Durante los siguientes dos días llovió de manera copiosa. Que lloviera tanto y tan seguido no era algo bueno. Hacía años que el mundo se marchitaba progresivamente bajo la dañada bóveda celeste. Muchos habían muerto por ello, y ahora la gente comprendía lo peligroso que resultaba exponerse a la lluvia. Adam había oído decir a algunos supervivientes que en una década dejaría de ser radiactiva. Otros, como los Belicci, no creían que el hombre pudiera volver a gozar ya jamás de los cultivos ni de los ríos. La única forma de conseguir agua pura era comprándola o extrayéndola de los pocos manantiales limpios que quedaban.
Desde la ventana de la casa, el muchacho observaba con fijación el atardecer; titánicos rayos azotaban la tierra en la lejanía como látigos salvajes y furiosos. Su resplandor salpicaba de un azul eléctrico los restos de Londres y creaba intermitentes siluetas de su caótica superficie, oculta bajo la oscuridad de la tormenta. A decir verdad, le parecía hermoso. No obstante, aquella imagen hizo que le vinieran a la mente vagos recuerdos del momento en que todo cambió, devolviéndolo a aquella fatídica etapa de su vida… cuando tan sólo tenía seis años.
Aún podía recordar el característico olor a niebla y humedad durante los inviernos en el apartamento de Buckingham Gate, a orillas del Támesis. En aquellos primeros días, al mirar por la ventana de su antigua habitación del mismo modo que lo hacía ahora, el pequeño Adam vio potentes destellos de luz. Al principio fueron distantes, pero a medida que pasaban los días se hicieron más intensos, hasta el punto en que todo a su alrededor temblaba y tenía que taparse los oídos con las manos. Finalmente se vio obligado a abandonar el hogar con su familia durante el transcurso de una noche fría que llegó con la única compañía del aullido caótico de las sirenas. Se acordaba del silencio posterior, cuando una intensa onda electromagnética dejó sin luz las calles y llenó de chispas e incendios los alrededores del palacio de Westminster. La hasta entonces cuna política y monárquica de la nación adquirió en cuestión de segundos una atmósfera del todo bélica y distinta a lo conocido. Las paredes del Big Ben se resquebrajaron; los puentes de Lambeth y Westminster, de casi tres siglos de antigüedad, vibraron con violencia sobre sus pilares y varios pedruscos enormes de pavimento se desprendieron y cayeron a las aguas agitadas del Támesis. Después de aquello empezó el verdadero Fin del Mundo: la tierra se sacudía de forma constante y los cielos no tardaron en quedar cubiertos de espantosas nubes negras que ensombrecieron las ciudades y helaron los campos. Adam y sus padres pasaron días a la intemperie antes de que pudieran encontrar un buen refugio subterráneo donde guarecerse. Y, de entre todas, conservaba una imagen que había quedado grabada a fuego en su cabeza: ellos tres caminaban por la antaño majestuosa Brompton Road, convertida ya en una avenida sin vida, bañada por completo por el gris plomizo de la ceniza que seguía arrojando el cielo. Como un triste reflejo de ellos mismos, la gente con la que se cruzaban arrastraba pesadas mochilas o carritos. Caminaban sin rumbo, con la mirada ausente, sin saber bien adónde ir o qué hacer con sus vidas. Recordaba al anciano que les suplicó ayuda; estaba desnudo, tendido en el suelo frente a la fachada calcinada del Oratorio, con una gran mancha de sangre bajo su cuerpo. Tras él, los restos barrocos del edificio se habían desplomado como un inestable castillo de naipes. Adam se lo quedó mirando, pero entonces su padre le hizo girar el rostro con la mano y siguieron andando, sin volver la vista atrás. Escenas como aquélla iban a repetirse de forma muy recurrente durante los siguientes ciclos, aunque ésa en concreto, la primera de todas, sabía que jamás iba a poder olvidarla.
Caleb volvió a toser desde el sofá; eso lo devolvió al presente. Durante la noche anterior el chico cayó enfermo y empezó a sudar enormes goterones producidos por la fiebre. Por norma general dormían juntos, pero cuando alguno de los dos enfermaba, por precaución el otro pasaba la noche en el salón para evitar posibles contagios. Era mucho más difícil y costoso conseguir medicinas para ambos que para uno solo. Y en los tiempos que corrían la higiene escaseaba y enfermedades tales como la gripe, la malaria o muchas otras de origen desconocido eran muy habituales.
—Cuando mejore el tiempo iré a la Guarida y te traeré algunas hierbas. Si hay suerte conseguiré un poco de vapor de telurio —murmuró Adam al reflejo de su hermano en el cristal.
El telurio no era vapor, realmente, sino la savia extraída de una raíz que crecía en algún lugar celosamente encubierto de la Veguería. Luego se cultivaba y se condensaba en el interior de pequeños recipientes. Su reputación curativa estaba más que merecida. Muchos viajeros recorrían largos trayectos desde los lejanos asentamientos del sur y del este para comprobar si la leyenda era cierta.
Y lo era.
El chico, no obstante, declinó esa idea, acurrucándose bajo su manta.
—Creo que no hará falta que vayas. Ya me encuentro mejor.
Adam lo miró, evidentemente no era cierto, y perfiló media sonrisa.
—No se te da bien mentir, hermano. Además, apenas nos queda comida. Tal vez para un día más… dos como mucho, así que tendría que ir de todos modos.
