes que envenenaba el aire. Luego, papá me hacía volver la mirada y seguíamos andando como si ese hombre no existiera.

—No lo culpes por ello. Tan sólo intentaba mantener con vida a su familia. Y lo hizo muy bien, teniendo en cuenta que el noventa por ciento de la población mundial pereció durante el primer mes.

—No lo hago. No lo culpo. Ahora sé que yo hubiera hecho lo mismo.

—Que no te quepa ninguna duda —afirmó—. Verás, yo, en cambio, no recuerdo a ningún hombre pidiéndome auxilio, aunque seguro que me topé con muchos. Pero sí que recuerdo ver hervir el océano bajo un cielo rojo debido a la radiación molecular. Y también una marea de fuego líquido avanzando y fundiendo montañas enteras en el horizonte, como si fueran trozos de nieve derritiéndose bajo el sol abrasador. Los ejes rotatorios de la Tierra sufrieron severos desajustes que desencadenaron tormentas tectónicas y supimos por varios testimonios que hubo desiertos que terminaron convirtiéndose en sólidas placas de hielo y uranio. Las consecuencias y planes de actuación de accidentes pretéritos como el de Chernóbil o Fukushima ni siquiera pudieron servirnos de precedente. Incluso los nuevos y prometedores proyectos como la Iniciativa Aurora pronto cayeron en el olvido. Te cuento todo esto porque si la Guerra pudo transformar de tal manera la fisonomía del planeta, imagina lo que pudo hacer con la anatomía humana. A los más débiles la radiación les hizo pedazos; veías morir a niños por anemias galopantes. Gente que perdía el pelo en cuestión de segundos; sangraban por todos y cada uno de los orificios del cuerpo y en la piel les crecían tumores del tamaño de una cabeza… Al principio, aquellos que logramos sobrevivir nos escondimos donde pudimos. Los más afortunados consiguieron una plaza en el interior de los refugios atómicos o las prisiones de máxima seguridad. Aunque la mayoría de nosotros optamos por ocultarnos bajo tierra, al amparo de las cavernas más profundas y de los kilométricos laberintos que conformaban los túneles del metro. —Se encogió de hombros—. Era la opción más lógica… El problema no fuimos los que regresamos a la superficie pasado el período de cuarentena; el problema fueron aquellos que se escondieron en lugares remotos y no volvieron, pero, sobre todo, el motivo por el que no volvieron. Durante años ni pensamos en ello. Reconstruimos nuestros hogares de las cenizas del invierno nuclear, recopilamos y juntamos los pedacitos que pudimos de la antigua civilización, creyendo que los que habíamos sobrevivido éramos los únicos, que no dejábamos nada ni a nadie atrás… Pero nos equivocamos. ¿Qué es lo que surgió allí abajo, en esa especie de inframundo, y que ahora nos acecha tras años de permanecer oculto en la oscuridad? —Alzó un dedo—. Eso, amigo mío, eso sólo lo saben durante un fugaz instante aquellos a quienes se llevan por la fuerza.

Un hormigueo fugaz recorrió la espalda del muchacho. Normalmente, ya pocas cosas conseguían ponerlo nervioso, y aunque hacía tiempo que había aprendido a dominar sus miedos, no podía evitar que todo aquello, como mínimo, lo inquietara. Era el temor a lo que no se ve, supuso. El temor primitivo y visceral de no conocer la naturaleza de la amenaza.

—Claro que esto sólo se trata de mi teoría —continuó diciendo el anciano con parsimonia—. Tú eres libre de creer lo que te venga en gana.

Dicho esto, y como si ya se hubiera cansado de tanta conversación, se volvió y dio un golpe seco a la persiana de metal que quedaba a su espalda. Ésta se enroscó automáticamente hacia arriba y permitió la entrada de una luz intensa que alumbró y engulló por completo las sombras del interior de la chabola. Ambos se colocaron sendas manos a modo de visera.

—Ahí lo tienes; tu día despejado… —comentó animado—. Y ahora, creo que es hora de que sigas tu camino.

Adam se puso en pie, sin prisa. A juzgar por el matiz solar, ya debía de faltar poco para el mediodía. Si no se marchaba ya quizá corriera el riesgo de que luego se hiciera demasiado tarde. Y por nada del mundo deseaba tener que pasar la noche en la Guarida.

—Ojalá pudiera quedarme más tiempo —dijo.

