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Caleb abrió los ojos y empezó a toser de forma incontrolada. Se llevó una mano al cuello; se estaba ahogando en sueños. Trató de incorporarse con los codos, falto de fuerzas, y apoyó la espalda en la pared. Sentir la madera tibia contra su cuerpo febril le provocó un escalofrío.

A juzgar por el fragor que se escuchaba en el exterior hacía rato que se había desatado una tormenta de arena. Sin poder evitarlo, los labios le temblaron y dos lágrimas de angustia resbalaron mejilla abajo. Su hermano se encontraba ahí fuera, por él, y ahora la casa estaba tan vacía… Deseó con todas sus fuerzas que estuviera bien.

Tenía la boca seca y la piel le ardía. Con dedos trémulos agarró el vaso de agua de la repisa y bebió en un arrebato de sed. Dos hilillos transparentes le cayeron por la barbilla. Intentó serenarse, recobrar el ritmo normal de respiración. Sobre la cama, sudando como pocas veces lo había hecho, el chico trató de recordar la atroz pesadilla que tanto lo había perturbado hasta el punto de casi asfixiarlo.

Abducido por su propia soledad, sus ojos se posaron en un punto fijo de la pared, cuya superficie pareció convertirse en un estanque de agua turbia cuando las imágenes del sueño regresaron a su mente, borrosas y lejanas.

«Cariño, cálmate… Mamá está aquí…».

Su madre no tenía las manos finas, más bien todo lo contrario. Los callos y asperezas de sus dedos eran un signo inequívoco de la clase de vida que estaba obligada a llevar. Recordaba el olor a sudor limpio que desprendía, así como el azul intenso de sus ojos, que lo miraban con ternura mientras le acariciaba la cara con toda la delicadeza de una madre para apaciguar el terror nocturno de su pequeño. El del sueño era el refugio en el que vivían antes, en el barrio londinense de Bexley. Lo recordaba más amplio y robusto que el actual, aunque los tabiques estaban muy sucios y agrietados. En su regazo, Caleb escuchaba los gritos provenientes del Yermo. Hacía poco que la noche se había llenado de alaridos terribles y anárquicos, punzantes.

Le daban miedo.

Pensó que si tuviese que asociarlos con una imagen ésta sería la de un frondoso bosque quemándose de manera desbocada, hundiéndose bajo el peso de las llamas, o tal vez la de unas uñas saliéndose de sus yemas al rascar con fuerza una tabla de madera. En esos momentos hubieran podido venirle a la cabeza muchas otras, pero fueron ésas en concreto, nacidas de lo más profundo de una atormentada imaginación, las que se encargaron de darle forma al dolor que se adivinaba más allá de aquellas paredes viejas y enmohecidas.

«Mamá está aquí…».

Los aullidos siguieron resonando salvajes, mezclándose con la oscuridad del exterior; lamentos de auxilio, llantos de niños… hasta que ya sólo quedó el silencio… el eterno y frío silencio. Entonces, la puerta en el piso de abajo sufrió un primer impacto. La tabla de madera se quejó y comenzó a resquebrajarse a base de brutales y frenéticos golpetazos. En cualquier caso, él sabía que nada malo podía sucederle. Se sentía seguro entre los brazos de su madre. Ella jamás iba a permitir que nadie le hiciera daño.

Jamás.

«Cálmate, cálmate…».

Tras sus delicadas palabras, no hubo ningún aviso, ni siquiera una mínima variación en su tono de voz que le hiciera captar que algo en su forma de mirarlo no iba del todo bien. Las manos de su madre dejaron de acariciarle el pelo y la mejilla para deslizarse hasta su cuello. Sin entender por qué lo hacía, el pequeño Caleb sintió la presión de sus dedos oprimiéndole la garganta. Al principio esperó, creyendo que tendría una explicación coherente para hacérselo —ella siempre tenía un motivo para todo— o que formaba parte de un juego, pero cuando sus pulmones empezaron a reclamar con urgencia una nueva dosis de aire y quiso suplicarle que parara, ya no podía hablar; su voz se había roto. Y ella lo miraba con ojos cristalinos, ambiguos, hinchados por el esfuerzo pero arrasados por la pena. Las sombras que se dibujaron en su semblante debido a la lánguida luz de las velas le confirieron de repente un aspecto aterrador. Una lluvia de lágrimas e hilos de su saliva le cayeron sobre el rostro, ya amoratado.

«Perdóname, porque yo no puedo…», masculló ella entre dientes.

Mientras se ahogaba en su propia bilis, Caleb creyó oír chasquidos en los peldaños de la escalera. Luego todo se volvió oscuro… y despertó…

Cada vez que soñaba con su madre se quedaba un largo rato muy afectado. Eran pesadillas horribles que lo traicionaban; brotaban sin permiso desde los confines de su mente para obligarlo a revivir aquella oscura parte del pasado que su subconsciente tanto se había esforzado en enterrar.

Se desabrochó los botones superiores de la camisa y se frotó el pecho con la mano. Aún podía sentir aquella bola de cemento imaginaria en su garganta.

¿Cuánto rato habría dormido? Hubiera jurado que un día entero. Trató de levantarse. Los huesos le dolían y crujían como si estuvieran hechos de cristal frágil. Se sentía mareado y vulnerable. Fue cuando alcanzó tambaleante la puerta de la habitación que se dio cuenta de las ganas tremendas que tenía de orinar. Encorvó las piernas, era como si mil cuchillas afiladas se le clavaran en la vejiga. Pese a su urgencia, bajó por la escalera con cuidado. Estaba oscuro. Cuando llegó al salón comprobó, a través de la débil luminiscencia que entraba por la ventana, que el atardecer estaba llegando a su fin. Se quedó inmóvil, dejando que el pánico lo abordara. En un primer momento se puso a temblar, pero pasados unos segundos trató de respirar hondo.

