5

La mañana en la que Adam partió a por la medicina, el señor Belicci estuvo un buen rato observando el desierto a través de la ventana de su chabola.

—¡Bella, mira si queda algo de beber! Tenemos un invitado —le gritó por encima del hombro a su esposa al ver al joven Adam ahí abajo, andando trabajosamente por la carretera, pugnando con los remolinos de viento.

Rosalía, en la cocina, no dijo nada. Levantó un segundo la vista y luego siguió con lo que estaba haciendo. Acababa de degollar un buen ejemplar sacado del redil del ático; el conejo de mayor tamaño que les quedaba.

—Es el chico —insistió él—. Intenta atravesar la tormenta de arena de buena mañana.

—¿Y qué hace ahí fuera? Pobrecito, dile que entre —dijo ella al fin con voz serena y calmada. La mujer siempre hablaba como si fuera una muñeca con alma.

—Sí… —murmuró el anciano para sí mismo—. Sí. A eso iba… —Se puso las manos alrededor de la boca—. ¡Eh, muchacho! ¡Muchacho!

Desde abajo, Adam buscó a través de sus anteojos el origen de la voz. Debido a la espesa cortina de polvo ambarino le costaba horrores vislumbrar algo más allá de diez metros por delante.

—¡Cielos! Vas a salir volando. Sube a casa. Mi mujer te está preparando una infusión.

—Eso no es cierto —protestó ella—. Aún no se la he preparado. Le has mentido.

Benjamin puso cara de circunstancias y dio un paso hacia atrás.

Bella… Hazla, por favor, y así no tendré que mentirle —le pidió en voz baja asomándose de nuevo.

—Gracias, señor Belicci. Pero tengo mucha prisa —gritó Adam desde la carretera, dispuesto a no abandonar su empeño.

—¡Bah! No te hagas el valiente conmigo, jovencito. Las tormentas de arena vienen y van, pero si te pillan en medio se te llevan para siempre.

—De verdad que estoy bien. Tengo que ir a la Guarida a por unos suministros y ya me he retrasado bastante.

El señor Belicci lanzó un bufido de desaprobación. Aunque no quiso darse por vencido.

—¿Y por qué no subes y esperas a que pare la tormenta para ir hasta aquel suburbio del diablo? Seguramente el viento la levantará de nuevo, pero el rato de tregua te permitirá llegar de sobra.

Desde luego, toparse con el anciano en esos momentos había sido un contratiempo inoportuno. Adam sabía que discutir con él y su acento italiano era tan inútil como hacerlo con los restos de una farola. Si el viento no empeoraba, se veía del todo capaz de atravesar de punta a punta la Veguería en esas condiciones —no era la primera vez que lo hacía—, pero tampoco quería parecer grosero. Sabía que, pese a tenerse el uno al otro, aquel matrimonio se sentía muy solo ahí arriba. Por eso ambos se mostraban muy amables cuando recibían su visita.

Se detuvo y estudió de manera breve el horizonte. Podía llegar sin problemas, se dijo.

—Mierda… —murmuró entre dientes—. ¡Ya subo! —aceptó al fin.

—¡Está bien! ¡Si insistes! —Rió su anfitrión, alegre, desde arriba, haciendo gala de su particular ironía—. ¡Ahora mismo te abro!

Al refugio de los Belicci se accedía únicamente si se sabía a qué puerta exacta se debía llamar. De los dos edificios que presionaban la chabola, el de la izquierda era el que tenía la infraestructura superior más destrozada, pero el vestíbulo, con sus cuatro distribuidores de escaleras que ascendían a los pisos de arriba, permanecía más o menos intacto. Adam atravesó la cortina de enredaderas que custodiaba el portal y se adentró en la penumbra polvorienta del vestíbulo. Una vez dentro se quitó los anteojos. El aire era espeso, aunque sin ningún olor destacable excepto el típico de un sitio cerrado. Las paredes, agrietadas y desprovistas de pintura, dotaban de un aspecto bélico el lugar. Apenas entraba luz y tuvo que andar a oscuras. De todas formas, Adam conocía bien el itinerario; lo había hecho ya cientos de veces. Tanteó la pared con las manos hasta llegar al pasillo a su derecha, donde un halo de luminiscencia exterior nacido de un boquete en el muro llenó de formas poligonales el nuevo tramo. Desde el agujero se oían las ráfagas de viento que, de tanto en tanto, conseguían colar pequeñas cantidades de arena que caían sobre el suelo despedazado. Al pasar frente al hueco del ascensor, cuya cabina yacía inservible y aplastada como si se hubiera desprendido desde los mismísimos cielos, se fijó en las botellas de plástico escondidas tras el amasijo de hierros. Estaban llenas de detergente casero. Con eso, los Belicci anulaban cualquier rastro u olor que pudiese guiar hasta su ubicación.

El muchacho siguió andando. Sorteó y pasó de largo un imponente agujero en el suelo que daba a un garaje oscuro y abandonado. Al final del corredor había un trecho irregular de escalones. Empezó a subirlos enérgicamente. En un par de ocasiones tuvo que efectuar un pequeño salto porque no había peldaño alguno, como si fuera la dentadura mellada de un hombre.

