El añil del cielo se exhibía tras unas pocas nubes dispersas. Acostumbrado a una penumbra prolongada, Adam tuvo que tapar el reflejo del sol con la mano cuando abrió la puerta de la casa por primera vez en varios días. Tener que hacerlo le resultó reconfortante, al igual que el pequeño gesto de achinar los ojos para adaptarlos a la repentina luz. Hasta donde le alcanzaba la vista, la superficie del Yermo había despertado mojada, oscurecida y, en general, repleta de charcos de lodo y suciedad diseminada. Sin embargo, ya no se intuía lluvia por ninguna parte, y a juzgar por los magníficos claros que se adivinaban en el horizonte, cualquiera diría que se había marchado para no regresar en varios ciclos.
El muchacho respiró hondo el aroma que parecía provenir del silencio del desierto e inclinó medio cuerpo hacia atrás para hacer crujir la espalda. A decir verdad, había pasado una mala noche. Tan pronto lo ayudó a meterse en cama, a Caleb empezó a subirle la fiebre hasta sufrir breves períodos de alucinaciones. Adam pasó las horas en vela, sentado en un rincón del frío suelo, a los pies del jergón, sin quitar los ojos de encima a su hermano y su trasnochar sudoroso. Con el fusil sobre el regazo, la oscuridad le invadió todo el tiempo. El constante martilleo de la tormenta sonaba como si la mismísima atmósfera se estuviera resquebrajando, allí en lo alto. Su rugido era tan poderoso que apenas le permitía oír otros ruidos del exterior, aunque él sabía perfectamente que eso no significaba que no tuvieran lugar. Siempre, cada noche, mientras los seres humanos que quedaban con vida se sumían en su particular mar de pesadillas bajo la relativa seguridad de sus refugios, en algún punto del desierto existía algo que se mantenía despierto.
Antes de emprender su viaje hasta la Guarida se permitió unos instantes; injirió una píldora de yodo y comprobó el interior de su mochila para cerciorarse por última vez de que no se dejaba nada. La casa se había convertido en un espacio de cuatro paredes vacío de objetos, y tan sólo aquello de verdadera trascendencia permanecía libre del polvo en su lugar de uso, como un recordatorio solitario de su manifiesta pobreza de recursos. Había seleccionado con sumo cuidado la mercancía que se iba a llevar para el intercambio: un encendedor de plástico, muy arañado pero que aún funcionaba; la hoja sorprendentemente afilada de una navaja; doce páginas amarillentas de una revista llamada Uncut, cuya portada databa de mayo de 2012, y una vieja tetera de cobre manchada por el óxido. Con eso debería tener suficiente para hacerse con la medicina que necesitaba Caleb. Si regateaba un poco con los mercaderes puede que sacara también para una ración de carne. Dudaba de que le llegara para algo más.
Levantó la leva de la plataforma exterior para dejar caer la escalera. Luego aseguró la puerta de la casa deslizando sobre ella de derecha a izquierda una piedra imantada que siempre llevaba consigo. El cerrojo de metal del lado interno de la puerta hizo un ruido de fricción al deslizarse. Así protegían el refugio de los saqueadores. De todos modos, era del todo improbable ver a alguien merodear por aquella zona. Ellos dos eran los supervivientes que vivían más al norte de la región, en los límites del Yermo conocido, y por lo que Adam sabía, más allá no quedaba nada. Los pocos forasteros que en raras ocasiones contaban sus historias en las tabernas de asentamientos como la Guarida, siempre decían proceder de las tierras del sur o del este. Jamás conoció en persona, ni escuchó rumores, de nadie que asegurase llegar desde más allá de las ruinas de Londres: la Zona Prohibida.
A medida que bajaba los peldaños, una creciente sensación de malestar le oprimió el pecho. Sabía que no le quedaba otro remedio, pero dejar a su hermano en el estado en que se encontraba le preocupaba profundamente.
—Estaré de vuelta al atardecer —le dijo antes de salir de la alcoba, hacía escasos minutos—. Pero si ves que el sol se oculta y aún no he regresado no te asustes. Significará que no me ha dado tiempo a llegar y he tenido que quedarme en casa de los Belicci. En ese caso, haz el esfuerzo de bajar hasta la puerta y recoger la escalera. Sobre todo no te olvides de eso. Yo me pondré en marcha tan pronto amanezca. —Le besó la mano y le acarició la mejilla—. Aguanta, hermano. Te he dejado un vaso de agua sobre la repisa. Bebe cada poco tiempo, aunque no tengas sed.