«No pasa nada —se dijo repetidas veces—. Adam debe de estar a punto de regresar».

—No pasa nada… —murmuró de nuevo para sí mismo mientras se encaminaba con pasos lentos e inseguros hasta la cocina.

Quiso encender una vela, pero el mechero que siempre utilizaban había desaparecido —debió de haberlo cogido su hermano—, así que tomó una de las cerillas secas que aún quedaban en un cajón. La rascó contra un trozo rugoso de la pared e hizo prender la mecha.

Con el cirio en la mano se dirigió hacia el retrete. La cera empezó a derretirse con rapidez y a caer en forma de ruidosas gotas sobre el suelo. Su hermano se enfadaría si lo viera, pero no quería quedarse a oscuras mientras meaba.

El lavabo era un habitáculo reducido y cuadrado. Apenas cabía una persona de pie. Había tres cubos en el suelo; los dos grandes los llenaban con las reservas de agua de la cisterna, de los cuales bebían y se aseaban respectivamente. El pequeño era donde hacían sus necesidades, que luego vaciaban en un sumidero cercano. En el suelo también encontró una cucaracha muerta, que apartó con el pie sin pensárselo.

El chico apoyó la frente en la pared y se bajó los pantalones hasta las pantorrillas. Cuando el primer hilo de orina brotó tuvo que contener unas horribles ganas de chillar. En vez de líquido, sintió como si le saliese un alambre de fuego incandescente. Y durante el largo rato que duró aquel suplicio fue castigado por intensos calambres que le atravesaron la piel bajo el abdomen. Cuando terminó y echó la vista abajo hizo un gesto de desesperación al ver que el fluido amarillo había quedado mezclado con sangre.

Con ojos llorosos se encaminó hacia la puerta de la entrada. En el trayecto dejó la vela sobre la repisa del salón. Después se cubrió el cuerpo con una de las mantas astrosas que reposaban encima del sofá. Volvía a tener frío y la oscuridad apremiaba.

«Si para entonces no he regresado, haz el esfuerzo de bajar hasta la puerta y recoger la escalera. —Recordó las palabras de Adam—. Sobre todo no te olvides de eso».

Con el corazón en un puño deslizó el cierre y salió al exterior.

La tormenta de arena estaba cesando y su lugar lo ocupaba la habitual quietud del Yermo, tan sólo rota por ocasionales ráfagas de viento gélido. La penumbra era casi total, y ahí en lo alto la negra noche reclamaba impaciente su reinado, tan lúgubre y perversa.

—¿Dónde estás, Adam? —se lamentó.

Esperó un par de minutos, observando cómo las sombras crecían y se hacían más profundas a su alrededor, engulléndolo todo.

—¿Dónde estás? —rogó de nuevo, muy angustiado. Tener que encajar el hecho de que no iba a regresar aquel mismo día fue como morirse por dentro.

Se sentía hundido y abandonado, y no tardó en invadirlo una nueva oleada de pavor al deducir las desastrosas consecuencias que podría haberle acarreado quedarse dormido durante sólo media hora más: la casa habría quedado completamente expuesta.

Se puso a llorar, tanto por la propia desolación como por el intenso dolor alojado en su cuerpo, y se agachó para tratar de replegar la escalera. No tenía alternativa. Con las pocas fuerzas que le quedaban tiró de los hierros hacia arriba, una vez y otra, acompañando cada movimiento con un grito lastimoso. Las lágrimas le caían como gotas de rocío hasta desaparecer en la negrura y estrellarse contra el desierto invisible.

Para cuando terminó ya no se veía nada más allá de un par de metros por delante. Por pura inercia se dejó caer hacia atrás, exhausto. Durante un minuto ni se movió, mientras sus pulmones reclamaban aire con urgencia. Luego tuvo la voluntad de incorporarse y regresar al interior de la casa.

Sus pasos bamboleantes lo llevaron de nuevo hasta el sofá, donde se derrumbó como un peso muerto. Allí, tumbado, no apartó la mirada de la puerta; su visión estática lo intimidaba. Y por mucho que lo intentó, no pudo evitar que su cuerpo empezara a estremecerse como si estuviera envuelto por corrientes eléctricas.

El miedo y el silencio lo bloqueaban.

Sobre todo el silencio.

Ese maldito silencio…

Y entonces, desde algún lugar del Yermo, llegaron los primeros aullidos, tan escalofriantes que le cortaron la respiración y le helaron la sangre.

«Ya están aquí —pensó horrorizado—. Ya han despertado…».

Cerró con fuerza los ojos y se refugió bajo el peso de la manta. Deseó dormirse para que el nuevo día llegara rápido y así poder abrazar de una vez a su hermano.

Pero él sabía que le iba a ser imposible dormir. Así no. Su delirio le hizo creer incluso que el desierto lo llamaba con susurros agudos.

Fue tras la segunda o tercera vez de imaginarse que los oía cuando abrió los párpados de golpe y prestó más atención. Entonces no le cupo ninguna duda: no se trataba de su torturada imaginación. Era la voz de Adam gritando en la lejanía. Clamaba su nombre a pleno pulmón y algo acerca de la escalera.

Corría hacia la casa gritando con voz enronquecida.

Y conocía muy bien a su hermano…

Estaba en apuros.