Caleb reprimió las ganas de llorar. Aunque hubiese querido hacerlo, no se sentía con fuerzas para discutir. Estaba muy débil y los párpados le ardían. Sabía que era necesario, pero detestaba que su hermano se ausentara durante una jornada entera y lo dejara solo cada vez que tenía que desplazarse varios kilómetros hasta aquel condenado lugar. La Guarida, curioso nombre para un distrito amurallado, sumido en el caos y la anarquía, los negocios sucios y la barbarie. Su lúgubre iluminación llenaba de sombras sus callejones, que olían a sudor, prostitución y consciencia turbia. Una vez traspasado el portón de la entrada, uno debía vigilar siempre su espalda y tener los ojos bien abiertos, o tal vez podía quedarse sin ellos. Caleb estuvo sólo una vez, cuando su corrupción aún no era tan grave, y ya tuvo bastante. Los niños, en general, no solían dejarse ver por allí. Era demasiado peligroso. Sus mayores sabían que resultaba fácil perderlos por un simple descuido, y si eso sucedía nunca más se volvía a saber de ellos.
Adam abandonó la visión de la lluvia y fue a coger la cantimplora en la cocina. Con la otra mano agarró una silla y la arrastró para sentarse frente a su hermano. Le palpó la frente y dijo:
—Estás ardiendo. Toma, bebe.
Caleb aceptó el agua y bebió despacio; entre sorbo y sorbo tosió un par de veces. Se frotó la barbilla con la manga del jersey y preguntó:
—Adam, ¿cómo era el mundo antes? Quiero decir, ¿la gente era amable? ¿Buena gente?
—¿Buena gente? —repitió dubitativo—. ¿Te refieres a si no se mataban los unos a los otros por un trozo de carne… o si no se asaltaban en los caminos para robarse las pertenencias? —Extendió la comisura de los labios—. Bueno, que yo recuerde las personas sonreían más. Incluso se estrechaban la mano para saludarse.
—¿Eso hacían? —preguntó el chico, incrédulo. Le resultaba imposible imaginar tal nivel de confianza.
—Así es. Por lo visto, si se te presentaba un desconocido era algo normal. Costumbres de otra época, qué sé yo. Aunque papá siempre decía que a veces las personas eran incluso peores que ahora y que había algunas tan malas que su codicia y su locura acabaron destrozando el mundo. De todas formas, yo jamás vi a nadie así. Esto… —Hizo un amplio gesto con las manos para abarcar el entorno—. Esto simplemente ocurrió.
Caleb tragó saliva.
—A veces… siento que hay muchas cosas que me gustaría entender. Me gustaría tener uno de esos libros con todas las respuestas del universo —declaró abrumado.
—No existen tales libros —repuso Adam—. La curiosidad siempre ha sido innata en ti, pero por desgracia hay explicaciones que yo no puedo darte.
—¿Como por qué le hice lo que le hice a mamá?
Su hermano enmudeció.
—Eh, no vuelvas a decir eso, ¿de acuerdo? Ya te lo expliqué: lo que pasó no fue culpa tuya.
—Pero papá me dijo…
—Papá estaba furioso aquel día —lo interrumpió—. Había perdido algo, se emborrachó y las pagó contigo.
Caleb intentó disimularlo, pero su mirada vidriosa fue incapaz de ocultar un profundo sentimiento de culpa. Adam depositó una mano en su hombro.
—Oye, papá te quería mucho. Lo que te dijo no iba en serio, créeme. —Le alzó la barbilla—. Vamos, intenta no pensar más en ello. ¿Qué te parece si preparo unas judías para cenar? —bromeó, tratando de quitar hierro al asunto.
Caleb arrugó la nariz, disconforme. Fue a decir algo, pero en aquel momento un vigoroso trueno retumbó en los alrededores del desierto y lo ensordeció todo. El salón quedó iluminado por un potente estallido de luz que se coló impetuoso por el hueco de la ventana. El chico dio un respingo y se acurrucó aún más bajo su frazada. Sus ojos se perdieron en la lluvia de fuera, que aumentaba de intensidad a un ritmo endiablado. Adam observó cómo el rostro de su hermano palidecía de miedo. Luego echó la vista atrás para estudiar las paredes de madera, que crujieron golpeadas por el viento.
Hizo una mueca de fastidio.
—El tiempo empeora. Pero tranquilo, la casa aguantará —afirmó convencido.
Caleb torció el gesto, angustiado.
—¿Y si «Ellos» entran por la noche? Siempre que hay tormenta los oigo… —susurró con un hilo de voz.
—No entrarán. No pueden.
—¿Cómo lo sabes?
—Por algo construimos la casa aquí arriba, ¿no? Para estar fuera de su alcance cuando salen —respondió intentando parecer convincente.
El chico asintió con timidez sin más remedio que aferrarse a esa idea. Acto seguido, Adam se levantó sin prisa alguna, fue hasta la ventana y cerró el portón. Su rostro decidido se llenó de sombras y adquirió un aire siniestro. Al hacer lo mismo con los tablones de la cocina, el salón sucumbió ante la débil penumbra de las cuatro velas que quedaban encendidas. Se dirigió a coger el fusil, que reposaba apoyado junto a la puerta, comprobó la munición y se lo colgó del hombro.
Su hermano se agarró fuerte a su brazo cuando volvió para ayudarlo a levantarse.
—Vayamos arriba. Debes descansar —murmuró Adam, echándole la manta por encima de los hombros. Tuvo que pasarle una mano alrededor de la cintura para ayudarlo a andar.
—No quiero dormir solo… por favor —le suplicó Caleb con la mirada al pisar el primer peldaño. No deseaba contagiarle la fiebre a su hermano, pero a su lado el chiquillo se sentía tremendamente seguro.
—No lo harás… —contestó Adam mientras desparecían escaleras arriba—. Esta noche no.