—No te preocupes. Ya has hecho suficiente molestándote en subir hasta aquí.

—No ha sido ninguna molestia. De veras.

Benjamin aceptó de buen grado su amabilidad.

Justo entonces se oyó a Rosalía gritar desde la cocina. Su marido palideció y no dudó en levantarse e ir a averiguar qué sucedía.

—¡Todo ha cambiado de color! —chilló la mujer al verlo—. ¡Creí que me estaba quedando ciega, Benjamin!

Éste la estrechó entre sus brazos.

Bella, sólo subimos la persiana. Eso es todo. No hay de qué preocuparse —la tranquilizó con voz suave—. Es sólo la luz del día.

Adam también se asomó a la cocina y no pudo evitar que le sonaran las tripas al fijarse en el conejo desollado que reposaba sobre la encimera.

—Coge un par de trozos. Uno para ti y otro para tu hermano —le sugirió el anciano al seguir la trayectoria de su mirada. Su mujer seguía inquieta dentro de su abrazo.

—¿Está seguro?

Benjamin asintió con la cabeza, dándole a entender que eso no les supondría ningún problema de subsistencia.

Agradecido, Adam cogió dos patas, que envolvió en una de las hojas de flora del desierto que había justo al lado, e introdujo el fardo en su mochila.

—Te acompañaré hasta la escalera —se ofreció el anciano.

Con una mano le alzó delicadamente el mentón a Rosalía y con la otra le apartó un mechón de la mejilla. Tenía los ojos irritados y parecía no enfocar bien.

—Voy a acompañar al chico fuera, ¿de acuerdo? No te preocupes. Vuelvo en un minuto.

Ella asintió con la mirada perdida en su particular pesadilla.

—Vamos —le indicó entonces a Adam con un toquecito en la espalda.

El muchacho no encontró demasiado oportuno despedirse de la mujer.

Tras recoger sus cosas, los dos salieron de la chabola y anduvieron a través del primer corredor sin pronunciar palabra. Benjamin parecía muy tenso. Al detenerse frente a la escalera de cuerdas le ofreció la mano. Por alguna razón se la estrechó más fuerte de lo habitual.

—Cuídese, señor Belicci. Y gracias por la comida y el té.

—Adam… —murmuró entonces sin soltarlo. Se lo quedó mirando con extraña fijación—. Sabes que soy un buen hombre. ¿Lo sabes, verdad? Es muy importante que me digas tu opinión antes de que siga hablando.

—Nunca lo he dudado —respondió, sin saber a qué venía aquella repentina pregunta—. Considero que es usted una de las pocas personas buenas que quedan.

—Bien, porque por desgracia ahora las cosas funcionan según un orden y éstas son las fichas que nos ha tocado jugar. Por eso no quiero que cambies tu parecer sobre mí cuando te pida lo que, ten por seguro, voy a pedirte. Porque no es una cosa que quiera hacer; es una cosa que me veo obligado a hacer.

—Discúlpeme, pero no lo entiendo…

—Por favor, Adam. Me deshago por dentro. —Lo soltó y le mostró la mancha de sangre en la manga de su camisa—. Radiación, enfermedades, vejez… Cualquier persona con un mínimo de sentido común sabría que no me queda mucho tiempo. Mi cuerpo ya no aguanta más. En definitiva, me estoy muriendo.

¿Por qué le hablaba de ese modo?

—Creo que no debería decir esas cosas.

—Y tú no deberías preocuparte por mí. Estoy más que mentalizado. Rosalía, en cambio, se encuentra bien. Físicamente está como una roca. El problema es su testa. —Se tocó con el dedo índice la sien—. A veces ni siquiera recuerda que necesita comer. Tengo mucho miedo. Sufro por ella. Porque cuando yo me vaya, que será pronto, va a ser como abandonar a un bebé en mitad del desierto, ¿comprendes? Mi mujer es incapaz de valerse por sí sola. Y con todos esos peligros de ahí fuera, ella… —frunció sus cejas pobladas— no los entiende. No tiene consciencia de la mayoría de las cosas. Si le pasara algo, si le hicieran daño, ni siquiera sabría por qué se lo están haciendo.

Adam expulsó el aire poco a poco.

—Si me está pidiendo que me ocupe de ella cuando usted… se muera —utilizó aquel término a desgana—, admito que será complicado… pero lo intentaré. Tiene mi palabra.

Benjamin tensó los labios, intentando sonreír.