Caleb asintió, débil, se dio la vuelta y se acurrucó bajo las sábanas. Cerró los ojos y se dejó llevar hasta la delicada frontera que separa la consciencia de los sueños. De nuevo, no tenía fuerzas para discutir, tan sólo para llorar; estaba enfermo y le dejaban solo…
Pese a que ya se había acostumbrado a esa visión, cuando Adam pisó tierra de nuevo se detuvo a observar con suma inquietud el rastro anárquico de las huellas; ahí estaban otra vez. No estaban hechas por pies humanos, ni tampoco por ningún animal del que él tuviera constancia. Los animales tan grandes no habían sobrevivido al holocausto; la mayoría murieron de inanición mucho tiempo atrás. No, lo que el lodo exhibía era una sucesión de garras compuestas por dedos retorcidos y alargados. Estaban por todas partes, grabadas con profundos surcos llenos de agua. Por lo menos se intuían de tres tamaños distintos. Y tal como se distribuían era evidente que, fueran lo que fuesen los seres que las dejaron, habían estado dando vueltas alrededor de la casa durante toda la noche. Luego, las pisadas se alejaban hacia el norte, más o menos en dirección a esa boca de metro abandonada en la que había perdido la pelota su hermano días atrás.
Un escalofrío le recorrió la espalda. La escena era de lo más perturbadora, aunque nada que no hubiese visto ya con anterioridad.
No estaba en su poder cambiar los hechos. Se mordió el labio inferior, un gesto que hacía a menudo si algo le preocupaba, y en silencio se encaminó hacia el sur.
Cuando llevaba algunos pasos una fina gravilla se levantó mecida por el viento. Su silbido, que parecía transportar la esencia misma de la desolación, lo acompañó hasta llegar al asfalto castigado de la carretera. Los edificios y las casas menos mutiladas se prolongaban a ambos lados hasta fundirse con la curva que dibujaba el horizonte. Esa región del Yermo no estaba del todo desierta. La chabola de los Belicci, siempre de aspecto raído y destartalado, se alzaba a unos cientos de metros por delante de su posición, como si fuera un ladrillo cuarteado separando dos paredes de hormigón. Recordó que llevaba varias jornadas sin ir a verlos y se prometió a sí mismo que cuando su hermano se recuperara ambos pasarían a visitarlos una tarde. Normalmente salían de aquella casa con menos hambre que cuando entraban, y eso era una circunstancia de la cual no quería abusar, pero tampoco desaprovechar.
Habría cavilado acerca de eso largo y tendido si no hubiera sido por algo que lo hizo pararse en seco. A varios metros por delante, difuminándose entre una densa cortina de polvo sacudida por el aire, vio una silueta humana acercarse por la carretera. Era un hombre adulto. Se protegía de la polvareda con un brazo por delante de la cara. Al advertir la presencia del muchacho también se quedó inmóvil.
Por un segundo, en el que ambos desconocidos intercambiaron una mirada tensa, el tiempo pareció detener su implacable paso.
El tipo se puso en seguida a la defensiva; desenfundó con rapidez un machete herrumbroso que llevaba sujeto a la mochila y fue a dar un paso al frente. Como si fuera su propio reflejo, Adam se llevó la mirilla del fusil a la cara.
—Hazlo y te mataré —lo amenazó, sin mover ni un músculo.
El hombre pareció dudar.
—No busco pelea —voceó. Tal vez al darse cuenta de la clara desventaja en que se hallaba.
Adam pudo ver a través de las rayaduras de la lente unos dientes amarillentos y podridos. El tipo era bajito, de tez morena y llena de arrugas. La piel se le tensaba de forma evidente en los pómulos manchados de hollín. Estaba muy delgado y lucía una espesa barba que sobresalía veinte centímetros por debajo del mentón. Su sucia melena castaña se sacudía al compás del viento.
—A juzgar por cómo has reaccionado al verme no es lo que parece. ¿De dónde vienes?
El hombrecillo escupió en el suelo una suerte de líquido pegajoso y gris que parecía de todo menos saliva.
—De levante, del asentamiento de Canterbury —pronunció con cierto desdén—. Mi comunidad me condenó al exilio.
—¿Por qué? —exigió saber.
Era evidente que no podía fiarse de lo que le contara un extraño, pero formularle algunas preguntas le daría tiempo para estudiarlo lo suficiente y determinar si realmente representaba una amenaza.
—Mira, no te ofendas, pero… ¿a ti qué coño te importa? —apuntó con su cuchillo hacia las ruinas de Londres y continuó hablando—: He seguido la ruta comercial y ahora me dirijo hacia el norte. Si quieres que hagamos un trueque, adelante, y si no, apártate de mi camino, cojones. —Abrió bien los ojos al pronunciar esta última palabra.
Adam adivinó temor en ellos; apartó un segundo la vista de la mirilla y aceptó con un breve gesto con la cabeza.
—Enséñame lo que traes. Despacio.
El desconocido asintió a desgana y resopló al arrodillarse. Hizo una mueca de dolor al quitarse la mochila de la espalda y apoyarla en el suelo, como si padeciera una intensa molestia en la columna vertebral. Entonces empezó a abrir la bolsa poco a poco y a sacar algunos objetos de dentro.