La planta de arriba recibía mucha más iluminación que el entresuelo debido a las enormes brechas en los muros. Las heridas en el hormigón sacaban a relucir el laberinto de hierros y cañerías del esqueleto del bloque, que sobresalían por todas partes como si aún no se hubiera terminado de construir. Allí, la arena del exterior entraba en grandes cantidades por aquellos tramos donde se ausentaba el techo. Con una mano sobre la cabeza, Adam se apresuró a recorrer el pasadizo pasando de largo varias puertas, o lo que quedaba de ellas. Con un simple empujón hubiese tenido acceso a los vestigios de cualquiera de esas viviendas, pero él sólo buscaba una en concreto… Su intención era dar con el hueco preciso; aquel que se formaba entre la tercera y la cuarta puerta del costado izquierdo de la planta. Tras unos instantes de angustia, en los que apenas pudo respirar, se sintió aliviado al encontrar al fin la cavidad; encorvó la espalda y se deslizó por debajo. Ya en el otro lado pudo relajarse; se quitó el tapabocas e inhaló tanto aire como fue capaz. Sus bronquios se encogieron y se vio obligado a toser. El polvo le cubría todo el rostro y el pelo. Había ido a parar a los restos de un apartamento espacioso, apenas sin tabiques ni separaciones, cuyo techo se había derrumbado hacía mucho tiempo y ahora lo cubría el del tercer piso, confiriendo al lugar una altura total de dos plantas. En la pared opuesta por la que acababa de entrar, desde una abertura situada por lo menos a tres metros de altura, vio asomar la cabeza gacha del señor Belicci.

—¡Jesús, qué pinta tienes! —Tosió el anciano, que lo observó con ojos achinados—. Parece que te hayas bañado en un estanque de mierda.

—Más bien de arenas movedizas —rió Adam, mientras terminaba de sacudirse el cuerpo y la ropa con las manos.

—A propósito, corre la cortina, ¿quieres? —señaló el señor Belicci con dedos arrugados hacia una plancha de acero corredera colocada en el muro, justo al lado del hueco de acceso.

Adam asintió y se volvió para arrastrarla. Al hacerlo emitió un chirrido metálico. Una vez cubierto el orificio, se materializó un ominoso silencio en la cámara.

El señor Belicci se quejó del esfuerzo que le supuso dejar caer una pesada escalera hecha con cuerdas y tablones de madera que permanecía oculta a simple vista; los rudimentarios peldaños repiquetearon uno a uno en la pared hasta que el último fue a topar contra los ladrillos diseminados por el suelo.

—Adelante, hijo. Sube. —Se puso en pie trabajosamente, con una mano apoyada en los riñones—. Cazzo! —masculló—, condenado reuma…

Adam cruzó los escombros con agilidad y ascendió hasta el umbral de la puerta. El anciano, cuya ropa seguía tan rasgada y desgastada como siempre, lo recibió con una carcajada y un efusivo abrazo.

Benvenuto, ragazzo! Me alegro de verte.

—Lo mismo digo, señor Belicci —respondió con una sonrisa.

Al separarse, Benjamin mantuvo un instante una mano sobre su hombro y lo observó con orgullo. Luego dijo:

—Cielos… Cada día te pareces más a tu padre.

El muchacho no pudo evitar sonrojarse.

—Gracias. Es muy amable. ¿Cómo está Rosalía? —se interesó.

El rostro del anciano se ensombreció. A continuación bajó la mirada.

Non molto bene… —respondió—. Si quedara un solo médico competente en toda la Veguería haría algo para que ella pudiera convivir mejor con su enfermedad. —Suspiró y negó con la cabeza—. Antes avanzaba de forma muy lenta. Yo… yo casi ni notaba los cambios. Ahora empeora por días… —Su voz se enronqueció—. ¡Por horas! —Y se vio obligado a toser con fuerza varias veces—. ¡Bah! Ya ni siquiera existen medicinas de verdad para un simple catarro. —Volvió a toser. Adam lo sujetó por el brazo por miedo a que perdiera el equilibrio—. Estoy bien, hijo… Pero vayamos dentro y bebamos algo. No has subido hasta aquí para que un viejo quejica intente deprimirte de buenas a primeras con sus problemas.

El señor Belicci le hizo un gesto de invitación para que siguiera por el corredor que se abría ante sus ojos. Al fondo se adivinaba una luz viciada y rojiza, como la de una hoguera en el fondo de una cueva, anunciando a las claras que la chabola se ubicaba a la vuelta de la próxima esquina. Una mezcla de olores otoñales, a especias y a licor derramado le invadió las fosas nasales y lo obsequió con una sensación reconfortante y acogedora, como siempre le ocurría cuando caminaba por aquel último tramo de pasadizo.

Al llegar al final giró a la derecha y dio con una tela cuyos pliegues se teñían de sombras opacas que danzaban al contraste con las lucecitas del interior del refugio. Su mano deslizó la cortina con cautela, como si pretendiera pedir permiso para entrar en la propiedad, pese a saber que siempre era bien recibido. El rostro se le iluminó por el enredo de bombillas de colores encendidas que recorrían de un lado a otro el habitáculo. Al principio no vio a Rosalía, aunque adivinó su presencia en alguna parte de la cocina.

Respiró hondo.

En ningún otro sitio se sentía tan a gusto como allí. Por alguna razón, aquel lugar le recordaba a épocas pasadas, épocas, en teoría, más felices… A tiempos en los que juraría que se celebraba una fiesta conocida como Navidad.