—Siempre has sido un chico rebelde. Pero en muchas ocasiones también has demostrado una gran nobleza. Sin embargo, no podría aceptar tanto sacrificio por tu parte. Rosalía necesita un grado de atención que no puedes permitirte. Eso os acabaría matando a ambos y a tu hermano, estoy convencido. No. Lo que te estoy pidiendo… —Se metió una mano temblorosa en el bolsillo y sacó un diminuto frasco de cristal que contenía un líquido destellante y ambarino—. Esto es cianuro. —Su voz se quebró por la pena hasta el punto de casi perder el habla—. Y lo que te estoy pidiendo es que llegado el momento hagas lo debido para que no se quede sola en un mundo como éste.

—¡¿Quiere que la mate?! —exclamó atónito, poniendo de manifiesto su absoluto rechazo ante semejante idea.

El anciano solicitó con un gesto que se calmara. Dio un paso al frente y lo agarró por la solapa del abrigo.

—¡Te estoy suplicando que no permitas que lo hagan otros!

—Oiga… No está bien que me pida esto. —Su expresión se contrajo—. Maldita sea, no está nada bien.

Se estaba enfrentando al alma desesperada de un hombre al que siempre había considerado como a un segundo padre. Y en aquel momento se sintió francamente mal, porque tuvo la certeza de que no se lo estaba pidiendo. Por su forma de mirarlo, el señor Belicci reclamaba que le fuera saldado un favor: haber velado tanto por él y por su hermano cuando se quedaron huérfanos.

—Sabes que no me queda otra opción, hijo… ojalá la tuviera. —Lentamente introdujo el frasquito de cianuro en el bolsillo de su abrigo, aunque Adam estaba demasiado consternado como para impedírselo—. Cuando yo ya no esté, sube hasta aquí y échale tres gotas en la taza. Se marchará en paz y sin sufrir demasiado. —Tragó saliva; anhelaba recibir su perdón—. Por favor, no me odies por esto.

Adam simplemente efectuó un paso hacia atrás, se dio la vuelta y se dispuso a marcharse en silencio.

—Te ruego que no me odies por esto, Adam —le gritó cuando ya se encontraba bajando los peldaños de la escalera. Pero éste ni siquiera le devolvió la mirada.

Benjamin regresó a la chabola con un dolor punzante que le oprimía el pecho. Allí encontró a su esposa observando el paisaje árido a través de la ventana. Parecía tranquila. Con cuidado de no asustarla, se acercó y le pasó un brazo por encima del hombro. Ella lo miró, tardó un segundo en reconocerlo y sonrió. Entonces encajó con un gesto entrañable la cabeza sobre su torso.

El día había adquirido un esplendor inusual. Una fina brisa acariciaba la arena del desierto y, en algunos segmentos, las ruinas habían quedado medio sepultadas por gruesas mantas de polvo calizo. Pese a que lo normal era que llegaran en oleadas, de momento no parecía que la próxima tormenta fuese a regresar pronto. A los pocos segundos, vieron salir a Adam del edificio y retomar la carretera en dirección sur, hacia la Guarida. Esta vez no se volvió ni hizo ningún gesto con la mano, como siempre solía despedirse cuando se alejaba. Se limitó a andar de forma firme y decidida hasta que su silueta se volvió un punto negro en la distancia.

—Es un buen hijo. Y nos quiere —declaró Rosalía—. Regresará pronto, ¿verdad?

—Claro, Bella… —respondió él, que no pudo evitar que sus párpados se humedecieran de nuevo—. Tarde o temprano volverá.

Cerró los ojos y la besó en el pelo con todo el amor del que se vio capaz. Una imagen desgarradora de su juventud y de su antigua belleza, de cuando solía abrazarla del mismo modo bajo los atardeceres de la Toscana hacía ya demasiados años, lo atormentó con una intensidad difícil de soportar. Qué rápido parecía haber transcurrido el curso de su vida, se dijo. Por él, por su esposa, por los días pasados y por los días que ya no verían, sintió en lo hondo de su garganta materializarse un nudo de puro cemento.

Apartó los labios y tuvo que taparse la boca con la otra mano para que la culpa y el dolor en forma de llanto no sonaran como tal. No quería que su esposa viera cómo su entereza se rompía en mil pedazos.

Aunque ella no se percató de nada. Su atención ya hacía rato que se había perdido en algún lugar del horizonte.