Lo primero que extrajo fue una pequeña brújula marrón que casi con toda seguridad no funcionaba.
—Esto no lo cambio —murmuró mientras seguía escudriñando el interior de la bolsa sin perder de vista al muchacho.
Sus manos vendadas rescataron también una botella de plástico vacía, un lápiz a medio gastar, un estuche de metal que no cerraba bien y una casaca bordada de color azul bastante estropeada; sin duda, una valiosa pieza para alguien que se considerara un nostálgico del arcaico estilo de vida inglés.
—Ahí está todo con lo que puedo negociar. —Señaló con la mirada los objetos cuidadosamente expuestos sobre el asfalto—. El resto lo necesito.
Adam, sin dejar de apuntarle, dio un paso al frente.
—¿Qué pides por ese lápiz? —preguntó, al acordarse de los lápices de colores que su hermano creía haber perdido.
El hombre soltó un bufido de risa.
—¿Qué pido por el lápiz, dices? Lo de siempre. ¿Tienes comida?
—No.
Su rotunda negativa pareció decepcionarlo.
—¿Estarías dispuesto a cortarte un dedo por él? —preguntó después. En su tono había un atisbo de desesperación—. No, claro que no —se respondió a sí mismo antes de que pudiera contestarle—. No pareces de esa clase de gente…
Adam simplemente permaneció callado, con actitud fría y atenta.
El tipo volvió a guardar las cosas en la bolsa, dando la breve negociación por zanjada, y se puso en pie con dificultad.
—¿Por qué te diriges hacia el norte? —El muchacho cambió de tema—. Allí ya no queda nada excepto ellos. ¿Es que quieres morir?
El hombrecillo se encogió de hombros.
—Tal vez… —contestó y miró hacia el cielo. Un cuervo famélico cruzó graznando de forma estridente varios metros por encima de su cabeza. El tipo lo señaló—. Ese puto cuervo lleva siguiéndome todo el día. Malditos cuervos… Odio los cuervos… —gruñó. Luego le devolvió la mirada—. Morir, vivir…, demonios ¿qué más da? Cuando has visto las cosas que yo he visto, ya no queda nada que te siga atando a este mundo.
Adam ya había tenido suficiente. A decir verdad, le importaban una mierda sus motivos. Pero ese rato de conversación estéril le sirvió para cerciorarse de que aquel desconocido no suponía ningún peligro. Algo de lo que debía estar muy seguro cada vez que se cruzaba con un rostro anónimo en pleno desierto. Bajó el rifle y le hizo un gesto con la mano.
—Vete —añadió.
El viajero movió los labios, poniendo de nuevo al descubierto su estropeada dentadura.
—¿Crees que soy imbécil? ¿Qué te impediría dispararme por la espalda y quedarte con todas mis pertenencias una vez me aleje de ti?
—El honor —respondió Adam concluyente—. Y que, al igual que yo, no dispones de todo el día.
El tipo se pasó una lengua áspera y blanquecina por los labios agrietados. Después de cavilarlo unos segundos dio un paso al frente, sin más remedio que aceptar su explicación.
—Espero que seas un hombre de palabra —mencionó cuando pasó por su lado, a una distancia prudente. Sostenía la mochila contra el pecho con recelo, como si fuera un valioso tesoro.
Mientras se alejaba, Adam observó las manchas de sangre reseca que le salpicaban el jersey por la espalda; parecían el mapa macabro de un conjunto de islas. No era la primera vez que se las había visto a alguien. Cuando a las personas no les quedaba nada con lo que negociar y estaban desesperadas, a menudo llegaban incluso a ofrecer partes de su propio cuerpo como moneda de cambio. Generalmente, las tiras de carne por encima de las lumbares o de las nalgas era lo primero de lo que se desprendían. Aquél no le parecía un caso grave; él había visto auténticas atrocidades: gente sin piernas, manos, o cuyo rostro era ya irreconocible.
El muchacho esperó hasta que la figura se hubo distanciado lo suficiente de la línea meridional de su casa. Las ráfagas de viento se habían vuelto intensas y ahora la arena le golpeaba la piel con ferocidad.
«Está loco —pensó mientras se ajustaba los anteojos y se subía el tapabocas hasta la altura de la nariz para protegerse el rostro—. En su estado no llegará ni a esta noche si decide cruzar los límites de la Zona Prohibida».
No era su problema. Desde el día en que su padre lo hizo mirar a otro lado al pasar frente a aquel anciano cuando tenía seis años, el resto de los seres humanos había dejado de serlo. Lo único que le importaba era seguir su propio camino. Y eso hizo: se dio la vuelta y empezó a andar como un espectro silencioso, perdiéndose entre el polvo arremolinado.
A cada paso, las ruinas del Yermo lo acompañaban perseverantes.
Le quedaba un largo trayecto por recorrer.